martes, 14 de diciembre de 2010

Tragedia del arbolito. Capítulo IV: Fin


Mis hermanas insisten en que me faltan varios capítulos, que no puede ser que no me acuerde del arbolito hecho con un pino Caribe que cortó mi cuñado del jardín bajo la mirada escandalizada y reprobatoria de mi papá. Y no me acordaba, la verdad, hasta que mi hermana Amanda me mostró la foto. Una foto curtida por el tiempo de una época en la que todos teníamos más pelo (los ochenta fueron unos tiempos voluminosos, donde el pelo reclamaba su derecho a ocupar un lugar respetable en el universo). Atrás del pelero se asoma el arbolito Caribe, un flaco absolutamente despelucado al que le colgaron unos adornos navideños y un collar de luces. Se parecía un montón a la pascuita pero éste era como un indigente metido a punk.

Recordé también que realmente no era un pino Caribe, eran dos, dos flacos esmirriados a los que se les ató por la cintura con un mecate antes de sembrarlos en una maceta. Insisto, lo del volumen en los ochenta era un punto de honor. Era mejor sacrificar a dos pinos por un motivo estético. Coño, y que estábamos en navidad.

Eso sí, al año siguiente no hubo fuerza humana ni sobrehumana que convenciera al vegetal de que los ecocidios se justificaban si era navideños. Antes de que pudiéramos cortar otro pino estaba dispuesto a atravesarse en nuestro camino como un policía acostado e íbamos a tener que pasarle, literalmente, sobre su barriga.

Las opciones se nos iban cerrando: el pino ya no podía ser canadiense ni Caribe y volver a intentarlo con la pascuita era un tipo de suicidio. Primero muertos que volver a vestir a la mantis con liquilique. Estábamos de brazos caídos mientras que mi papá, estoy seguro, cuando se quedaba solo hacía un gesto muy parecido al de Messi cuando le dedica el gol a su abuelita –los dos dedos apuntando allá arriba a los cielos- después de haberse driblado a cuatro pendejos.

Entonces ocurrió el milagro. No, no fue que el viejo se apiadara de sus víctimas, eso no iba a ocurrir jamás; fue que mi madre se rebeló. Buscó un catálogo de ofertas navideñas de American Express, uno que se llamaba Amexclusivas, y llamó por teléfono (mientras el viejo estaba a varios kilómetros de distancia, claro) y encargó un pino plástico de los de un metro ochenta. Se acabó la tragedia del arbolito, sí, me lo cargan a la tarjeta, sí, con despacho a domicilio, preferiblemente en la semana y antes de las 4, gracias.

Ya luego apagaríamos el incendio cuando, llegado el momento, ardiera Troya.

Pero Troya no ardió, o sí pero no nos enteramos. El arbolito no llegó en toda la semana ni el sábado tampoco (a pesar de que estuvimos haciendo guardia por turnos, no fuera cosa de que llegara el repartidor y la persona más cercana a la puerta fuera papá). El domingo salimos a visitar a mi abuela y el vegetal se quedó escribiendo en casa. Ese día cayó un aguacero memorable y volvimos tarde, luego de que escampara y el Guaire volviera a su cauce. Cuando papá nos abrió la puerta nos dijo: “ahí les dejaron algo” y señaló a un rincón sobre el suelo del comedor.

Allí estaba el arbolito acostado con sus ramas como brazos saliéndose de una urna de cartón mojado. Como pidiendo que lo rescatáramos, lo sacáramos de allí y adornáramos de inmediato. Había algo en esa escena como de relato bíblico, como de bebé en una cesta lanzado a las aguas del río para que alguien más lo salvara corriente abajo. Tengo que preguntar a las muchachas, pero creo que hasta el viejo se apiadó del tipo a pesar del plástico. Estoy casi seguro que hasta ayudó a armarlo y le colgó las luces. O al menos giró desde su taburete las instrucciones para hacerlo, lo que es lo mismo viniendo del personaje.

Me gusta un montón la imagen nunca presenciada pero mil veces imaginada del viejo abriendo la puerta y recibiendo aquella caja mojada que le ponía el repartidor sobre los brazos (quiera usted o no, aquí está su arbolito). Me gusta también pensar en ese recibo (fírmeme aquí, maestro, donde dice recibido). Esa hojita maltrecha, un poco mojada, donde quedaría registro de la firma del vegetal con un pulso que expresaba en su justa medida toda la confusión, toda la indignación o toda la risa que le provocaba ese instante. Con qué ganas le daría yo esa firma a un grafólogo para que nos hiciera la radiografía de ese momento en el que papá firmó su derrota, quizás (prefiero inventármelo así) con todo gusto.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Tragedia del ARBOLOTE (Episodio III)


La culpa de la navidad del arbolote (y de todo lo que vino después) fue del tipo que, cerca de los chinos de La Boyera, puso un toldo verde con un letrero pintado con pulso de fumador crónico que gritaba: “SOLO AQUI LOS AUTENTICOS PINOS TRAIDOS DE CANADA” (así sin acentos porque en este país alguien hace rato inventó e instituyó aquella joya de que las mayúsculas no se acentúan ni los nombres propios tienen ortografía).

Nosotros, justo después del almuerzo y aprovechando que el viejo todavía no había vuelto de la universidad, nos acercamos a la venta de pinos (mamá al volante, alguna de las muchachas de copiloto y yo atrás, contentísimo con las múltiples ventajas del puesto de la ventanilla, con media cabeza afuera y ganas de morder el aire como los cachorros). La Negra se bajó y encaró al grandísimo responsable de todo lo que les voy a contar: Señor a cuánto tiene los pinitos. Bueno, mi gorda, a ti te lo dejo en 280.

Hasta allí llegó la negociación. Yo creo que La Negra se enfureció por lo del “mi gorda” pero a mí me dolió realmente fueron los 280. Un gancho al hígado. Claro, la única manera de que tengamos pino este año es intercambiándolo por el carro de mi mamá, pensé.

Cuando se acercaba el 24 (otro 24 más sin arbolito) mi hermana Amanda me convenció de que por leyes de la oferta y la demanda ese pino seguro que ahora costaba menos de la mitad, que eso se lo había explicado su novio que era un genio de las matemáticas. “Vete con mi mamá y pregunta para que veas”. Y yo le hice caso, me fui hasta el toldo verde por segunda vez, todo para que el autentico-vendedor-de-arboles-traidos-de-canada me respondiera de pésima manera que los pinos estaban ahora a 300 y dame un permiso, chamo, que tengo clientes por atender que sí vienen a comprar.

El 31 por la mañana amanecimos en casa con una revuelta familiar en contra del vegetal comandada por mis hermanas y apoyada en la retaguardia por mi mamá (yo, la verdad, es que me quedé oyendo todo desde el otro lado de la madera, a buen resguardo en mi cuarto, decidido a arriesgar mi pellejo en otra oportunidad). Se oían llantos, había súplicas, se escuchaba por montones la palabra “injusticia”, llovía un coro de voces agudas que finalmente se calmaron cuando el oso rugió: “¡Coño, basta, vayan a comprarse su árbol del carajo, no joda, chica!”. Y allí yo abrí la puerta porque las mujeres no iban a poder ellas solas con ese pino.

Era tal la euforia por la victoria alcanzada que creo que, en ese trayecto que duraba unos tres minutos, me dejaron ir en el puesto del copiloto mientras ellas iban como unas guacharacas cantando atrás. La alegría se trocó en preocupación cuando llegamos a la venta de pinos. Quedaban dos pinos, uno a 20 que le quedaban más o menos unos 20 minutos de vida (el pana estaba absolutamente desgreñado y marchito), el otro costaba 50 y no estaba en malas condiciones… pero era un árbol. Un árbol como de 3 metros de altura y dos de gordura. Era el pino canadiense más grande de Ontario. Una cosa que tú dices: “¿y cómo coño vamos a meter este bichot por la puerta de la casa?”.

Pero el vendedor estaba tan desesperado por salir del pino y desmontar su toldo y su letrero para irse a celebrar ya el año nuevo que nos hizo otro descuento, nos ayudó a subir al arbolote sobre el techo del Coronet, lo amarró con un mecate y hasta nos empujó el carro por la bajada para que pudiera arrancar con el peso extra. Dos kilómetros eternos duró el regreso a casa en los que no pasamos de los 10 kph, en los que el pino se fue arrastrando y despelucando contra el asfalto, en los que fuimos dejando una estela verde y aromática por donde pasamos. No tengo idea de cómo bajamos el pino del techo ni mucho menos cómo lo logramos subir hasta la sala, lo único que sé es que mi papá no nos ayudó ni en un solo centímetro ni con un mísero gramo. Dicen que la adrenalina hace cosas prodigiosas en momentos de angustia, pero quién sabe.

