En abril de 2001 me tocó por accidente –sí,
los accidentes sublimes y afortunados también existen– asumir la producción de
una serie de micros documentales sobre la París de Julio Cortázar. Digo que fue
por accidente porque no me correspondía a mí ser el productor de esos
programas, les tocaba a un departamento para el que yo no trabajaba y además,
desde principios de año, estaba pautado que estarían a cargo de una amiga
productora que había estudiado en París, tenía ya la preproducción bastante avanzada
y cuyo francés era infinitamente superior al mío. Pero la productora encargada
se enfermó, o algo le pasó que ahora mismo no recuerdo; el punto fue que,
faltando apenas unos días para el viaje, el jefe me llamó a su despacho y me
preguntó si yo estaría dispuesto a asumir esa producción. Ni tonto –aunque sí
chorreado– le dije que por supuesto que sí.
Obviamente uno se hace una idea antes de toda
producción audiovisual de cómo será el asunto; pero la realidad –sobre todo en
el documental– se encarga sistemáticamente de entregarte otra obra que acaso se
parece lejanamente a eso que tenías en mente pero que en definitiva acaba siendo
otra cosa muy distinta. Así que nos fuimos con un itinerario bastante preciso
de locaciones, contactos y entrevistas pero nada de ello garantizó que las
cosas salieran como estaban prescritas. Tratándose de Cortázar, ahora que lo
veo a la distancia, no había otra opción. Tenía que ser así.
Llegamos a París y hacía un frío endemoniado.
Se suponía –por esa convención a veces tan delirante que llamamos calendario– que
estábamos ya en primavera, pero algo me hace tener la certeza de que ni
primavera ni verano existen en esa ciudad. En París hay tres estaciones: otoño,
otoño tirando a invierno e invierno cerrado. Todo lo demás es un espejismo
pasajero. Así que nosotros aterrizamos en aquella ciudad para constatar en
carne propia que ese clima primaveral parisino era idéntico al de un otoño
invernal. Y que todas nuestras ropas tropicales servían lo mismo que salir
desnudos a la calle. Ah, y además llovía.
Así que tuvimos que comprar abrigos e
impermeables para todos. Un gasto de producción que no estaba previsto ni
siquiera en el apartado de “contingencias”. Cuando llegamos al hotel el botones
nos indicó, con esa simpatía característica de muchos parisinos, que el gerente
nos estaba esperando y que no podíamos subir a las habitaciones hasta haber
arreglado cierto asunto con él. El gerente, con una simpatía aún más elocuente,
nos dijo que había un problema con la reservación. Que la tarjeta corporativa
con la que se había hecho no había pasado. Que teníamos 24 horas para
solucionarlo o nos iban a poner, maletas y equipos incluidos, de patitas en la
calle.
No teníamos el dinero en efectivo (se lo
habían comido abrigos e impermeables), la tarjeta corporativa que se nos había
asignado tenía un monto reducido y sólo utilizable para comidas y transporte; y
nuestras tarjetas personales apenas alcanzaban para pagar una habitación
individual por dos días (necesitábamos 3 de las dobles y por dos semanas).
¿Podemos llamar por teléfono a nuestras oficinas en Caracas? Sí, claro, hay un
teléfono público monedero en la esquina.
Nada panitas, nos tocará comer sánduches de
mantequilla por 15 días y dormir bajo uno de los puentes del Sena. Pero
tranquilos, hay una máxima en el mundo audiovisual: esa vaina la resuelve
producción (o sea yo, y en francés). Logramos llamar a Caracas pero por un
problema de horarios tuvimos que dejar un mensaje en la contestadora: “Houston,
we have a problem, si no hacen la reservación mañana mismo se van a encontrar
en los periódicos que 6 indigentes venezolanos murieron de hipotermia aquí”.
Al día siguiente, evitando la mirada del
gerente y bajo la desaprobatoria mirada de su rottweiller personal vestido de
botones, nos logramos escabullir por el lobby para irnos a la primera
entrevista pautada: Aurora Bernárdez, exesposa de Julio Cortázar.
Doña Aurora, una dama en toda la extensión
del término, nos recibió en su casa. La misma donde había vivido con el
escritor. Y luego de la entrevista nos subió hasta el ático y allí nos mostró
el escritorio de escritor más escritorio de escritor que uno pueda ver en su
vida. El escritorio de Cortázar, con sus hojas de papel bien apiladas, sus
plumas, sus frascos de tinta negra y azul, sus lápices, sus borras, los libros
de su biblioteca, ubicado frente a un ventanal prodigioso que se extendía de pared
a pared. Todo estaba en orden, en su justo lugar, impecable, exactamente allí
donde Julio lo había dejado antes de marcharse de esa casa. Aurora Bernárdez se
había encargado de conservarlo como si fuera una pieza de exhibición de una
casa-museo. “Pueden tocar pero no lo desordenen” fue lo único que nos dijo la
señora y nos dejó a solas en ese ático con aquella emoción infantil. Y con esas
ganas enormes, qué crueldad, de llevarse en el bolsillo una pluma, una nada
más, para mostrársela a los amigos y decirles: “con esta vaina escribió
Cortázar sus cuentos, te lo juro”. Cosa
que, por supuesto, nos pasó por la mente pero no nos atrevimos a hacer.
