Querido Martín,
Te escribo desde el fin del mundo. No, no es una
metáfora, estoy de verdad en el quinto carajo, en la punta más lejana y más
pegada a la Antártida de la Patagonia. Mira qué belleza, acaba de pasar un
pingüino y más atrás una foca… Pero, marico, no le puedes decir a nadie que
estoy aquí porque seguramente, como ya te habrás enterado, me deben estar
buscando. Sí, por eso mismo que estás pensando, por lo de Soda Stereo y lo que
pasó en el último concierto del reencuentro en Caracas.
Te escribo esta vaina porque mi novia me convenció
de que si lo contaba lo exorcizaba, lo echaba para afuera y al final, con
ponerlo en palabras y lanzarlo al agujero del tronco de un árbol (la jeva lo
habla todo con metáforas, pana, yo a veces la entiendo pero la mayoría no), me
iba sentir mucho mejor. Así que aquí estoy contándote la historia y asumiendo
que eres tú ese agujero en el tronco.
Vamos a ver si podemos empezar por el principio ¿Te
acuerdas de aquella noche hace como un año que nos íbamos a reunir en mi casa y
tú no pudiste venir porque habías quedado en ir a cenar con la que hoy es tu
esposa? Bueno, güevón, pues allí comenzó todo y, entre otras cosas, esto
también te va a explicar por qué ninguno de nosotros tres fue a tu matrimonio.
Yo estoy seguro que cuando acabes de leer esta carta nos vas a entender y a
perdonar.
Esa noche en la que tú preferiste andar con tu
culito en vez de reunirte con tus panas de toda la vida (no te arreches que no
es un reclamo, simplemente estamos llamando a las cosas por su nombre) nos
reunimos el Cebolla, Arístides y yo en mi apartamento de La Carlota. Nos
bebimos todo (por cierto que el vino para cocinar da una acidez brutal, así que
pásalo con agua, te doy ese dato) y nos fumamos hasta el tilo, güevón, una
vaina que quedamos bobos.
Entonces hubo un punto de la noche en que nos dio
por escuchar discos viejos y nos pusimos nostálgicos. Nostálgicos graves,
Martín, el Cebolla hasta lloró y nosotros tuvimos que abrazarlo y sonarle los
mocos con su propia camisa. Una vaina lamentable, viejo. Y Arístides y yo
pensábamos que lloraba porque estaba sonando Soda Stereo y alguna tecla se le
habrá movido al Cebolla, se habrá puesto a pensar en la ex o en los viajes a
Adícora cuando estábamos en la universidad y éramos tan felices pero no lo
sabíamos, qué sé yo, vainas de esas de borrachos. Tú sabes cómo es la música,
basta con que oigas una canción para que a uno se le activen unos recuerdos
rarísimos y comiences a pensar en vainas que tenías años sin recordar. Pero
entonces, en medio de la lloradera, en un punto el Cebolla se sorbió la mitad
de los mocos (la otra mitad nos la lanzó encima, el muy cochino) y dijo: “Coño,
no hay derecho a que este continente haya perdido así su dignidad”.
Y nosotros nos quedamos en blanco, Martín, porque el
Cebolla puede ser cualquier vaina, pero poeta no es. Entonces le preguntamos:
“de qué coño estás hablando tú, güevón”. Y nos dijo: “coño, pajúos, de Soda
Stereo. No puede ser que en 30 años no haya salido de Latinoamérica ni un solo
grupo que se les compare a estos panas”. Verga, Martín, y entonces nos pusimos
a llorar los tres. Porque tenía razón. Nos hemos pasado décadas oyendo pura
mierda, décadas desperdiciadas buscando una banda, una solita, que le llegara
por los talones a Soda. Y tú miras para atrás y aquello era un desierto
musical, pana. No había nada.
Entonces yo dije -porque lo asumo, la idea fue mía,
lo dije medio en joda pero como estábamos tan fumados y tan borrachos en ese
momento todo tiene como un peso descomunal-: “Es que habría que secuestrar a
esos tres locos y obligarlos a reunirse a juro”. No me vengas a decir, Martín
de mierda, que no era una idea bonita, que no era una vaina altruista. Lo que
pasa es que yo nunca pensé que estos dos bolsas se la iban a tomar tan en
serio. Me miraron con los ojos redondos, parecían sacados de un manga y me
respondieron: “sí va, vamos a echarle bolas”.