Sin embargo, el verdadero problema comenzó cuando quisimos meter al pino en su base para lograrlo poner de pie. Ninguno había reparado en el detallazo de que el tipo nos había vendido un pino cuyo tronco terminaba en una estaca. Era como una lanza prehistórica, gruesa, mal tallada, puntiaguda. No había manera de que aquello se mantuviera en posición vertical, contradecía todas las reglas de la física más elemental. Necesitábamos un hacha, una sierra, algo para convertir aquella lanza de cavernícola en una superficie plana que pudiera sostener en buen equilibrio al pino. Y entonces yo, preso de un ataque de máxima autoconfianza –tengan cuidado con los excesos de confianza, son peligrosísimos- les dije a mis mujeres: “Tranquilas que ya vengo con un machete”. Y me fui a casa de Tita, la vecina, cuyo tucán amazónico yo había asesinado años atrás (homicidio culposo, claro, yo sólo quería compartir mi helado morocho de uva y el tipo se lo comió entero de un bocado), pero Tita no sospechaba nada de todo esto, para ella su tucán había muerto por extrañas causas naturales y yo era simplemente el vecinito que necesitaba un machete para arreglar un asunto con las hermanas y lo devolvía ya.

Regresé a casa con el machete (antes podé algunas matas del jardín y descabecé a un par de rosas de un tajo) y cuando entré a la sala donde estaba el pino acostado sobre el suelo le dije a Amanda con voz de mando: “Agárralo bien para que no se mueva” y acto seguido he lanzado, como un verdugo medieval, el machetazo más enérgico y convencido de mi vida, una cosa hermosa y limpia que silbó por los aires, les peinó las pollinas a mis hermanas y se ha ido directo contra las baldosas de la sala sin siquiera tocar al pino. Lo pelé, loco, ni siquiera lo rocé al marico pino. Eso sí, doy fe de ello, las baldosas cuando uno las ataca con un machete te dan corrientazos como si fueran anguilas.

Apenas ocurrió “The machete incident”, mi mamá -dama apacible, dulce y correcta como pocas- incapaz de decir groserías, me dijo en ese momento varias (incluso varias que no había escuchado jamás) mientras me arrebataba el machete y me mandaba literalmente a sacar ese pino del carajo de su casa.

Ofendido y desarmado me fui, haciendo caso omiso de la orden materna, a buscar refugio donde mi papá que estaba leyendo un libraco como de 1000 páginas con los lentes en la punta de la nariz. Me miró por encima del marco de los anteojos y me hizo saber que estaba de cabeza en su estatus “no hablo con muchachos pendejos, por lo menos, hasta el año que viene”. Cuando me cansé de que el vegetal me ignorara de manera tan campante me fui de nuevo a la sala a ver qué había sido de la suerte del arbolote. Para mi sorpresa encontré a mis dos hermanas provistas cada una con un cuchillo para pan, de esos con sierrita y mango de madera, limando las últimas protuberancias de la base del pino. Entendí entonces que aquello de “más vale maña que fuerza” lo inventó una mujer y no había dejado de tener razón en siglos.

“A la cuenta de tres lo subimos entre los tres” dijo Amanda cuando acabó de ponerle la base al pino todavía horizontalizado. Y a la cuenta de tres –hoy estoy seguro que es la razón por la que cada uno de nosotros mide 5 centímetros menos de lo que debería- logramos alzar al pino hasta empotrarlo entre el suelo y el techo.

Amigos, aquello era como Atlas soportando la bóveda celeste. El pino estaba literalmente encajado contra el rincón, clavado entre el piso y el techo. No sólo habíamos logrado meter al pino de navidad en la sala, es que habíamos logrado una manera de que no pudieran sacarlo jamás. Una lástima que no le cabía ya la estrellita de la punta, era imposible, sobre todo porque la punta del pino había quedado doblada contra el techo, ese loco estaba sentenciado a morir de tortícolis.

Recibimos el año nuevo finalmente con arbolito de navidad. Igual que el día de reyes. Igual que el 31 de enero. Y casi logramos que aguantara hasta el 20 de febrero para el cumpleaños La Negra. No, no fue por desidia ni por flojera, es que no había fuerza humana que sacara a ese pino de allí donde lo habíamos empotrado. Salió por propia voluntad a mediados de febrero, cuando estaba tan marchito que empezó a descalabrarse espontáneamente. Fue soltando hojas, ramas, pedazos de corteza, fue perdiendo masa como los viejitos hasta que se desplomó.

A aquel inolvidable primer arbolito navideño lo sacamos con apoyo del jardinero y lo pusimos recostado contra el cerro de la casa, atrás en el jardín, esperando que alguien viniera a cortarlo y llevárselo (con la ayuda de dos camiones). Yo iba visitarlo todas las tardes, a la llegada del colegio, y le lanzaba un fósforo o dos o tres. Ardía ese pino que era una belleza, yo creo que siempre me gustó más así echando fuego que cuando estaba verde. Cierta tarde probé con siete fósforos a la vez, abrazados entre todos y con una súper cabeza múltiple rojísima; esa vez no le pude apagar las llamas ni con agua ni con los pies y tuvieron que venir los bomberos; pero ya era tarde, sobre todo para el caney de paja que se había hecho el vecino, pero esa es otra historia que ya les conté.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Tragedia del arbolito, Episodio II: Pascuita


