Un profesor de guion cinematográfico me
enseñó hace unos cuantos años un término que desde entonces no ha dejado de
rondarme: Locus. El locus es un lugar
cargado de un sustrato mitopoético que trasciende al espacio físico en sí, es
un lugar que arrastra consigo un significado o metáfora de gran poder
simbólico. De esa manera, incorporar una escena de desierto a una película
acabaría representando mucho más que el desierto por sí mismo: es el espacio
donde el personaje queda reducido a la soledad, aplastado contra el horizonte
sin límites, sumido ante el vértigo del vacío existencial o en ese tránsito por
la vida en situaciones críticas o de profunda precariedad. De la misma forma:
la carretera sería también un locus (especialmente en la road movies), como lo
son -si se utilizan con criterio- la playa, la montaña o el bosque.
En aquellos tiempos yo estaba empeñado en
incorporar a mi guion una secuencia en el metro y el profesor me preguntó que
por qué en el metro. Ah, porque me gustan los metros, me imagino la escena en
tal estación con los personajes en el andén, la escalera en punta de fuga por
la izquierda del encuadre y el tren que entra por la derecha cuando ellos se
besan. No, Urriola, me vas a disculpar pero el metro sólo tendría sentido en
esa historia como metáfora del inframundo, como descenso a los infiernos, como
la estadía en un espacio subterráneo donde se subvierten las vidas y leyes de
la superficie; el metro debería funcionar como un locus y no como una locación
más.
Me dejó callado. Callado como sólo uno se
puede quedar cuando detesta un poco al que te calla la boca y lo único que
piensas, sin ser capaz de verbalizarlo, es: Qué cabrón, tan bonita que consideraba
mi idea y ahora me la has arruinado con toda la razón que llevas.
Hay metros (o los hubo, ya no sé) que son la
evidencia de la posibilidad de una vida alterna. Los caraqueños durante los
años 80 y parte de los 90 éramos mejores en metro que en la superficie de la
ciudad. Con los años nos fuimos encargando de extrapolar el caos, el bochinche
y el malandreo de afuera al espacio subterráneo. Hay metros modernísimos en
ciudades que en la superficie se quedaron congeladas en el tiempo. Hay ciudades
muy modernas que albergan en sus entrañas a metros que son idénticos a los
viejos trenes de hierro oxidado y maderas crujientes. En fin, hay subterráneos
que imitan la vida del exterior y hay otros que se empeñan en contradecirla.
Estoy convencido de que nunca nos llevamos una imagen real de la ciudad que
visitamos si no nos aventuramos a viajar en su metro, a internarnos en ese
complejo submundo de galerías, túneles, escaleras, andenes, vagones y, por
supuesto, a sus respectivas faunas del inframundo que los habitan. Las ciudades
se aprehenden a medida en que las caminamos, pero también en la medida en que
nos movemos en ese locus que esconden bajo la epidermis.
Llevo un par de años desplazándome por un
metro que no se parece a ningún otro que haya conocido. Un subterráneo que me
obliga a observarlo con la mirada antropológica del antropólogo que nunca fui y
con la del documentalista que –aunque me haya distanciado del cine documental-
jamás dejaré de ser. Es un metro donde, estoy seguro, un cineasta como David
Lynch gozaría una bola. Sólo tendría que internarse en él con una cámara
oculta, grabar en plano secuencia de cabo a rabo en la línea verde (aunque
también podría ser la marrón) y luego entregarle el material bruto sin edición alguna
a Angelo Badalamenti para que le ponga música. Listo. Saldría de allí una
película de Lynch con toda la demencia y la hermosura, con todo el delirio y la
extraña belleza perturbadora típicos de Lynch.
El metro del D.F. mexicano es un submundo
donde la gente come y bebe de todo, se besa (se besan con la pasión de dos
amantes que se encuentran por primera vez en la habitación de un motel),
compran y venden los artículos más insospechados, declaman poesías, hacen artes
performáticas, vociferan discursos políticos, ponen música a todo volumen por
medio de bocinas que los vendedores ambulantes llevan dentro de sus mochilas
cargadas a la espalda… y hasta hay faquires que hacen espectáculos sobre el
suelo del vagón donde se revuelcan descamisados en un manto de vidrios molidos.