Yo creo, Martín, que lo que pasó es que el Cebolla y
Arístides tenían un gran vacío en sus vidas y este plan era la excusa perfecta
para tener por fin un proyecto. Una razón para vivir, marico. El Cebolla, tú lo
conoces, es un genio que no sirvió nunca para nada. Tanto estudio de ingeniería
biomecánica, tantos postgrados en farmacia y química y las mil pendejadas para
hacer prótesis orgánicas y aquel carajo nada que servía. Se quedó, igualito a
cuando estábamos en el colegio, estancado en la categoría “genio en potencia”,
“joven promesa”, “éste algún día llegará lejos” (pero lejos quedaba lejísimos y
ese día al Cebolla nunca le llegó).
Y luego Arístides, coño, que uno lo quiere burda
porque es amigo nuestro desde que nos salieron los primeros pelos en las bolas,
pero Arístides es un burro cargado de plata. Una máquina de hacer dinero, tú
sabes cómo es la vaina, Martín. A ese pana le caía dinero por la herencia del
abuelito, pero también porque invertía en la bolsa o porque decía “voy a montar
una cadena de venta de potecitos plásticos” y la vaina la pegaba. Real y más
real, esa era la vida de Arístides. Y se gastaba millones en rumbas, en viajes,
en mariqueras insólitas (yo todavía lo de la iguanicultura para hacerle
competencia a los bolsos de piel de cocodrilo no me lo creo) y de todas maneras
producía el triple, el cuádruple, sin tener que mover un dedo y sin haber ido a
cumplir horario en una oficina en su puta vida. Un maldito, el Arístides, un
cabrón con demasiada suerte; lo que pasa es que es amigo de uno y uno lo
quiere.
En fin, ahí estaba yo abrazado, oyendo Soda Stereo,
con este par: un genio que no servía para un coño y un burro cargado de real
que no sabía qué carajos hacer con tanto billete. Y no tuve otra opción,
Martincito, de verdad que no la tenía, era mi responsabilidad, porque yo les
acababa de regalar un sentido para sus miserables vidas y, además, estábamos
hablando de un gesto que era un regalo para la humanidad. Había que devolverle
Soda Stereo al mundo. Era un asunto de dignidad.
Esa noche en mi casa hicimos el pacto y juramos no
decirle nunca nada a nadie, ni siquiera a ti, Martín. Hasta nos cortamos las
manos y firmamos con sangre y la vaina fue un desastre porque el Cebolla era
diabético y no nos lo había dicho y luego no paraba de sangrar el coño de
madre. Y entonces ahora tenía doble motivo para llorar: por Soda y por la
hemorragia.
Quedamos al día siguiente para reunirnos en casa de
Arístides -ya con la cabeza en su sitio y después de superar lo más duro de la
resaca- para armar bien el plan.
El concierto de Soda Stereo, reunidos 30 años más
tarde, tendría que ser gratuito y en Caracas. Eso era indiscutible. Primero
porque podíamos hacerlo en la República Independiente de Chacao (Arístides
estaba saliendo con la hija del Presidente de Chacao y bastaba con una modesta
donación para contar con todos los permisos y hacer lo que nos diera la gana),
segundo porque Caracas siempre fue una plaza fundamental para Soda y tercero
porque nos daba la gana, marico, punto. Lo jodido era ir a Argentina, buscar a
los tres panas, convencerlos de venir a tocar y traérselos. No te imaginas,
Martín, lo cómodo que es hacer planes cuando el factor dinero no es un
problema, se te puede ocurrir cualquier barrabasada y para todo hay real de
sobra. Lo difícil era encontrar a los locos y traerlos a cualquier precio,
costara lo que costara, inclusive en contra de sus voluntades.
Mientras te estabas casando tú, Martincito, nosotros
nos subimos en uno de los aviones privados de Arístides y, con varias maletas
llenas de millones de dólares, emprendimos rumbo a Buenos Aires. La primera
parada tenía que ser en la casa de Zeta que era el más fácil de los tres. Zeta
nos recibió en su estudio con su calva bien pulida, con una panza como de ocho
meses y con una papada que le llegaba a la mitad del cuello. Yo de vaina le
digo: “Buenas, por favor con Zeta”. El tipo nos hizo un mate (que puso al
Cebolla a mear como un degenerado cada tres minutos) y nos preguntó el motivo
de la visita. Le explicamos y nos dijo, para nuestra sorpresa, que sí, que
estaba de acuerdo, que él desde hacía tiempo venía pensando en la idea de la
reunificación de Soda, pero que Gustavo se negaba (que lo olvidáramos, que
estaba loco de remate, todavía más loco, y era un energúmeno, que después de
viejo estaba peor que nunca) y que Charly Alberti estaba viviendo en el fin del
mundo, metido a budista o una mariquera de esas, haciendo yoga frente a los
glaciares con una noviecita de 25 años. Ah, y también se puso con una
mamagüevada de que el concierto, de hacerse, tenía que ser en Buenos Aires y
que en eso, como el personaje de El lado oscuro del corazón, sería
irreductible. Estábamos a punto de lanzarnos a llorar los tres, otra vez, hasta
que se me ocurrió sacar el celular y decirle: “Mira, Zeta, la verdad es que no
queríamos decírtelo pero la vaina tiene que ser en Caracas porque esta mujer
quiere tener un hijo contigo”. Y le puse la foto de Camila, güevón, Camila que
se pudre de buena, Camilita que es como Jennifer Connelly mezclada con Scarlett
Johanson, una mami entre las mamis. Y a Zeta le brillaron los ojos, güevón, se
rejuveneció ese loco, volvió a tener 25 mientras se imaginaba revolcándose con
Camila: “Bueno, che, se podrá hacer alguna excepción en este caso… andá a
cagar, que sea en Caracas”.