Esa tarde de diciembre mi papá llegó especialmente eufórico a casa y, desanudándose el nudo de la corbata celeste combinada a la perfección con un traje del mismo color, gritó desde la puerta: “Tengo un amigo botánico de la universidad que me dice que la Pascuita es el verdadero arbolito de navidad venezolano”.
Y a nosotros cuatro, a pesar de que no teníamos la menor idea de lo que era una Pascuita (la ignorancia es feliz, dicen), ya la idea nos sonó bastante mal. Terrible.
24 horas más tarde estábamos subidos los cinco en el Dodge Coronet verde oliva, rumbo a la Universidad Simón Bolívar, mamá al volante, papá cantando y tamborileando los dedos contra el marco de la puerta del copiloto, mis hermanas flanqueándome -Amanda a mi derecha y la Negra a mi izquierda-. Yo iba atrás y en el medio, como siempre (porque cuando uno es el menor y el único varón cae inmediatamente y sin derecho a pataleo en la categoría “pendejo al que hay que someter hasta que sea más fuerte que nosotras”), haciendo precario equilibrio para mantenerme en mi puestico y sin espacio para las piernas (quién habrá diseñado el turullo ése que tienen los carros para que nadie se pueda sentar en el centro del asiento de atrás) y maquinando cómo algún día, cuando fuera más grande, iba a dar un golpe de estado y nunca más iban a condenarme al puesto del medio y entonces mis hermanas se iban a tener que turnar a ver quién le tocaba ese infiernito central y además no les iba a permitir que pusieran las piernas de mi lado, se me echan para allá las dos que no cabemos y mosca que yo pego duro…
Y en eso, cuando estaba terminando de darle los toques finales a mi plan para el golpe de estado fraternal (una cosa bellísima donde hasta estaba calculando exactamente la cantidad de centímetros a los que iba a reducir a mis dos hermanas), mi papá interrumpió con una exclamación: “Allí está el profesor Aristiguieta con nuestra Pascuita”. Y, acto seguido, mirando en la dirección en la que apuntaba el índice del vegetal, vemos a un pana con pinta de botánico, el prototipo del botánico de la Simón Bolívar, vestido de botánico, con barba y anteojos de botánico, que sostiene como a una novia a un arbusto verde con flores amarillas, una cosa triste y raquítica (el arbusto, el botánico no tanto), doblada como un flaco al que le acaban de caer a coñazos entre cuatro. Y el vegetal se baja del carro, abraza a su compinche con mutuas palmadas en la espalda, le da las instrucciones para que meta a esa cosa llamada Pascuita en la maleta de nuestro Coronet verde oliva, gracias, feliz navidad, y nos vamos a casa con ese cadáver encerrado atrás.
El vegetal iba por esas curvas que no cabía de contento. Desde el puesto del copiloto el tipo iba dictando una clase magistral disparada contra el parabrisas sobre todo lo que su amigote el botánico le había enseñado sobre la Pascuita; que su nombre científico era el Euphorbia leucocephala (qué fuerte, tengo varias neuronas cautivas aferradas a ese recuerdo), que era un arbusto que alcanzaba los 2 metros de altura, que florecía de blanco o amarillo por la época de navidad, que tú lo pintabas de blanco utilizando una mezcla de no sé qué vaina con otra vaina (la receta la llevaba en el bolsillo delantero de la camisa, dobladita en cuatro, escrita con la letra del botánico) y que cuando la tenías ya pintada la sembrabas en una maceta y le colgabas las bolas de navidad y las luces del arbolito. Como si fuera un pino, pero criollo.
Mientras tanto nosotros, allá atrás, estábamos asfixiados por el inconfundible olor de la maleza. Aquella vaina era monte, del que pica, del que da urticaria, del que te entra por la nariz y te llena de pelitos que comienzan a irritarte la nariz, el cerebro, la garganta, las piernas, la barriga. Coño de la madre, lo que llevábamos eran dos metros de pica-pica comprimidos en la maleta.
Llegamos a casa y entonces mi papá dijo: “Vamos a armar el arbolito de navidad”.
Tengo que hacer un paréntesis en este momento para una aclaratoria: las primeras personas del plural de mi papá eran las construcciones verbales más curiosas que se hayan conocido en la historia de este idioma. “Vamos a armar el arbolito” significaba que él se iba a buscar un taburete de la cocina, se iba a sentar en medio de la sala y desde allí –brazos cruzados sobre la barriga o reposando contra los muslos- iba a girar todas las instrucciones para que nosotros las ejecutáramos al pie de la letra. Es decir: él conjugaba todos los verbos en nosotros pero las acciones las hacen ustedes, los demás.
“Vamos a quitarles las hojas secas a la Pascuita” (que eran como el 90%). “Vamos a recogerlas en esta bolsa negra y vamos a sacarlas a la basura” (yo les arrimo con la punta del pie la bolsa negra, no se preocupen, mira, se te están quedando varias hojitas allí debajo de la mesa del televisor, agáchate bien, chico, flojo trabaja doble). “Vamos a ir preparando la mezcla para pintarla” (Margot, ponle más harina y bájale el fuego y remueve con cuchara de palo y ahora haz algo para que se enfríe rápido). “Vamos a pintarla con la brocha” (Esa no, la otra que es más delgada. Así no, chico, de arriba para abajo, lento, con cuidado, coño estás llenando todo el piso de pintura ¡te estoy diciendo que así!). “Vamos a sembrarla en la maceta” (si cargan la bolsa entre todos es más fácil y no hacemos tanto reguero, ¿no?). “Y ahora le ponemos las bolitas y las luces” (Negrín, póngame esa que es azul más arriba y a la izquierda, más arriba, sí, chica, ahí. Vamos, Popiet, ahora con las luces, más arriba, más arriba, dale la vuelta, otra más, muévete, chico, móntate en un taburete y ayuda a tu hermana). “¿Vieron qué bonito nos quedó nuestro arbolito criollo?”.
Pero la verdad es que aquella vaina era lo más cercano a un perro callejero disfrazado con smoking. Era como una mantis religiosa pero en liquilique. Además, olía a maleza. Como si la casa hubiera sido súbitamente invadida por los matorrales, las enredaderas y las alimañas después de varios años de abandono. Y además nos picaba todo, aquello era un festival de mocos y estornudos y pieles irritadas y ganas de lanzarse en una piscina.
Pasamos toda la noche a punta de antialérgico y conatos de asma. Al día siguiente la Pascuita amaneció con lumbago. O con apendicitis. Estaba doblada por la mitad, como tocándose el hígado, con todas las ramas apuntando al suelo. No aguantó ni un día. Creo que ni siquiera supo lo que era llevar las luces prendidas (nadie quiso encendérselas, la verdad). Lo único que la mantenía en pie era la maceta enorme en la que estaba clavada hasta las rodillas.
“Chico, esta vaina como que se marchitó”, me dijo el vegetal. “Ayúdame a sacarla para que se la lleve el aseo”. Y, claro, ya sabemos cómo se conjuga y cómo se ejecuta eso.
Cuando mis hermanas y mi mamá se levantaron y vieron el cadáver de la Pascuita sobre la acera, lista para ser llevada a su última morada, había algo en sus ojos parecido un montón al alivio. Yo diría que a la felicidad. Perdimos pero ganamos.
No sé cómo funciona la memoria. Cómo es que, a veces, ese recuerdo de algo que nos indignó acaba convertido en una cosa entrañable, en melancolía de la sabrosa o en carcajada. Esos misterios por los que uno acaba reconociéndose, sobre todo, en las cicatrices. Quién sabe por qué voltereta mágica del destino uno termina oyendo la palabra Pascuita y se le detona la risa al tiempo que nerviosamente necesita rascarse la base del cuello.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Tragedia del arbolito (Episodio I)


Por alguna extraña razón, que aún no nos queda clara, lo del arbolito de navidad fue siempre un punto de honor para papá: En esta casa no se pone esa vaina, chico, punto.


De manera que todos los diciembres se desataba religiosamente una batalla silenciosa por el arbolito, una guerra de cuatro contra uno, todos unidos contra mi papá: este año sí que vamos a montar el árbol de navidad en casa, a lo que el viejo se cruzaba de brazos sobre la barriga y decía: a que este año tampoco.


Fue una guerra en la que papá nos revolcó navidad tras navidad.


I

El capítulo I de esta tragedia navideña comienza con mi primo Luisito -sin camisa y con cuatro panas melenudos- montado en la parte de atrás de una camioneta pick-up llena hasta el tope de pinos canadienses. Luisito vivía a tres casas de la nuestra y había decidido financiarse su propio niño Jesús (y el de sus amigotes) vendiéndole a todo el vecindario los pinos para hacer arbolitos navideños –una costumbre misteriosamente venezolana-. Luisito tocó al timbre de nuestra casa y nosotros salimos a ver aquella esperanza verde que se desbordaba por todos los costados de la camioneta. Mi papá salió a recibirlo y nosotros le seguimos un metro más atrás:


-Bendición, tío… mire, que estoy vendiendo pinos canadienses a 100 bolos, pero yo a usted le hago un precio especial de familia.


Nosotros, como cachorros agazapado detrás del papá oso, le dimos gracias mentales a Tía Clemencia (la mamá de Luisito) por haber traído al mundo a semejante prodigio, le dimos gracias también a quien quiera haya sido el que inventó el concepto de familia, hicimos una ola subatómica sin que se nos moviera un músculo, se nos sudaron las manos y se nos cortó el aliento. Era imposible que papá le dijera a su sobrino que no. Habíamos ganado la guerra gracias al primo.


-No, gracias, hijo. En esta casa ponemos el pesebre solamente, no nos gusta el arbolito.


Eso dijo el vegetal: No gracias, aquí no nos gusta el arbolito.


Mamá bajó la cabeza, mis hermanas indignadas se fueron a encerrar en su cuarto y yo me quedé, de puro masoquista, a ver cómo se alejaba la felicidad verde calle arriba, bajo la mirada aprobatoria de papá y su sonrisa satisfecha por la misión cumplida.


Ese año los amiguetes del colegio me convencieron de que sus arbolitos, los que tenían montados y adornados en la sala de su casa, venían nevados con nieve natural canadiense, que medían ocho metros sin contar la estrella de la punta, que todo en sus casas olía a pino (mira, huéleme el pelo para que veas), que cuando les encendían las luces al arbolito se tenían que tapar los ojos del encandilamiento, que sus papás eran dueños de una hacienda en Canadá del tamaño de Venezuela que producía pinos y pinos y pinos, y que si yo quería llamaban ya a sus papás para que se pusiera de acuerdo con el mío y le trajeran 10 pinos en una avioneta privada, cada uno con dos canadienses enanos para ayudar a cargarlo.


Y yo les dije: no, tranquilos, no hace falta. Nosotros ya hace rato que montamos el arbolito… uno un pelo más chiquito, como de 8 metros pero con la estrella incluida.


Cuando ya era 29 de diciembre y no tenía sentido alguno comprar el pino del carajo, mi papá se conmovió un par de milímetros -creo que gracias a la tristeza que exudaban mis hermanas- y me dijo en un susurro: Chamo, baja a casa de tu tía Clemencia y pregúntale a Luisito en cuánto nos vende un pino de esos que tenía el otro día.


