jueves, 31 de enero de 2013

Antropófagos



Fiel a la costumbre (a partir de cierta edad “costumbre” se convierte en sinónimo de “manía”) camino hacia la izquierda hasta el final del andén y me subo al último vagón del metro de la línea verde que me lleva hasta la universidad. Está casi vacío a esas horas, hay asientos libres para escoger, busco uno que casualmente se ubica frente a un señor muy serio  –traje gris, corbata celeste, barba entrecana, poco pelo pero cuidadosamente aplastado contra la calva, lentes con montura metálica­– que está imbuido en la lectura del periódico. El señor, se me ocurre, es un profesor de Derecho o de Historia; de esos con los que nadie se mete y a quienes todo el mundo le tiembla. De esos a los que se les conoce por el doble apellido. Me recuerda a un maestro también muy serio y muy bueno que me dio clases en la universidad: el Profesor Rodríguez Ganteaume.

En la próxima estación, faltando cuatro para llegar a destino, se sube una parejita de novios. Él la acorrala a ella, literalmente la embiste, contra la puerta que nunca abre, justo la que tenemos Rodríguez Ganteaume y yo al lado. Y allí se inicia un besuqueo antológico de los que no sabe de pudores ni censuras. El profesor se acomoda nerviosamente los anteojos sobre la nariz, levanta la vista, lanza una mirada de desaprobación que por supuesto es ignorada por los besantes, me mira a mí, sonrío, pongo cara de “esta juventud, qué cosas, ¿no?”; pero Rodríguez Ganteaume es un tipo serio, muy serio, y la cosa no le causa ninguna gracia. Vuelve a su periódico y lo agita con un movimiento rápido que causa un restallido que hace eco en todo el vagón. Los amantes siguen en lo suyo, con esa irreverencia de quienes saben que se han construido un universo a escala donde sólo existen ellos dos. Para cuando llegamos a la próxima estación ya todas las leyes físicas del espacio-tiempo han sido subvertidas, los trayectos son tres veces más largos y cada segundo tarda cinco en suceder. La gente sube y baja de aquel tren y todo el mundo guarda incómodo pero respetuoso silencio ante la situación, como si una pareja de rinocerontes se estuvieran apareando en medio de aquel vagón pero nadie la ve, nadie sabe, nadie comenta. 

Rodríguez Ganteaume se amasa la barba, se acomoda los pocos pelos meticulosamente engominados, carraspea, suspira, bufa. Yo me miro las uñas, me desato y me ato las trenzas del zapato izquierdo,  le subo el volumen a los audífonos, me doy cuenta de que están a tope y yo ya ni sé lo que estoy oyendo,  me los arranco y me tardo horas enrollando el cable como si fuera la tarea más delicada que pudiera hacer en la vida. Finalmente, un millón de años luz más tarde, llegamos a la estación terminal de Universidad, la única en donde las puertas del tren abren del lado donde justamente están los novios aplastados y encaramados el uno sobre el otro. El profesor quiere salir corriendo de aquel vagón, pero un amasijo de carne, uñas y lenguas se interpone en su vía de fuga. Pide permiso pero no lo oyen (es que es difícil oír o ver cuando alguien está metido de cabeza dentro del esófago de otra persona), entonces el hombre pierde la paciencia, le toca al hombro al jovencito con dos dedazos fulminantes y le dice: “Disculpe, joven, ¿pero no le parece que hay lugares más apropiados para hacer esto?”. A lo que el muchacho responde con sarcasmo: “Ah, no sabía que estaba prohibido besar a mi novia”.

Nadie se baja. Se acaba de destapar en nuestras narices la caja de Pandora. Alguien saldrá malherido. ¿Pero es que a quién se le ocurre salirle con ironías a Rodríguez Ganteaume?

Antes de flanquear la puerta el profesor respira hondo y suelta una pedrada recubierta en algodones: “No, joven, eso no es un beso. Es un acto de canibalismo”.

5 comentarios:

Julieta Buitrago dijo...

Tengo la impresión de que la seriedad del profesor se debió a su vegetarianismo forzoso! jejejee
Me encantó!Ahora hablando en serio: es muy incómodo verse atrapado en esa situación... la de espectador, digo jejeje

Anónimo dijo...

Que buenos estos relatos vividos por ti en los metros, recuerdo el de los vendedores dentro de vagones, el del faquir, otro creo que en tu viaje a Quito .
Ese Profesor me recuerda a otro muy nuestro, en las playas de Martinica cuando se levantaba o acomodaba mejor los anteojos, para ver aquella turista francesa, ja,ja

Deyanira Díaz dijo...

"Los amantes siguen en lo suyo, con esa irreverencia de quienes saben que se han construido un universo a escala donde sólo existen ellos dos." Esta es la clave de todo el texto... se pierde literalmente la consciencia.

Ya Julieta lo dijo todo,ja,ja,ja...

taty dijo...

La imagen de los rinocerontes apareándose le da verdadera dimensión a la situación.

Saludos.

María Antonieta Arnal Parada dijo...

Igual que Julieta, me encantan los relatos en el metro. Pero la verdad, que a ese muchacho había que decirle algo. El profesor Ganteaume tenía razón.