martes, 13 de septiembre de 2011

El mapa y el territorio


Me he estado leyendo -con sorpresa y con franco desencanto- El mapa y el territorio, última novela de Michel Houellebecq. Una novela precedida de polémica –lo cual, obviamente, potenció sus ventas- dado que al autor se le acusó de haberse plagiado artículos de la Wikipedia.

El mapa y el territorio, creo que no tenía otra opción, me parece una obra muy contemporánea (lo que no la hace en lo absoluto sinónimo de buena o novedosa, sino simplemente “contemporánea”). Es una suerte de cuadro de costumbres muy actual, muy reflejo fiel del mundo en el que vivimos, que se alimenta y se estructura a partir de cuts and pastes de la cotidianidad. Y sí, ciertamente en medio de esa realidad cortada y pegada con fidelidad, uno tiene la sensación de no estar leyendo una obra narrativa sino una articulación de textos tomados de la Wikipedia y de la guía turística Michelin.

Hace un par de años, sentados en una mesa del Soma Café, en el Centro Cultural Trasnocho, conversaba con mi amigo Israel Centeno (él con una vodka al frente y yo con una Solera verde) y el escritor venezolano me contaba que en su experiencia autoral había atravesado por dos etapas: en la primera, la de su juventud, había estado preocupado por las formas y por el vuelo poético, por una necesidad de jugar con el lenguaje y con los estilos narrativos para desestructurarlos, descomponerlos, en una búsqueda formal que estaba por encima de la anécdota que narraba; en la segunda etapa, la de su madurez, se había dejado de florituras y malabarismos, el vuelo poético había quedado relegado a un segundo plano de importancia y lo que le preocupaba ahora era la anécdota, que fuera cautivante aquello que contaba por medio de su escritura.

Si miramos la novela de Houellebecq a la luz de la experiencia de Centeno, me atrevería a decir que El mapa y el territorio es una novela que se podría encajar, de una manera particular pero innegable, en la primera etapa que describía Israel. Es una obra donde lo importante es la manera en que se juega con la forma y con la estructura pero donde lo anecdótico (el núcleo narrativo de aquello “interesante” que se relata) se halla minimizado o acaso ausente. La anécdota, palabras más, palabras menos, en la reciente novela de Houellebecq no es otra que la de un artista plástico (también en dos etapas: primero fotógrafo y luego pintor) que realiza sus obras a partir de las fotografías de la guía Michelin y más tarde pinta retratos y escenas de profesionales (un panadero, su padre arquitecto en su último día en la oficina, Bill Gates y Steve Jobs hablando sobre el futuro de la informática y hasta el mismo escritor Michel Houellebecq). En el ínterin, alternado con estos cuadros (de costumbre), aparecen intercalados manuales de cámaras automáticas Samsung, descripciones de pensiones para el turismo rural de la Francia profunda, un par de encuentros sexuales con una diosa rusa de quien el protagonista se enamora (pero sin mojarse mucho tampoco), conversaciones absolutamente intrascendentales entre el personaje principal y el propio Houellebecq (un neurótico víctima de una micosis implacable a quien se le ha encomendado escribir el texto del catálogo para la última exposición del artista). Y toda esta madeja de escenas costumbristas, tanto las que se representan en la obra del artista plástico (el mapa) como la cotidianidad absolutamente superficial, aburrida e intrascendente en la que está sumido el pintor (el territorio) acaban por convertirse en una referencia, una especie de organismo fosilizado, que dará luces a los hombres del futuro para entender nuestros tiempos y así saber por qué el mundo acabó siendo lo que finalmente les tocó que fuera. En fin, eso en 350 páginas. Y poco más.