Yo pegué un salto del tamaño de tres casas y cuando aparecí en la reja de Tía Clemencia me encontré a Luisito, con sus cuatro panas descamisados y melenudos, tomando cervezas en el jardín. Tragué grueso –a los 9 años, la gente de 18 son gigantes que intimidan un montón-, puse la voz lo más gruesa que pude y solté una frase en la que se me fue el alma:


-Hola, Luisito… mira, que me mandan a preguntar que en cuánto nos dejas un pinito de navidad…


A lo que Luisito, con una sonrisa de medio lado compartida con los amigotes, contestó (sin abrir casi la boca) una cosa que sonaba así:


-No-ueon-io-vendt-tzsa-vain


Y se cagaron de risa.


Yo entonces entendí, en medio de la frustración y con las únicas dos neuronas que la vergüenza me había dejado en pie, que “No-ueon-io-vendt-tzsa-vain” significaba “No, huevón, yo vendí toda esa vaina”.


Regresé a casa cabitabundo y medisbajo (que las neuronas, insisto, se me habían chamuscado en descifrarle la jerga a Luisito), con las manos en los bolsillos y pateando la latita.


Mamá y las muchachas me esperaban en la escalera jurando que yo era portador de buenas nuevas. Apenas me vieron se dieron cuenta de que este año -tampoco y una vez más-, iba a haber arbolito en casa.


-¿Y qué pasó con el pino, le preguntaste a Luisito?- preguntó mi papá que era el único capaz de articular palabra.


-Nada, me dijo que él había vendt-tzsa-vain.


Todavía hoy, a veces, me despierto en medio de la madrugada y, sin ninguna razón aparente, lo único que se me viene a la mente es “io-vendt-tzsa-vain”.


miércoles, 17 de noviembre de 2010

Errol Morris, la magia de saber freír huevos


Dice la promoción que rota en ese oasis de canal por cable llamado Max, que el estadounidense Errol Morris está considerado entre los diez cineastas más importantes del mundo. No sé de dónde viene la estadística ni quiénes son los dueños del canon de ese top ten de los cineastas más importantes del planeta, sólo sé que por fin estoy de acuerdo. Morris es un mago. Errol Morris es para el cine documental lo que Zidane es para el fútbol.

Errol Morris hace películas con la gracia de quien pone a freír un huevo hasta su punto preciso y precioso de cocción. Con una sencillez tal que le hace pensar a uno que hacer un documental es así de simple, así de facilito. Es de esos magos que le transmiten a uno las ganas de inventarse sus propios trucos, creyendo que si uno los imita les pueden salir igual de bien las maromas, cosa que –para ser honestos- no sucede prácticamente jamás.

Standard Operating Procedure es la última película de Morris. Una gema que se adentra -con la sencillez y la mordacidad que le caracterizan- en esos eventos abominables de Abu Ghraib, aquella cárcel en Iraq donde los soldados norteamericanos se dieron a la tarea de tomarse fotos mientras torturaban y humillaban a sus prisioneros de guerra iraquíes.

Morris va desnudando con sutiliza este monumento titánico a la crueldad y la estupidez. Deja que cada uno de sus entrevistados se ahorque con su propia lengua y se pisen sus propios testículos con toda la pesadez de sus botas militares.

Gilles Lipovestky sostiene que el gran síntoma de nuestros tiempos es contar nuestras vidas como si se tratara de una película épica, todo está traducido en los códigos de Hollywood. La gente cuenta sus experiencias como si se tratara de un guión cinematográfico y al final, por más que se empeñen en vendernos sus vivencias como grandes cosotas, nos suele quedar la sensación de que no hay película, que no hay viaje del héroe y que ni siquiera hay héroe (muy al contrario, eso no deberías contarlo porque es patético y da pena). Exactamente eso pasa con los entrevistados de Standard Operating Procedure, se creen protagonistas de un drama contado en clave de epopeya que resulta una soberana mamarrachada.

Los hay los que se victimizan y confiesan (con su cara de palo en primer plano): “yo simplemente cumplía las órdenes de un sargento malvado que me obligaba a hacer eso para saber dónde estaba escondido Saddam Hussein y así ponerle fin a la guerra”. Y Morris, mientras tanto, nos coloca en pantalla la fotografía del miserable que habla, el mismo cretino con unos añitos menos, que con una sonrisa enorme le lanza un perro a un prisionero árabe. Hay otra entrevistada que asegura que le tendieron una trampa, que eran bromitas inofensivas sólo para el consumo interno, que se suponía que eso no saldría jamás del petit comité de soldados gozones; y mientras su voz quejicosa se escucha de fondo vemos a la muchacha con el pelo al ras y con sus 21 añitos, sosteniendo la cadena con la que tiene atado a un iraquí como si fuera un perro. Luego, en otra imagen, la vemos a la misma chiquita –cigarro en boca- burlándose del pene de otro prisionero mientras lo obliga a masturbarse. Hay otro soldado, metido de cabeza en su papel del policía bueno, que dice que gracias a él los prisioneros no sufrieron más, porque tuvo la gentileza de quitarles las esposas antes de ordenarlos en la pirámide humana de cuerpos desnudos.









Hay otra señorita, que de no ser tan patética estaría bueno hacerle la ola, que sostiene durante los 90 minutos de documental, que ella estaba tomando las fotos y se dejaba tomar fotos, porque quería dejar constancia de que la tortura existía y que era digna de rechazo: “Yo sabía que nadie entendería que mis intenciones eran las de mostrar esto al mundo, tuve que actuar para que estos hechos repudiables no se repitieran jamás”. Definitivamente el mundo está lleno de chavistas que ni lo sospechan, chavistas que lo son de corazón sin tener idea de qué es ser chavista. Farsantes que juran que sus interlocutores son una cuerda de idiotas que se creen esos cuentotes sacados de la chistera con el esfuerzo de un par de neuronas mal puestas en acción.




Al final, todos concuerdan en que la bulla es más que la cabuya. Que algunas cosas de las que hicieron no son más que Procedimientos Operativos Estándar (de allí el nombre del film), en pocas palabras, que así hacemos las cosas y no es un crimen convertir a un preso de guerra en arbolito de navidad con electricidad y todo para que se le enciendan las luces.

Mientras tanto, al mismo tiempo que los carceleros estadounidenses de Abu Ghraib se la pasaban bomba torturando y humillando a los prisioneros iraquíes, otro grupo de soldados destinados a operaciones en el desierto se topaba, por puro golpe de suerte, a Hussein escondido en una finca cerca del río Tigris. Tocaron a la puerta, les abrió el mismo Saddam y les dijo: “Soy Saddam Hussein, líder del pueblo de Iraq, éste es mi pueblo y todas las casas de mi pueblo son la mía. Tengo hambre así que me voy a preparar un huevo” (sí, es verdad, todos estos payasos trágicos por lo visto han sido poseídos por el mismo espíritu burlón y lo único que los diferencia es que tienen más o menos bigote). Entonces Hussein se va a la cocina y se prepara un huevo frito, uno solo, antes de ser puesto bajo arresto, asunto que Morris resuelve en una secuencia gloriosa donde se limita a filmar en contrapicado a un huevo friéndose sobre una sartén transparente. Palabra que es el huevo frito más elocuente y hermoso que nadie haya registrado en película jamás.

No quisiera arruinarles el final de la película, de verdad que no tiene desperdicio y bien vale la pena dedicarle dos horas de la vida, pero no puedo dejar de mencionar algo que ocurre al final, cuando Errol Morris les pregunta a sus entrevistados qué cambiarían de sus vidas, y uno de ellos, el oficial con más alto rango entre los torturadores, con solemnidad y mirada reflexiva perdida en el horizonte dice:

-Te juro por Dios que no lo sé, por más que lo pienso no encuentro nada que cambiaría.


martes, 9 de noviembre de 2010

Bono, el impostor


A mi Claire le habían comentado que los alebrijes del Paseo de la Reforma iban a estar buenos el día de los muertos. Entonces tomamos un taxi y nos dejó en la esquina, cerca del ángel, y desde ese punto podíamos ver la cuadra entera llena de alebrijes de lado y lado. Los alebrijes, nos explicó Vanessa, son unas criaturas fantásticas hechas de papel, cartón y retazos de madera, pintadas de colores vivísimos, una mezcla de varios animales o de personas con animales, son como quimeras pero a la mexicana.