Listo con Zeta, ahora íbamos con Alberti, a
rescatarlo del culo del mundo. Nos llegamos, después de no sé cuántos días de
viaje, hasta una cabaña perdida en los confines del planeta. Nos recibió una
mujer que no te la crees, panita, un ángel caído del cielo, una cosita
riquísima que si la pones al lado de Camila la convierte en un bagre. Nos dijo
que ella era Mariela no-sé-qué-cosa, un nombre hindú que todavía no me aprendo,
una vaina con varias haches, varias kas y zetas intercaladas. Una cosa muy
espiritual y muy imposible. Mariela (a secas, sin el segundo nombre de ahora en
adelante) nos dijo que Charly Alberti andaba meditando frente al glaciar
haciendo la posición del loto con el perro invertido y el gato maullante en
fase dos (una vaina que si te la imaginas da una imagen muy gay). Y así tal
cual, contorsionado en medio de aquel frío, nos encontramos a Charly. Le
comentamos lo del concierto de Soda en Caracas, que Zeta había dicho ya que sí,
que si él accedía pues nos íbamos todos ya mismo para casa de Gustavo Cerati
para convencerlo. Charly dijo que no, se negó en redondo, nos dijo que la época
de la música, las giras y el dinero se había quedado demasiado atrás para él,
que ahora era un ser mucho más espiritual, que aquí en el culo del mundo había
encontrado finalmente su espacio en el universo (y le puso una mano en el culo
a Mariela y todos pensamos “coño, claro, tiene razón”). Pero entonces
Arístides, desesperado –sobre todo por el frío cagante y por el discurso
budista del pana- le dijo claro y raspado: “Mira, Charly Alberti, no seas
marico… te doy dos millones de dólares ahora mismo y dos millones más cuando se
acabe el concierto en Caracas”. Y Charly Alberti dijo: “Sólo si es en efectivo,
pibe”. Hicieron maletas él y su deliciosa novia (como 40 años menor que él) y
nos fuimos todos a Buenos Aires otra vez a la caza de Cerati.
Entonces llegó la fase en la que teníamos que
convencer a Cerati. Cerati, chamo, que estaba en otro planeta, que hablaba con
puras frases al estilo de: “Sho, en este instante fugaz y luminoso de una
existencia apacible pero distante y casi ajena, no soy más que el humo
siniestro y azulado de un cigarrisho atómico que se desprende en partículas de
shuvia entrañable, de peces, de surcos en rostros avejentados que dibujan el
mapa imposible de una luna menguante sobre ese desierto que alguna vez fui sho
pero que contigo sha no tanto”. Así, marico, todo lo que decía, a tiempo
completo. Yo no entendía nada, te puedes imaginar al Cebolla (Cebosha, de ahora
en más, como decía Gustavo) y a Arístides, tenían la cara de quien trata de
explicarle lo que es una reina pepeada a un marciano.
Cerati, con una frase intrincadísima, de imposible
reproducción, la vaina más críptica y fumada que hayas oído en tu puta vida
(una cosa, como todas las de él, que no se entendió nada pero que sonaba
arrechísimo), nos dijo que ni de vaina. Que la respuesta es no y no me sigan
jodiendo la paciencia.
Zeta dijo entonces que él también se bajaba del
tren, que sin Gustavo no se iba a Caracas. Y Charly no dijo ni una palabra,
puso de nuevo su manota sobre la suculenta redondez de las nalgas de su
noviecita y nos hizo entender que se volvía a sus glaciares a hacer la posición
del perro maullante en flor de loto.
No nos quedó otro remedio, marico, en serio que no.