Doña Aurora, además, nos pasó un listado con
los números y señas de los amigos de Cortázar. Sus amigos de verdad, gente con
la que habían compartido cuando todavía ninguno era nadie. Así fue como contactamos
a un amigo que era profesor en la universidad de La Sorbona, otro que era
pintor y escultor (el mismo que acabaría haciendo la lápida de su tumba en
forma de libro abierto, donde aparecen tallados los nombre de Cortázar y de su
segunda esposa Carol Dunlop), otro que era escritor. Todos ellos argentinos de
nacimiento pero radicados desde hacía décadas en París.
Volvimos al hotel felices después de aquella
primera jornada de ensueño. La felicidad nos duró hasta que vimos nuestras
maletas en la calle. Literalmente. Estaban en el medio de la acera. Y claro,
quien fuera que nos había hecho las maletas no se preocupó en distinguir de
quién sería tal calzoncillo, ni esas medias, ni si el cepillo de dientes de
fulano correspondía al equipaje de mengano. El gerente salió hasta la puerta y nos
cerró el paso como si se tratara de un jugador de rugby: por aquí no pasan
hasta que no paguen.
Nos tuvimos que ir a un café con aquel
perolero, como homeless que cargan sus vidas a cuestas (pero sin siquiera tener
para el carrito del supermercado). De nuevo llamamos a Caracas -y aquí hay
gente entre los presentes que aseguran que yo lloraba mientras telefoneaba; son
puras exageraciones, si acaso se me quebró la voz un poquito- y desde allá intentaron
pasar la tarjeta de nuevo, por tercera vez, para pagar el hotel. Y esta vez sí
pasó. Lo celebramos como hooligans (de eso sí puedo dar fe).
Regresamos al hotel con nuestro mundo
particular de nuevo a cuestas y esta vez el gerente y su fiel botones nos
recibieron con la primera sonrisa de sus vidas. Por la plata baila el mono, le
llaman. Nos dejaron subir hasta las habitaciones pero nos pasamos el resto de
la noche en vela, recorriendo el pasillo que comunicaba nuestros respectivos cuartos
y gritando a viva voz cosas insólitas como: “Bróder, yo creo que mi bomba para
el asma se quedó en tu maleta” o “estos interiores no son míos, los voy a dejar
aquí colgando de la manilla hasta que los rescate su dueño” o “marico, pero
esas medias tuyas son como panties, ¿tú en serio usas esa vaina?” o “pana, es
en serio, aquí nadie va a dormir hasta que no aparezca mi cepillo de dientes y
si alguien lo usó va a recibir coñazo”.
Al día siguiente reiniciamos las grabaciones,
las entrevistas, las visitas a las locaciones. No me quiero extender más de la
cuenta, así que iré al grano sin muchas vueltas. Lo que a continuación enumero,
lo juro, nos fue relatado en persona por los amigos de Cortázar. No necesito -ni
quiero- buscarlo en otras partes ni consultar otras fuentes, me resisto a que
Wikipedia me diga toda la verdad sobre Cortázar, no espero, ni pretendo,
ni confío, en ningún sabihondo literario que me quiera sacar de esta ficción.
Apelaré a mi derecho a la fantasía, al estilo de Big Fish (pero mucho antes de
Big Fish): un amigo de Cortázar nos contó que Julio no había envejecido, que se
había quedado congelado en una edad incierta que rondaba los 50 años, que le
angustiaba un montón –eso sí– ver que todos sus amigos, sus mujeres, las
personas que lo rodeaban, envejecían naturalmente pero él no podía, se sentía
un hombre de su edad cronológica pero sólo por dentro porque por fuera seguía
siendo increíblemente joven; que no había dejado de crecer tampoco nunca, que
cuando lo intentaron meter al ataúd se dieron cuenta de que no cabía ni
siquiera en el más largo de todos los disponibles, que tuvieron que hacerle uno
especial para que cupiera aquel cuerpo enorme de casi 2 metros 20; que cuando
lo sacaron del hospital rumbo al cementerio algo rarísimo pasó, porque la
carroza fúnebre y todo el cortejo fúnebre que la seguía se perdieron,
inexplicablemente comenzaron a dar vueltas por unos lugares insólitos que para
nada estaban en la ruta hacia el cementerio; entonces se dieron cuenta de que
estaban paseando justo por esos lugares que eran los predilectos de Cortázar en
París, el puentecito que le gustaba, el parque donde solía ocupar un banquito y
donde escribió –entre otros cuentos- Las babas del diablo, la calle tal del
Quartier Latin donde tomaba el aperitivo, el café donde se refugiaba cuando
llovía, cada una de las casas donde había vivido; en fin, Don Julio se estaba
despidiendo de su ciudad particular, su París personal y estaba haciendo que
todos sus amigos se despidieran junto a él antes de ir a depositarlo en su
tumba de Montparnasse.
Y estos viejos contaban esas anécdotas y las
voces se les partían. Estaban profundamente emocionados, honestamente
conmovidos; se quedaban en silencio largos segundos como tratando de poner en
palabras algo imposible de narrar. Atribulados por una memoria de esas que
suenan tan extravagantes que uno mismo las cuenta al tiempo que se pregunta:
¿será que me lo inventé? Y apelaban a todos esos preámbulos que dice uno cuando
está contando un cuento muy loco que nadie se va a creer. Un poco lo que me
pasa hoy con ustedes mientras intento aterrizar estas líneas.
2 comentarios:
Jose, que lástima que tu cuento se acabó tan rápido, me comparo con el chamito a quien le lee una historia fascinate y esta llega a su fin demasiado rápido, SMCG
Córtazar y Urriola mis favoritos en todo el mundo literario. Gracias José por darme algo siempre delicioso que leer...
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