Empezamos a caminar por la acera de la derecha y había algunos alebrijes delirantes de hasta cuatro metros de envergadura, hechos con un cariño y una paciencia que tampoco parecen de este mundo. Los había de demonios con caballo, con pájaro y con oruga, o de jaguares con mariposa; de águilas mezcladas con pingüino y delfín. Los había que daban ganas de abrazarlos o llevárselos a la familia (mira esta cosita de 3 metros que te traje para que la pongas en la sala), había los que daban miedo, los que daban risa con susto. Había otros, a decir verdad, que daban pena y que los pudimos haber hecho perfectamente mi compadre Alfredo Meza y yo –los peores estudiantes de artes gráficas y los más nefastos directores de arte que hayan caminado alguna vez por los pasillos de la Universidad Católica-. Y, tristemente, había también un montón de alebrijes que se olvidaron de ser criaturas fantásticas para convertirse en homenajes desfigurados de Zapata, Pancho Villa, Morelos o Porfirio Díaz. Qué cosa rara, una manía similar a la que tenemos los venezolanos de convertirlo casi todo en una representación de Bolívar, de Chávez o de la nefasta corte santera de Negros Primeros, Marías Lionzas y Caciques Guaicaipuros. Digamos que la misma enfermedad pero con otros síntomas.

Cuando terminamos de recorrer la primera cuadra, después de haber visto a un centenar de alebrijes de toda calaña, teníamos la lengua afuera pero aún nos faltaba la otra mitad. Habíamos visto ya al alebrije ganador del segundo premio, al alebrije premio del público, un par de alebrijes mención especial, pero nos faltaba el ganador que seguro estaba en la otra acera y seguro era el último de la hilera caminando de aquí para allá. Claire y Aída dijeron qué va, vayan ustedes, nosotras nos quedamos en este banquito bajo la sombra. Yo me fui con Vanessa, María Fernanda y Barbarita (quien tiene otro nombre pero no le gusta y no lo puedo ni nombrar) a la caza del mejor alebrije del mundo. Y cuando íbamos por el número 279, o así, nos chocamos con una multitud aglomerada alrededor de uno y nosotros dijimos por fin, éste es, debe ser una maravilla; pero entonces nos dimos cuenta de que algo raro pasaba, que la gente no se amontonaba por el alebrije, que lo que les llamaba la atención era algo más terrenal y que estaba más a la altura del suelo. Y Vanessa entonces gritó: ¡Coño, mira a Bono!




Bono, marico, era Bono. Gordo, viejo, vuelto leña, con la cara marcada por el acné, pero con los anteojos de cristales de colores de Bono, vestido de negro Bono, con los mismos zarcillos y el mismo pelo de alguien que alguna vez coqueteó con ser punk y lo intenta llevar con cierta dignidad a pesar de que el tiempo lo cura y lo arruina todo. Bono en persona. Bono tomándole fotos a los alebrijes, Bono tomándose fotos con la gente, Bono con un par de gorilas que lo ayudaban a respirar por encima de la masa enfebrecida. Y uno en ese momento –hay que asumirlo con hidalguía- se convierte en eso que Ortega y Gasset llamaba “el hombre masa”. Repentinamente el conteo de neuronas se te va al piso y lo único que quieres es tener una cámara en la mano y un teléfono para decirle a todos los pendejos que no están: Panita, estoy con Bono. Tu vida entera se reduce a la necesidad –y a la necedad- de que quede constancia de que te acabas de encontrar en mitad de la calle y estás al alcance de un brazo estirado de uno de los 5 carajos más famosos del planeta. Más que Pelé, más que la Cocacola. Bono, el único, el original, el de U2.

Le tomamos varias fotos a Bono, le mandamos mensajes a un gentío (nadie nos creyó, claro, porque las cosas buenas y sorprendentes nunca le pasan a uno, sólo a los demás). Bono nos tomó fotos, se tomó fotos con la turba de mujeres y hombres masa y hubo hasta gente que le decía: Thank you, big fan, you are amazing, I love you y tal.

Al día siguiente, temprano en la oficina, le contamos a todo el mundo –apenas nos preguntaban qué tal ayer, cómo pasaron el día de los muertos-: Marico, vimos a Bono, estuvimos con Bono, somos panas de Bono, ustedes no se imaginan que Bono, ahora mismo, anda como cualquier güevón de a pie por las calles de esta ciudad. A lo que nos respondieron: ¡Ja! Ese no es Bono, es un impostor que se hace pasar por Bono, todo el mundo lo ha visto y todo el mundo lo sabe.

Hagamos una pausa para que puedan ahora ustedes burlarse y reírse.



Muy bien, seguimos…

Hay una película de Harmony Korine protagonizada por el mexicano Diego Luna que se llama Mister Lonely. La cosa va de un tipo que es doble de Michael Jackson; se viste como Jackson, se maquilla y se peina como Jackson, se para en las calles a bailar como Jackson y se gana la vida haciendo el papel de Michael Jackson. Llega un punto en que Michael conoce a Marilyn Monroe (la doble, claro) y se enamora de ella (Michael Jackson no pega una con las mujeres, ni siquiera como doble, cómo coño se le ocurre enamorarse de Marilyn). Bueno, el punto es que Michael se va detrás de Marilyn y ésta lo lleva hasta una isla escondida donde sólo viven los dobles de los famosos, una república independiente donde ya no son tienen que ser más la copia de algún otro sino que por fin pueden vivir como originales y únicos. Ah, el presidente de la isla es Chaplin quién, además de celópata, es esposo de Marilyn. Una belleza, la que le espera a Michael Jackson.

Bueno, a lo que vinimos: todo este vueltón de alebrijes, de días de muertos, de triángulos amorosos entre Michael Jackson, Marilyn Monroe y Chaplin, de Bonos impostores y de fanáticos defraudados, es para avisarles que tenemos un plan benéfico: estamos haciendo una colecta para secuestrar a este grandísimo cabrón que se anda burlando de todos en su propia cara haciéndose pasar por el cantante de U2. Le vamos a quitar los lentes anaranjados, le vamos a pintar el pelo de su tono original, le vamos a quitar las argollas de oro (seguro que son falsas también), le vamos a poner una pinta que ponga en evidencia su papada, su barriga, su verdadero rostro, y –justo después de que cada uno de los que han sido engañados por él le haya propinado un coquito, un lepe o un chicote- lo vamos a subir a una barca con destino a la isla de los dobles, esa misma que gobierna Chaplin con mano de hierro.

Pobrecito Bono, el impostor, no se imagina lo duros que son en esa isla con los farsantes.

jueves, 28 de octubre de 2010

Mi sentido pésame (pero por twitter)


Dar pésames es de las cosas más incómodas que nos pueda tocar en la vida. Es el intento –vano, la más de las veces- de ofrecerle una frase feliz o medianamente reconfortante a alguien que está deshecho por una pérdida reciente. Sí, la verdad es que no hay palabras, por eso muchos optan por un abrazo, por un apretón sentido, un gesto que sólo puede ser acompañado por el silencio.

En una ocasión, hace varios años, murió en un accidente lamentable un amigo del colegio. Llegamos a la funeraria y preguntamos por la capilla donde lo velaban, nos tocó formarnos en la larga fila de gente que deseaba saludar a la madre quien, por supuesto, estaba sonámbula del desgarro; entonces, cuando estaba a punto de tocarnos el turno para darle el pésame a la señora, se le acercó una persona –de esas que gritan más que los demás, de las que lloran más fuerte, de las que necesitan demostrar que el duelo les duele el doble- y le dijo: “¡Ay, no te imaginas lo que me duele esto!” a lo que la madre del amigo respondió: “Sí, claro que lo sé, te duele mucho menos que a mí”.

Yo por eso me quedo callado. Hay que aprender a aprovechar las oportunidades que da la vida para quedarse callado.

Y por eso, me perdonan la resistencia tecnológica, no logro entender –creo que jamás lo lograré- el uso que algunos le suelen dar al facebook y al twitter. No entiendo a la gente que se da pésames por twitter así como tampoco a quienes ventilan públicamente sus bemoles más íntimos en ese espacio en blanco al que invita el facebook con su “qué estás pensando…”. No puedo creer que ahora hasta los presidentes se den el pésame por twitter. Es insólito que la noticia que transmiten los medios internacionales sea que @chavezcandanga haya manifestado su sentido pesar a la Sra. Kirchner por medio de un sentido pésame vía twitter: “@CFKArgentina Ay mi querida Cristina...Cuánto dolor! Qué gran pérdida sufre la Argentina y Nuestra América! Viva Kirchner para siempre!!”.

Me pregunto dónde quedaron aquellas sanas formalidades en las que el gobierno publicaba un comunicado oficial, o aquellos momentos dignos y solemnes en los que el presidente, sabiendo que le tocaba subirse a un avión para hacer acto de presencia en otro país, esperaba a llegar al velorio para dar el abrazo silencioso de rigor y solidarizarse simplemente con su muda presencia.