Era el momento de jugarse la última carta. Esperamos a que se dieran media
vuelta y les saltamos como tigres por las espaldas. Arístides se encargó de
Alberti, el Cebolla se le fue encima a Cerati y yo le metí semejante coñazo en
la calva a Zeta que lo desmayé. No contábamos con la tal Mariela, que repartía
unos zarpazos como de leona y nos dejó a los tres magullados; pero al final
logramos controlarla. Cebolla entonces se sacó una jeringa que traía escondida
en un estuchito debajo del abrigo y los inyectó a todos, Mariela incluida.
No me preguntes exactamente qué fue lo que les
inyectamos. Cebolla nos explicó pero era casi como escuchar a Cerati: sonaba
arrechísimo pero no tenías la menor idea de lo que te estaba hablando. Palabras
más, palabras menos, era una droga que él mismo había diseñado. Una vaina que
te relajaba el cuerpo y te ponía una sonrisota en la cara. Por fuera eras la
estampa vívida de la felicidad y la calma, aunque por dentro hubiera un
infierno. Yo no entendí cómo funcionaba la vaina hasta que me tuve que inyectar
yo mismo una dosis cuando vinieron los milicos a interceptarnos en el
aeropuerto, justo antes de tomar el avión rumbo a Caracas con los cuatro
secuestrados dentro. Entonces comprendí los efectos del coctel Cebolla, por
fuera eres una persona calmada, racional, sonriente, controlada y por debajo de
la piel te estás muriendo, quieres gritar, llorar, patalear. “Me pondré el
uniforme de piel humana” decía Cerati en uno de sus temas, bueno, la vaina era
más o menos así (pero al revés).
Bueno, al final los milicos nos dejaron ir, primero
porque los Soda Stereo y su acompañante estaban de tan buen ánimo, tan
contentos y relajados; y segundo porque Arístides les regaló una de las
maleticas llenas de dólares “en una prueba de amistad y mutuo entendimiento
entre nuestros pueblos, a ustedes que les gusta tanto vender y a nosotros que
nos gusta tanto comprar” les dijo el hijo de puta. Y a los militares les
pareció magnífico. Yo creo que hasta la bendición nos dieron.
Llegamos a Caracas en un vuelo sin sobresaltos
porque cada vez que los Soda Stereo se ponían medio cómicos y empezaban a dar
señales de que los efectos de la droga se les estaban pasando, el Cebolla se
aparecía con su inyectadora y les redoblaba la dosis. Yo, mientras tanto,
estaba feliz; porque te da como una euforia incontrolable cuando por fin te
sales de la cárcel de la piel humana. Te dan ganas de bailar, de meter goles
desde la media cancha, de inventarte un pase de breakdance, de follar, no sé
cómo explicarte, marico, es una sensación de libertad como si nunca antes en tu
vida hubieras sido libre, realmente libre. Pero no sabíamos si esa misma
euforia también les daría a ellos, mejor era tenerlos sedados hasta el momento
del concierto donde se iniciaría la fase final del plan.
Y llegó el día, Martín. ¿Tú fuiste, verdad? Seguro
que sí, cómo coño te ibas a pelar el concierto de Soda 30 años más tarde. Un
concierto de 8 horas donde iban a tocar todo, absolutamente todos los temas de
todos los discos, en vivo, gratis, en Caracas. Dime que no fue una belleza,
panita, el mejor concierto de la historia de la música. Una vaina apoteósica.
Yo me acuerdo y lloro, güevón. Ya lo sabes, yo soy de la despreciable raza de
los sensibles, cómo lo puedo evitar. Mira, se me paran los pelos de pensarlo
nada más.
Bueno, llegó el día, Martincito, y aquí el plan
dependía ya exclusivamente del Cebolla. Yo era el autor intelectual, Arístides
financiaba todo el desmadre y el Cebolla era el autor material. Pocas horas
antes del concierto Cebolla hizo las cirugías. Les abrió eso que llamó “un
puerto” en la nuca a Cerati, Zeta y Alberti (en palabras de Arístides, quien
logró verbalizar lo que yo pensaba pero no sabía nombrar: “coño, marico, pero
eso parece que les hubieras abierto otro culo”) y los conectó con un cable
orgánico a una máquina. Hizo las pruebas y dijo: “estamos listos”.
Arístides y yo estábamos cagados, viejo. Porque allá
afuera había como 500 mil personas en la Autopista del Este, la tarima tenía
como 200 metros de altura, las telepantallas gigantes estaban repartidas por
toda la República Independiente de Chacao, se habían hecho las pruebas de
sonido y aquella vaina sonaba tan duro que te vibraba el cuerpo desde dentro
(te lo juro que a mí se me movía el estómago con los bajos). Pero Soda no había
tocado en 30 años, no habían ni siquiera ensayado, eran unos viejos que no iban
a poder aguantar ni media hora de concierto. Pero el Cebolla insistía,
“tranquilos, está todo bajo control, ustedes relájense y disfruten, yo me
encargo de la máquina”.
