lunes, 13 de mayo de 2013

Ahora sí: Cortázar, mucho antes de Big Fish.




En abril de 2001 me tocó por accidente –sí, los accidentes sublimes y afortunados también existen– asumir la producción de una serie de micros documentales sobre la París de Julio Cortázar. Digo que fue por accidente porque no me correspondía a mí ser el productor de esos programas, les tocaba a un departamento para el que yo no trabajaba y además, desde principios de año, estaba pautado que estarían a cargo de una amiga productora que había estudiado en París, tenía ya la preproducción bastante avanzada y cuyo francés era infinitamente superior al mío. Pero la productora encargada se enfermó, o algo le pasó que ahora mismo no recuerdo; el punto fue que, faltando apenas unos días para el viaje, el jefe me llamó a su despacho y me preguntó si yo estaría dispuesto a asumir esa producción. Ni tonto –aunque sí chorreado– le dije que por supuesto que sí.

Obviamente uno se hace una idea antes de toda producción audiovisual de cómo será el asunto; pero la realidad –sobre todo en el documental– se encarga sistemáticamente de entregarte otra obra que acaso se parece lejanamente a eso que tenías en mente pero que en definitiva acaba siendo otra cosa muy distinta. Así que nos fuimos con un itinerario bastante preciso de locaciones, contactos y entrevistas pero nada de ello garantizó que las cosas salieran como estaban prescritas. Tratándose de Cortázar, ahora que lo veo a la distancia, no había otra opción. Tenía que ser así.

Llegamos a París y hacía un frío endemoniado. Se suponía –por esa convención a veces tan delirante que llamamos calendario– que estábamos ya en primavera, pero algo me hace tener la certeza de que ni primavera ni verano existen en esa ciudad. En París hay tres estaciones: otoño, otoño tirando a invierno e invierno cerrado. Todo lo demás es un espejismo pasajero. Así que nosotros aterrizamos en aquella ciudad para constatar en carne propia que ese clima primaveral parisino era idéntico al de un otoño invernal. Y que todas nuestras ropas tropicales servían lo mismo que salir desnudos a la calle. Ah, y además llovía.

Así que tuvimos que comprar abrigos e impermeables para todos. Un gasto de producción que no estaba previsto ni siquiera en el apartado de “contingencias”. Cuando llegamos al hotel el botones nos indicó, con esa simpatía característica de muchos parisinos, que el gerente nos estaba esperando y que no podíamos subir a las habitaciones hasta haber arreglado cierto asunto con él. El gerente, con una simpatía aún más elocuente, nos dijo que había un problema con la reservación. Que la tarjeta corporativa con la que se había hecho no había pasado. Que teníamos 24 horas para solucionarlo o nos iban a poner, maletas y equipos incluidos, de patitas en la calle.

No teníamos el dinero en efectivo (se lo habían comido abrigos e impermeables), la tarjeta corporativa que se nos había asignado tenía un monto reducido y sólo utilizable para comidas y transporte; y nuestras tarjetas personales apenas alcanzaban para pagar una habitación individual por dos días (necesitábamos 3 de las dobles y por dos semanas). ¿Podemos llamar por teléfono a nuestras oficinas en Caracas? Sí, claro, hay un teléfono público monedero en la esquina.

Nada panitas, nos tocará comer sánduches de mantequilla por 15 días y dormir bajo uno de los puentes del Sena. Pero tranquilos, hay una máxima en el mundo audiovisual: esa vaina la resuelve producción (o sea yo, y en francés). Logramos llamar a Caracas pero por un problema de horarios tuvimos que dejar un mensaje en la contestadora: “Houston, we have a problem, si no hacen la reservación mañana mismo se van a encontrar en los periódicos que 6 indigentes venezolanos murieron de hipotermia aquí”.

Al día siguiente, evitando la mirada del gerente y bajo la desaprobatoria mirada de su rottweiller personal vestido de botones, nos logramos escabullir por el lobby para irnos a la primera entrevista pautada: Aurora Bernárdez, exesposa de Julio Cortázar.

Doña Aurora, una dama en toda la extensión del término, nos recibió en su casa. La misma donde había vivido con el escritor. Y luego de la entrevista nos subió hasta el ático y allí nos mostró el escritorio de escritor más escritorio de escritor que uno pueda ver en su vida. El escritorio de Cortázar, con sus hojas de papel bien apiladas, sus plumas, sus frascos de tinta negra y azul, sus lápices, sus borras, los libros de su biblioteca, ubicado frente a un ventanal prodigioso que se extendía de pared a pared. Todo estaba en orden, en su justo lugar, impecable, exactamente allí donde Julio lo había dejado antes de marcharse de esa casa. Aurora Bernárdez se había encargado de conservarlo como si fuera una pieza de exhibición de una casa-museo. “Pueden tocar pero no lo desordenen” fue lo único que nos dijo la señora y nos dejó a solas en ese ático con aquella emoción infantil. Y con esas ganas enormes, qué crueldad, de llevarse en el bolsillo una pluma, una nada más, para mostrársela a los amigos y decirles: “con esta vaina escribió Cortázar sus cuentos, te lo juro”.  Cosa que, por supuesto, nos pasó por la mente pero no nos atrevimos a hacer.