Me pregunto también qué pasó con aquella sana costumbre en la que, cuando uno se sentía mal por algún problema personal, llamaba -o buscaba directamente- a un familiar o un amigo de esos de verdad y le decía: “coño, chamo, necesito hablar de algo importante… ¿será que nos tomamos una cerveza?”. Y claro, uno entonces se despechaba, decía sinsentidos, ventilaba sus costuras y miserias, se regodeaba en el propio patetismo, todo eso que hoy la gente se empeña en hacer en facebook y por twitter, pero con la sutil diferencia de recordar aquella cosa llamada dignidad, hacerlo a puerta cerrada y con alguien de confianza.

Dar pésames por twitter o declarar por facebook cosas como “estoy deprimido… me quiero suicidar” es un desatino similar a subirse al escritorio en un salón de clases y bailar un tap. Es idéntico a decir una sarta de groserías y de chistes de doble sentido mientras nos tomamos un cafecito a solas con la abuelita de nuestra pareja. Nos estamos acostumbrando a decir idioteces a 140 caracteres o en millones de gigas en el lugar y el momento equivocados. Estamos abusando del derecho de palabra desde una ausencia ruidosa y omnipresente, mientras desaprovechamos las ocasiones de estar allí tan sólo para acompañar en silencio.

Y lo más grave, estamos empeñados en convertir al mundo en un reflejo de esa estupidez.


viernes, 15 de octubre de 2010

Golazos como los de Arcade Fire


Comenzaré esta entrada con una sentencia lapidaria en la que seré irreductible: Arcade Fire es a la música lo que el Barcelona es al fútbol.

Y para argumentar lo que me permite llegar a semejante conclusión, que me tiene tan contento –a veces la felicidad se parece un montón a esa sensación que lo embarga a uno cuando dices: tengo una idea-, primero tengo que hablarles de arepas y mermeladas.

Una vez, siendo muy niño, encontré a mi primo en la cocina untándole mermelada de guayaba a una arepa recién sacada del horno. Por supuesto que exclamé lo único que podía exclamarse en ese instante: “arepa con mermelada… qué asco”. A lo que mi primo respondió, con la boca llena de masa caliente y fruta confitada: es buenísimo, carajito, si te gusta la arepa y te gusta la mermelada pues te gusta la arepa con mermelada.

Varias décadas más tarde sigo insistiendo en que no pienso probar en mi vida la arepa con mermelada (como tampoco las morcillas en almíbar o los espaguetis con jalea de mango), pero sí quiero tomarme la licencia de hablar de fútbol y música, al mismo tiempo y bajo el mismo principio de que si te gustan ambas cosas por separado pues también te van a gustar juntas.

Como bien saben los que me conocen, he sido fanático del glorioso equipo merengue de Real Madrid desde que tengo uso de razón, cosa de la que algunos amigos muy futboleros y muy cultos y comprometidos me han tratado de convencer de que es un despropósito. Que es un equipo de fascistas, de franquistas, de gente de derecha abominable a la que le crece el mismo bigote que a José María Aznar o a Mariano Rajoy. Que la gente con verdadera amplitud moral y mental le tiene que hinchar al Barcelona y vestir la blaugrana. Pero les aseguro que es más fuerte que yo: no puedo irle al Barcelona, lo he intentado, lo juro, pero estoy genética y culturalmente impedido. Siempre acabo yendo por el otro equipo, sea cual sea y siempre acabo derrotado por mi indomesticable necedad.

Sin embargo, nadie puede ser tan mezquino como para no reconocer que el Barcelona de hoy (el de Guardiola –a quien he detestado tanto mi vida entera- con Puyol, Xavi, Iniesta, Dani Alves, Piqué, Busquet, Pedro y ese prodigio de todos los prodigios llamado Lionel Messi) es el equipo que más placer da ver jugar en el mundo. Que uno no tiene otra opción que bajar los brazos y asentir y decir -en voz alta o mascullando- bellezas al estilo de: el coño de su madre, qué buenos son estos hijos de puta.

Ahora vamos con la música, particularmente con Arcade Fire. Me gustaban, hasta el miércoles pasado, me gustaban. Me parecían buenos, un grupo en plena cresta de la ola, con un toque de esa magia que tienen las bandas canadienses del siglo XXI, ocho o más locos pegando brincos en una tarima, haciendo esas canciones delirantes y perfectas a medio camino entre lo triste, lo desesperado, lo eufórico, lo entrañable, lo histérico, como si se pudieran cantar tonadas tristes y ser punks al mismo tiempo.

Insisto, a mí me gustaba Arcade Fire. Era un gusto comedido, educado, político; como decir que a uno le gusta el Atlético de Madrid o el Bilbao o el Sevilla; que si no está jugando el Madrid pues tú puedes irle a ellos y hasta te entretienen. Arcade Fire estaba bien, a falta de otros que me gustaban más pero que estoy condenado a no verlos en directo jamás. Y entonces nos lanzamos a ese concierto del miércoles y nos fuimos en metro hasta el Palacio de los Deportes (yo creo que de aquí salió lo de mezclar deporte con música, la culpa siempre es de la vida o de los demás) y nos tocaron unos asientos reguleros, pegados al lateral de la tarima, casi en la última hilera de sillas junto a la barra de seguridad. Sin embargo estaban ellos cerca, como a diez metros, vistos siempre de perfil. Y yo dije: bueno, qué carajo, igual estos locos tampoco es que me fascinan, son buenos pero tampoco tanto…

Puyol sale desde la defensa y se la toca Xavi, Xavi se la pasa a Iniesta, dribla Iniesta y le hace un túnel a un rival, se la pasa de taco de nuevo a Xavi, Xavi se gira sobre su propio eje y deja que dos defensas pasen de largo, se la toca a Piqué y éste se lanza en vertical dejando regados a cuatro más por el camino, le hace un pase con precisión de bisturí a Dani Alves que se proyecta por la punta, se dispara por la línea lateral y cuando la pelota parece rebasar la línea final se la centra a Messi que la baja de pecho en el punto penal, la domina, hace un sombrerito a tres defensas, salta para esquivar las patadas a los tobillos, la vuelve a dominar pegadita al pie, gambetea, espera la salida del arquero, la cucharea para hacerle una vaselina al portero que se le lanza como un tigre, la pelota sale proyectada en arco perfecto hacia la línea de gol… maldita sea, Messi, por favor que sea gol.

Porque es tan bonito, es tan lírico, es el fútbol vuelto poesía y hecho música y uno no tiene otra opción que caer rendido y desear que toda esa belleza sea recompensada con el gol. Un golazo aunque sea en contra.

Y yo nunca he visto que los canadienses jueguen bien al fútbol, pero entonces salieron los ocho locos de Arcade Fire a saltar sobre la tarima del Palacio de los Deportes, y por momentos fueron nueve y por momentos diez o doce y en un momento éramos cinco mil. Cinco mil locos contagiados por la misma adrenalina, por la misma vibra positiva, un camión desbordado de adrenalina, tocaron y tocamos, tocaron todos de todo y nos juntamos y rugimos y cantamos y nos abrazamos como si entre todos hubiéramos acabado de meter el golazo más bonito de la historia.

¿Ya lo ven? Arcade Fire es a la música lo que el Barcelona es al fútbol. Y uno se sorprende cuando se descubre relamiéndose los bigotes porque las arepas con mermelada, a veces, sólo a veces, están realmente deliciosas.



lunes, 27 de septiembre de 2010

Bróder: 52




Rita, quien es todo corazón y amiga de las causas imposibles, se ha empeñado en enseñarle matemáticas a Bróder, el perro del vecino, un híbrido de algo que nos imaginamos se originó con el desafortunado cruce de un pitbull con un cachicamo y que –por culpa de una crianza donde sospechamos recibió poco cariño y mucho palo- durante más de una década ha ejercido como azote de la cuadra. Sin embargo, el pobre Bróder, poco a poco (aunque bastante aceleradamente en los últimos tiempos), ha ido perdiendo los dientes, el olfato, el oído –que nunca le sobró- y el poder de intimidación. Sigue igualito de gruñón y ladra a tiempo completo pero ya no asusta a nadie ni lo toman en serio. Se va quedando amargado y solo en su delirio. Dentro de poco no lo van a querer ni las pulgas, ni siquiera los parásitos que por años le han vivido.