La máquina del Cebolla, Martín, todo estaba en la
máquina y en los cables. Estaba inspirada en una frase de Cerati que aparece en
el Dymano: “¿Y dónde está la música? La música está en los cables”. Por fin la
genialidad del Cebolla había servido para algo, porque de esa máquina salía la
música que iban a tocar y desde allí se inoculaba en los puertos orgánicos,
abiertos en la nuca de cada uno ellos, una sustancia mágica de la que dependía
todo el espectáculo. La máquina era Dios, güevón, el gran maestro titiritero
que manejaba los hilos de los tres Soda Stereo. Y la máquina, siguiendo sus
impulsos y movimientos sobre la tarima, se encargaba de traducirlos en las
luces y los rayos láser.
Aquello fue un concierto de rock, pero también fue
un rave. La gente no se lo creía. Arístides, cuando tocaban Canción Animal (yo
diría que como en la sexta o séptima hora del concierto, o por ahí) salió
corriendo como un poseso, atravesó toda la tarima y se lanzó en clavado para
ser atrapado allá abajo en los brazos de la multitud enardecida. No lo volvimos
a ver. En medio del trance, esos trances colectivos que conectan a 500 mil
personas en un estado de euforia absoluta, la novia de Charly se despertó de su
propio trance particular (el del coctel Cebolla) y empezó a gritar. Yo pensaba
que gritaba de pánico, luego me di cuenta de que gritaba de felicidad,
demasiado feliz estaba aquella diosa, tan feliz que comenzó a saltar y a bailar
y a quitarse la ropa y yo me le fui encima y comenzamos a besarnos y a meternos
mano durísimo en el backstage. Recuerdo que en una de esas (mientras forcejeaba
con el bendito broche del sostén) abrí los párpados y vi de reojo al Cebolla
operando la máquina. Tenía una chupeta de chicle enorme y bailaba y subía los
brazos como quien acaba de meter el gol más hermoso en la historia de los
mundiales. Muchísimo más arrecho que el de Maradona contra Inglaterra. Y
entonces entendí que no había vuelta atrás, que el Cebolla había decidido
inmolarse en un coma diabético y había puesto los comandos de la máquina en su
máxima potencia. Y que a ese clímax absoluto no podía metérsele ya la reversa.
Soda tocó como nunca, la gente abajo hacía el amor,
se mordía, jadeaba y gruñía en un orgasmo masivo. El más largo y simultáneo de
todos los orgasmos en la historia de la humanidad. Hubo entonces una descarga
final, el punto más alto de la apoteosis y sobre el bramido de la multitud se
escuchó a Cerati gritar por última vez: “Gracias… totales”.
Y hubo un estallido, algo que todos pensaron que
eran los fuegos artificiales para coronar el cierre del concierto más hermoso
jamás, pero que ya sabemos lo que fue. Yo me llevé a mi Mariela en brazos sin
voltear atrás.
Al día siguiente, cuando la gente cayó en cuenta de
lo que había pasado y todo el mundo amanecía en otra cama con otras mujeres,
otros hombres y otros perros que en su vida habían visto, comenzaron a
buscarnos bajo los cargos de secuestro y homicidio. Pero ya yo estaba montado
en el avión privado de Arístides rumbo a Patagonia.
Ahora dime tú, Martín, dime tú si conoces una mejor
manera de despedirse. Qué músico en el mundo no ha soñado con un adiós así.
Bueno, ya está. Ya lo eché todo para afuera. Te lo
juro que me siento mucho mejor ahora que lo exorcicé. Tenía razón mi novia. Me
voy que en esta vaina se está ocultando ya el sol y no te crees el frío,
marico. Además Mariela me está esperando frente a la chimenea para hacer el
gato ladrador invertido con delicias de loto, una posición que sólo se hace en
pareja y que se la inventé yo.
Mira, qué belleza, ahí va otro pingüino. Seguido de
una foquita… coño, y una orca más atrás.
Publicado originalmente
en Panfleto
Negro el 25 de abril de 2011.
4 comentarios:
Qué buenísimo. Todo el rato lo he leido con una sonrisa en la boca.
bss
Gracias, Claudia. Honrado con tu cometario. Un abrazo fuerte.
Genial José, me encanta!
Muchas gracias, Silvia. Qué bien que te gustó. Salud!
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