Doña Aurora, además, nos pasó un listado con los números y señas de los amigos de Cortázar. Sus amigos de verdad, gente con la que habían compartido cuando todavía ninguno era nadie. Así fue como contactamos a un amigo que era profesor en la universidad de La Sorbona, otro que era pintor y escultor (el mismo que acabaría haciendo la lápida de su tumba en forma de libro abierto, donde aparecen tallados los nombre de Cortázar y de su segunda esposa Carol Dunlop), otro que era escritor. Todos ellos argentinos de nacimiento pero radicados desde hacía décadas en París.

Volvimos al hotel felices después de aquella primera jornada de ensueño. La felicidad nos duró hasta que vimos nuestras maletas en la calle. Literalmente. Estaban en el medio de la acera. Y claro, quien fuera que nos había hecho las maletas no se preocupó en distinguir de quién sería tal calzoncillo, ni esas medias, ni si el cepillo de dientes de fulano correspondía al equipaje de mengano. El gerente salió hasta la puerta y nos cerró el paso como si se tratara de un jugador de rugby: por aquí no pasan hasta que no paguen.

Nos tuvimos que ir a un café con aquel perolero, como homeless que cargan sus vidas a cuestas (pero sin siquiera tener para el carrito del supermercado). De nuevo llamamos a Caracas -y aquí hay gente entre los presentes que aseguran que yo lloraba mientras telefoneaba; son puras exageraciones, si acaso se me quebró la voz un poquito- y desde allá intentaron pasar la tarjeta de nuevo, por tercera vez, para pagar el hotel. Y esta vez sí pasó. Lo celebramos como hooligans (de eso sí puedo dar fe).

Regresamos al hotel con nuestro mundo particular de nuevo a cuestas y esta vez el gerente y su fiel botones nos recibieron con la primera sonrisa de sus vidas. Por la plata baila el mono, le llaman. Nos dejaron subir hasta las habitaciones pero nos pasamos el resto de la noche en vela, recorriendo el pasillo que comunicaba nuestros respectivos cuartos y gritando a viva voz cosas insólitas como: “Bróder, yo creo que mi bomba para el asma se quedó en tu maleta” o “estos interiores no son míos, los voy a dejar aquí colgando de la manilla hasta que los rescate su dueño” o “marico, pero esas medias tuyas son como panties, ¿tú en serio usas esa vaina?” o “pana, es en serio, aquí nadie va a dormir hasta que no aparezca mi cepillo de dientes y si alguien lo usó va a recibir coñazo”.

Al día siguiente reiniciamos las grabaciones, las entrevistas, las visitas a las locaciones. No me quiero extender más de la cuenta, así que iré al grano sin muchas vueltas. Lo que a continuación enumero, lo juro, nos fue relatado en persona por los amigos de Cortázar. No necesito -ni quiero- buscarlo en otras partes ni consultar otras fuentes, me resisto a que Wikipedia me diga toda la verdad sobre Cortázar, no espero, ni pretendo, ni confío, en ningún sabihondo literario que me quiera sacar de esta ficción. Apelaré a mi derecho a la fantasía, al estilo de Big Fish (pero mucho antes de Big Fish): un amigo de Cortázar nos contó que Julio no había envejecido, que se había quedado congelado en una edad incierta que rondaba los 50 años, que le angustiaba un montón –eso sí– ver que todos sus amigos, sus mujeres, las personas que lo rodeaban, envejecían naturalmente pero él no podía, se sentía un hombre de su edad cronológica pero sólo por dentro porque por fuera seguía siendo increíblemente joven; que no había dejado de crecer tampoco nunca, que cuando lo intentaron meter al ataúd se dieron cuenta de que no cabía ni siquiera en el más largo de todos los disponibles, que tuvieron que hacerle uno especial para que cupiera aquel cuerpo enorme de casi 2 metros 20; que cuando lo sacaron del hospital rumbo al cementerio algo rarísimo pasó, porque la carroza fúnebre y todo el cortejo fúnebre que la seguía se perdieron, inexplicablemente comenzaron a dar vueltas por unos lugares insólitos que para nada estaban en la ruta hacia el cementerio; entonces se dieron cuenta de que estaban paseando justo por esos lugares que eran los predilectos de Cortázar en París, el puentecito que le gustaba, el parque donde solía ocupar un banquito y donde escribió –entre otros cuentos- Las babas del diablo, la calle tal del Quartier Latin donde tomaba el aperitivo, el café donde se refugiaba cuando llovía, cada una de las casas donde había vivido; en fin, Don Julio se estaba despidiendo de su ciudad particular, su París personal y estaba haciendo que todos sus amigos se despidieran junto a él antes de ir a depositarlo en su tumba de Montparnasse.

Y estos viejos contaban esas anécdotas y las voces se les partían. Estaban profundamente emocionados, honestamente conmovidos; se quedaban en silencio largos segundos como tratando de poner en palabras algo imposible de narrar. Atribulados por una memoria de esas que suenan tan extravagantes que uno mismo las cuenta al tiempo que se pregunta: ¿será que me lo inventé? Y apelaban a todos esos preámbulos que dice uno cuando está contando un cuento muy loco que nadie se va a creer. Un poco lo que me pasa hoy con ustedes mientras intento aterrizar estas líneas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Jose, que lástima que tu cuento se acabó tan rápido, me comparo con el chamito a quien le lee una historia fascinate y esta llega a su fin demasiado rápido, SMCG

norellex dijo...

Córtazar y Urriola mis favoritos en todo el mundo literario. Gracias José por darme algo siempre delicioso que leer...