Esta mañana, mientras les barría el patio y les ponía agua fresca a los perros, escuché cómo Rita le daba una clase magistral de aritmética a Bróder a través de la reja.


-Bróder, yo no sé de dónde sacas tú esas matemáticas chimbas, pero sí te digo algo, aunque a ti tus cuentas te den que 48 es más que 52, tú en el fondo sabes que eso es mentira. Que ni siquiera tomando 48 de los 300 espartanos de Leónidas esos suman más que 52. Porque 52 son esos mismos 48 espartanos más los 4 fantásticos de refuerzo. Y contra eso, digas lo que digas, tú pierdes.


-Bróder, mi número favorito es el 52. Porque yo fui madre una vez y tuve 7 cachorros: 5 hembras y 2 machos. Eran 5 y 2, pero cuando pasaron 10 semanas y yo seguía amamantándolos te juro que se sentía que había parido 52.


-52 es un número hermoso, Bróder. Está lleno de referencias ancestrales: porque si, por ejemplo, tú sumas los ladrones de Alí Babá, que son 40, y los pones juntos con los 12 apóstoles, eso te da 52. Y los puedes pintar como Miguel Ángel en La última cena pero te saldría un cuadro anchísimo.


-Ayer, Bróder, sin ir más lejos, fue 26. Pero fue un día importante, inolvidable, de esos que acaban siendo el doble de intensos y que deberían valer por dos. Y mira tú: 26 x 2 = 52.


-Es un número místico el 52, Bróder. Mira, yo tengo 6 años en edad de perro, que si los multiplicas por 7 te da mi edad en años humanos que son 42. Y a eso tú lo sumas 10, que son las horas que nos tuvo anoche el CNE esperando para dar los resultados oficiales, y mira: 42 + 10 = 52.


-52 son también las cartas de la baraja, Bróder. Cuando tú las sumas una a una, con todos los palos, los ases, todos los reyes, las reinas, las jotas, los jokers, cuando cuentas hasta la última carta que tienes escondida debajo de la manga, Bróder, eso da 52. Y ya no puedes ponerte a inventar más, las cartas están echadas.


-Supe que anoche no podías dormir, Bróder. Que con los nervios, el disgusto y las cuentas que nada que te cuadran no pegabas el ojo; te doy un consejo: tómate una pastillita y cuenta ovejas. Cuenta ovejitas de colores: blancas, azules, verdes, moradas. De todos los colores menos el rojo, que el rojo te violenta y te irrita y además cuando las sumas no te dan. Cuenta ovejas multicolores que te juro que cuando llegues a 52 ya estás out.


jueves, 23 de septiembre de 2010

En defensa de la música electrónica

Desde hace algún tiempo he venido sintiendo cierta extrañeza (propia y ajena) a la hora de asumir públicamente que me gusta la música electrónica. Es una sensación similar a la del placer culposo o a ligera metedura de pata. Como si uno hubiera acabado de confesar que le gusta provocarse cortaduras con papel en las yemas de los dedos o meter tortugas en el microondas (pero sólo dos minutitos y ya). Inmediatamente en la cara del interlocutor se forma una mueca de desprecio que sale proyectada hacia el propio rostro y lo salpica: “vaya, si hasta me caías bien, lo lamento”.

Hay varios fantasmas que rondan a la música hecha con máquinas y computadoras:

-La escucha sólo la gente de diseño que le gustan las drogas de diseño. En otras palabras: es música plástica hecha con plástico para gente plástica.

-Cualquier imbécil que tenga una computadora llena de ruiditos y con un programa que logre hacer secuencias con los ruiditos se convierte en DJ o músico electrónico.

-La música electrónica es un punchi punchi atorrante que sólo sirve para escucharse mientras se baila en una discoteca o se está en un gimnasio (preferiblemente haciendo aerobics o spinning).

-Hombre que se respeta no oye musiquita hecha con computadoras ni mariconadas de esas (por cierto, algunos vivimos en sociedades donde todavía “marico” sigue siendo un insulto).

-La música electrónica es a la buena música lo que “Crepúsculo” es a la novela gótica.

El punto es que, ante semejante atropello y ante tanta ignorancia, yo necesito plantear algunas cosas:

-La música electrónica es un género tan amplio como el jazz, el rock o la música académica. Quien tenga la inquietud de indagar en ese océano encontrará siempre un tipo de electrónica que le gusta. En eso se parece al cómic, siempre habrá uno que le guste a uno, sólo es cuestión de perder el miedo y ponerse a buscar.

-Las máquinas no tienen la culpa. Quien no tiene talento ni gusto para la música no podrá jamás sacar algo digno de una computadora, como tampoco de una guitarra o un tambor.

-Magníficos artistas plásticos (Carlos Cruz-Diez es uno de ellos) han encontrado en lo digital un medio para expresarse con prodigioso buen gusto, dignidad y alcance. Lo mismo pasa con la literatura y en las artes audiovisuales ¿Por qué condenar a la música a permanecer al margen?

-Me gusta la música electrónica porque allí encuentro los espacios, las atmósferas y las texturas del futuro que no fue. La ciencia ficción, cosa curiosa, más que en ningún otro medio, acabó encontrando su lugar en la música.

-Me gusta también por los puentes que me ha permitido tender con los míos: “Yo sé que no te gusta mucho la electrónica, pero estoy seguro que esto sí te va a gustar”. Y por un accidente sublime uno la pega.

-Cerati (a quien aún estamos esperando que despierte, cuando pase el temblor) decía a principios de los 90 que la música estaba en los cables. Veinte años más tarde, en Canadá, un dúo llamado Crystal Castles fundamenta su música en un principio muy sencillo: ella canta por un micrófono conectado al sampler de él, todo lo que ella canta es manipulado electrónicamente en caliente cada vez que él pisa una tecla. Cerati, tenías razón: la música está en los cables.

-El futuro llegó hace rato y no era lo que esperábamos (como decían los Redondos de Ricotta): los carros no vuelan, las patinetas flotantes de Volver al Futuro ni se asomaron al presente, seguimos en guerra, los niños mueren de hambre, no curamos el cáncer, los ancianos siguen esperando por su pensión en una cola inhumana, el progreso fracasó estrepitosamente y en todos los ámbitos, la Venezuela del siglo XXI se acabó pareciendo un montón a la del siglo XIX (lo mismo pero peor)… y sin embargo, uno se pone los audífonos, sube el volumen y un pedazo del futuro posible vuelve a existir.

-Este domingo, una vez más, será un domingo electoral en Venezuela. Me tocará hacer la cola desde muy temprano y esperar mi turno para votar; cosa que me ha tomado hasta 9 horas, porque las máquinas de votación fallan, porque la gente no sabe bien cómo utilizarlas y tardan el doble o votan mal o porque a alguien le interesa que “esa música no corra por esos cables”. Yo estaré esas 9 horas, o las que toquen, con mis audífonos puestos, empeñado en ponerle la banda sonora al futuro que ojalá esta vez sí que sea el que esperábamos.


viernes, 17 de septiembre de 2010

Por Plutón



La Unión Astronómica Internacional, reunida en Praga el 24 de agosto de 2006, en un momento de hipercordura y paroxismo racionalista, decidió en una sesión memorable (para ellos, porque para el resto de la humanidad debería ser digna de olvido), que Plutón no merecía la categoría de planeta, así que luego de medirlo, pesarlo y compararlo -con ese pulso de quien tiene todos los conocimientos y toda la razón- le rebautizaron con el término de “planeta enano”.

A partir de entonces el sistema solar ya no se compone de los 9 planetas que giran en órbitas concéntricas alrededor del sol, sino que son 8 los planetas más “unos cuerpos celestes trasneptunianos entre los cuales se cuenta Plutón”.

Es decir, para estos Astrónomos (con A mayúscula) que saben tanto de física, de telescopios, de nebulosas y agujeros negros, una persona que hasta ahora había sido considerada “persona” deja de serlo cuando no mide los centímetros estipulados por las normas interplanetarias y cuando no pesa los suficientes kilos. A partir de ese momento del “viejito, qué pena contigo pero no superas la línea roja ni en la altura ni en la balanza”, uno pasa a formar parte de la categoría “persona enana” que sería como una casi persona, una personita o un personoide. Puede que hasta le acaben diciendo “Usted ahora es un ente transpersonal”.