Y todo eso es visto por los viajantes con la más absoluta normalidad, incluso
con descarada indiferencia.
Pero a veces la extraordinaria cotidianidad
se ve trastocada por picos agudos que incluso le paran los pelos de punta a quienes
tienen la piel más gruesa y han perdido toda capacidad de asombro. Con el paso
del tiempo este particular inframundo se ha visto progresivamente contaminado o
salpicado por escenas que me atrevería a catalogar de violencia soterrada. Hace
un buen tiempo que no veo al peculiar faquir con su manto negro donde cargaba
botellas multicolores de refresco trituradas, ahora ha sido sustituido por una
nueva generación de espontáneos que llevan las caras, brazos y espaldas llenos
de costras y sangre fresca. Los nuevos faquires entran al vagón en dúos o
tríos, apartan a la gente (o la gente se aparta sola porque ya sabe lo que
viene), lanzan sus vidrios molidos cerca de las puertas del vagón -son vidrios
mucho más delgados como de vasos o copas de cristal-, uno de ellos se inclina
sobre el vidriero y el otro le ayuda con fuerza a estrellarse varias veces
contra los cristales, como quien se empeña en triturarle la cabeza a un rival
contra el borde de una acera. Cuando el metro está a punto de llegar a la
próxima estación, se levantan, recogen rápidamente los vidrios ensangrentados y
pasan la gorra. Una vez se bajan el vagón queda sumido en un silencio tenso que
se parece un montón al pánico. Allí en el piso queda el manchón delator que con
mal disimulo queremos ignorar.
La otra noche me tocó, ya por tercera o
cuarta vez, inmolarme gratuitamente con uno de estos espectáculos de los
faquires 2.0. Al terminar el grotesco performance uno de los ensangrentados me
pidió dinero y le respondí que no con la cabeza. Masculló algo que seguro era
un insulto -pero que no oí por llevar siempre los audífonos a todo vatio- e
hizo el ademán de lanzarme una patada, y como uno se asusta y se arrecha en su
propio idioma, me arranqué los audífonos y le dije en perfecto venezolano: ¿qué
te pasa, mamagüevo? Se me quedaron mirando como quien ha visto a un
ornitorrinco parlante. Se rieron y bajaron en la misma estación que yo (vaya pésima
suerte), iban por el andén desierto unos pasos más adelante, todavía riendo y lanzando
miradas hacia atrás. Entonces, en el medio de aquella soledad –creo que mi
generación ha desarrollado un pánico especial, por culpa de “La noche de los
muertos vivientes”, a los lugares desiertos que se suponen deberían estar
siempre llenos de gente- divisé a un vendedor de discos en formato mp3, con sus
bocinas en la mochila: “Vengo a ofrecerles los grandes éxitos de la música
alternativa, 10 pesos les cuesta, 10 pesos le vale”. Me quedé a su lado con la
convicción de que la música salva. Y también me quedé allí porque ese sujeto
era la evidencia de aquello que decía la letra de una canción de esas que
escuchaban mis hermanas pero cuyo título no logro recordar: “no te olvides que
las flores nacen en el fango”.
Suenan las 110 canciones con los grandes
éxitos de la música alternativa (una etiqueta que ya no le va porque el mercado
omnipresente se ha encargado de adocenarla). Suenan en loop. Me van
domesticando el recuerdo, se encargan de hacerme la memoria más amable mientras
escribo estas líneas sobre esos mundos subterráneos que a veces son inframundo
pero a veces también luz al final del túnel.
2 comentarios:
Me encantan tus narraciones de tus viajes, de esos metros diferentes del mundo donde has estado,y tus agudas y precisas observaciones , las cuales nosotros disfrutamos o sufrimos como si te hubiéramos acompañado en el mismo vagón.
Qué feo eso de los fakires 2.0. ¿La gente les da plata? No entiendo nada. En general. Del mundo.
Acá el metro es bien inglés. Of course. Es decir, aunque estés rodeado de MILES DE PERSONAS, todos te ignoran educadamente y te sientes como en tu andén desierto.
Feliz finde Urriola x
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