Febrero, si lo miramos bien, no debería ser tampoco un mes como abril o noviembre, es más corto, le faltan dos y hasta tres días, no es más que un miserable mes enano. Es un mesecito, un mesoide cuya masa no es la reglamentaria. Mañana podemos amanecer, luego de una junta de inteligentes, con la noticia de que los meses del año son 11 más un cuerpo transeneriano (un apéndice, una verruga, la simpática prolongación de enero). O a lo mejor deciden repartir equitativamente esos 28 días y se desmiembra al enano para poder nutrir a sus hermanos, los meses de verdad. Tendremos entonces once meses grandes, gordos, robustos, de hasta 34 días. Los almanaques tendrán que ser más grandes (y con más espacio para la publicidad); y la gente dirá cosas como: “Yo nací el 16 de febrero, pero ahora me toca cumplir años el 33 de julio”.

Se podría proponer, en otro evento de sabihondos como el de Praga, que el día más corto del año, por ejemplo si es un lunes que cae el solsticio de invierno este año, sea también considerado un día enano. La semana se compondría entonces de seis días de verdad más un día enano, una prolongación del domingo, un cuerpo transdominical. “Esta comunicación es para notificarles oficialmente que este año no va a haber lunes, así que los domingos serán más largos y lentos y las clases empezarán los martes”.

Alguien me comentaba hace poco que había salido mal en su evaluación de desempeño de la compañía y que no recibiría aumento salarial porque el vicepresidente (que ahora se llaman ViPí Sínior, con una pronunciación que daría envidia a un catedrático de Harvard) en su tabla Excel que lo mide TODO había dictaminado que un buen trabajador es aquel que produce mucho en poco tiempo, independientemente de la calidad de lo producido. Resulta que mi amigo produce cosas muy buenas pero en cantidades promedio. Visto así -gracias por aclararlo a quienes saben tanto- uno es buen escritor si escribe muchos caracteres por minuto y la calidad literaria está determinada en la medida de que al final de la semana haya 200 cuartillas llenas de tinta. Si ese chorrero de letras no dice nada o es una total mamarrachada poco importa, al final todo es un asunto de volumen, de cantidades que den buenos picos en el gráfico, de números gordos, en fin, lo bueno es la capacidad de ocupar todo el espacio posible.

Ese es el mundo que nos ha tocado y desde este planeta (que lo sigue siendo, por ahora) vamos midiendo, con esa misma regla y con el mismo gráfico de barras, las cosas de la Tierra y las del más allá también.

Mientras tanto, una banda de marcianos entre los que me cuento, exigimos la devolución del planeta Plutón (sin el enano ni adjetivos de ninguna índole), por algo que va más allá de los números, las estadísticas y los razonamientos científicos; lo exigimos precisamente por todo eso inconmensurable que significa Plutón y que cualquier explicación sesuda o experta arruinaría.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Las herramientas y el túnel


En un pasaje demoledor de “La maravillosa vida breve de Óscar Wao”, de Junot Díaz, Óscar le dice –palabras más, palabras menos- a un par de matones que le quieren dar muerte: “Por favor, no me maten, porque hoy yo no soy para ustedes más que un despreciable gordo mofletudo, desarmado, feo, miope y de tumusa impenetrable. Y seguramente ustedes y sus hijos vivirán toda su vida sin siquiera pensar en mí un instante; pero les aseguro que el día en que se mueran sí que se van a acordar. Porque yo los voy a estar esperando del otro lado y allí entonces tendré todos los poderes que hoy no tengo.

Basta esa imagen de justicia poética para que valga la pena haber conocido a Óscar Wao.

Y también para que uno piense que, al final, lo que importa de verdad es quién te esperará al otro lado del túnel una vez que la luz se apague para siempre de este lado y la única que quede encendida esté allá, al fondo del pasillo. Habrá gente que lo recibirá su perro moviendo la cola, esa imagen me gusta un montón. Imagino que uno sabrá lo que le espera apenas reconoce las caras de los miembros del comité de recepción.

Un amigo me dijo una vez que la vida no se parecía tanto a una caja de bombones, que en eso Forrest Gump se equivocaba por milímetros, que la vida se parecía más bien a una caja de herramientas. Que los padres de uno, los maestros, los amigos, la gente que te influye, te van regalando instrumentos, aquellos que consideran necesarios para emtrompar la existencia: un taladro, una llave inglesa, unos tornillos, unas arandelas, un juego de destornilladores, una cinta métrica. Lo hacían, claro está, con la mejor de las intenciones, de manera que uno fuera llenando su caja metálica con las mejores herramientas posibles para desarmar y volver a construir; pero entonces la vida (a la que se le ocurren siempre unas cosas rarísimas) te ponía en una situación en la que la tarea era colgar cuadros de una pared. Y tú buscas y rebuscas en tu caja de súper herramientas Black & Decker con punta de titanio y en esa vaina no hay un martillo ni un miserable clavo.

Colgar cuadros con apenas un taladro de doble velocidad es un lío. Ni se diga pintar paredes con una llave inglesa o con un destornillador de estrías.

Vuelvo a la imagen de Óscar Wao esperando a sus victimarios al otro lado del pasillo. Hay espíritus que deben ser poderosísimos, que se ganaron aquí todos los cupones para gozar de todas las herramientas y las habilidades para utilizarlas allá. Franklin Brito, por ejemplo, debe ser hoy una especie de Gandalf blanco, el gran maestro de obras que aguardará a algunos (desnudos y friolentos, como bebés recién paridos) a la salida del túnel.

—Epale, te acuerdas de mí, ¿verdad? Sí, claro que te acuerdas. Vente por aquí que necesito que me cuelgues unos cuadritos.

martes, 3 de agosto de 2010

Memorias prestadas


Mi viejo siempre fue un tipo fácilmente arrechable. Una especie de oso pardo que no mascaba dos para ponerse a gruñir por el motivo que fuera. Lo bueno es que el tipo no se enfurecía -enfurecerse de verdad- jamás en la vida; su carácter funcionaba bajo el mismo principio de una olla de presión que va botando el aire caliente por la válvula y así se garantiza que no habrá nunca un estallido.

Crecimos acostumbrados a sus gruñidos, a sus roncos regaños de 5 segundos que luego se le olvidaban exactamente a los 5 segundos, a verlo como oseznos que se sientan a ver al papá zamparse un salmón y luego lanzarse a retozar sobre la hierba con una barriga al cielo donde cabíamos todos.

Cierto día, en uno de los 24 momentos diarios de arrechera inofensiva de mi viejo, se le ocurrió que mis hermanas tenían un cementerio desbordado de juguetes en su cuarto y que esa vaina no podía seguir así, que aquí se limpia ese desastre, se quedan los 4 ó 5 juguetes que de verdad utilizan y el resto se regalan, no joda, chica. Y ante los ojos atónitos de mis hermanitas (que son mayores que yo pero en ese momento eran minúsculas) comenzó a sacar muñecas y pelotas y juguetes y vestidos y pulseras y decía cosas como: “esta vaina se regala y esto también y esta vaina también y esto no lo utilizaron más nunca así que se va para la calle también, y este perol también…”. Y cuando dijo esto también, lo último, era un cochecito azul para muñecas que era el objeto más preciado, el más entrañable, de todos los de la infancia de mi hermana La Negra.

Entonces La Negra, con su metro escaso de altura y con su moñito en el centro de la cabeza, se le fue encima al oso, lo encaró y le puso la palma de la manita sobre la barriga para frenarlo: Mi cochito no, papi.

Mi cochito no. Sólo eso. Y al viejo se le cayó el mundo encima.

Se nos cae a todos, a cuadritos, cada vez que lo recordamos. Lo curioso es que yo lo recuerdo perfectamente sin haber estado allí. O estaba, pero tenía un año y no sería capaz de recordarlo ni mucho menos de contarlo. Es una memoria prestada. Quizás la primera de centenares que tengo en mi arsenal. Una más de esas historias mínimas, de esos cuentos que uno ha escuchado una y otra vez y que se van convirtiendo en las esencias de la épica familiar.

Me gusta la imagen del “cochito”. No sólo por ser el símbolo del carácter que desde los 4 tenía mi hermana, tampoco se trata tanto de que se me antoja aún más bonito el término cochito que el más correcto cochecito. Me gusta especialmente porque se me ocurre que ese chochito de La Negra es como esos carritos de automercado que llevan algunos indigentes, los que no tienen techo y por eso tienen que llevar su casa a cuestas. Me gusta imaginar que en el cochito que nos regaló La Negra caben todos esos recuerdos de lo no vivido, de lo prestado, de lo robado, de lo encontrado, de lo que otros te han cedido para que te adueñes de ello. Y uno no tiene otra opción que seguir llenándolo de peroles y echarlo a rodar.