Me resultó inevitable pensar, mientras leía a Houellebecq, en una de las más poderosas ramas del cine documental, el de observación, cuyo máximo representante en nuestros tiempos quizás sea el ruso Viktor Kosakovsky. Un cine (para muchos de sus partidarios considerado “el verdadero documental”) que consiste en observar objetivamente la realidad por medio de una cámara fija. Como si fuera una cámara de seguridad (de hecho, toda esa masa de bodrios llamada “reality shows” al estilo de Gran Hermano, no son otra cosa que hijos pródigos del documental de observación). El cineasta observacionista entonces se convierte en una especie de voyeur, un espía que lo mira todo escondido desde su ventana indiscreta, posición a la que invita también al espectador. Sin embargo, esa mirada tan fiel de la realidad, ese reflejo -especular y sin intervenciones- de la cotidianidad, puede resultar profundamente intrascendental, aburrido y decepcionante (tanto como puede ser la rutina de cada uno de nosotros si nos ponemos a contarla en detalle y en tiempo real). A muy pocos, como a Kosakovsky, les queda bien este tipo de retratos y eso se debe, exclusivamente, a que el buen Viktor se pasa meses y hasta años aprehendiendo a la realidad desde su ventana (Russia from my Window), hasta que finalmente, durante pocos segundos y luego de decenas de horas de material bruto que no sirve ni significa absolutamente nada, algo peculiar ocurre ante el lente de su cámara, la magia de la realidad se digna finalmente a detonar, y esos instantes son los que vemos en el montaje definitivo de dos horas de película que el cineasta ruso nos entrega.

En mi visión muy particular del asunto considero que estos retratos de la realidad, estos reflejos especulares de la cotidianidad más rutinaria, no tienen mayor sentido ni el mínimo interés a menos que sean filtrados por la ficción, que sean macerados, decantados y traducidos por medio de una mirada autoral. El mapa (la literatura y el cine, en este caso) tiene que asumir la responsabilidad de ofrecernos una perspectiva “extrañada” de esa realidad (el territorio), algo que la haga especialmente fascinante, perturbadora, entrañable, caricaturesca, humorística o aterrorizante. Cosa que hacen magistralmente, por cierto, escritores como Israel Centeno, Fedosy Santaella o Roberto Echeto, por mencionar a algunos de mis amigos escritores que tanto en sus blogs como en sus libros se dan a la dura tarea de partir de la realidad pero para transmutarla por medio de sus peculiarísimas miradas personales. Asunto que se les agradece.

Si el futuro de la literatura va a estar signado por esta búsqueda formal del costumbrismo contemporáneo en detrimento de la anécdota y por encima de la mirada autoral, como es el caso de la novela de Houellebecq y sus clones (a los que los veremos retoñar y proliferar como un síntoma más de este mundo que nos ha tocado y tocará) pues ni mapas ni territorios tendrán sentido ni mucho menos encanto. Para eso simplemente buscamos direcciones satelitales en Google Maps e insertamos en ellas banderillas con comentarios cortados y pegados de la Wikipedia. Resultará siempre más apasionante y, de alguna manera, nos convertirá a todos en artistas.

Un fragmento de una película de Kosakovsky comentada por el autor.

7 comentarios:

marcel ventura dijo...

houellebecq necesita cariño. eso es todo.

Ainara Mantellini dijo...

Como dice el cineasta que apuntas, no puedes ni filmar de muy cerca, ni filmar de tan lejos que no haya conexión. Del mismo modo deben trabajar los autores y eso es lo que parece que no encuentras en el retrato social que pretende Houellebecq.

Anónimo dijo...

Absolutamente magistral. No he leído la novela de Houellebcq, pero lo haré y te digo algo.
Como siempre un placer leerte.
Luis Alberto I.

Unknown dijo...

y cuando todos seamos artistas ya nadie lo será y con ese reset de la máquina podremos comenzar de nuevo.

Ana dijo...

Yo me la paso paseando en Google Maps. Horas.

Ya, ese es mi comentario ^___^

Jose Urriola dijo...

Marcel: Eso dicen. Y quienes lo han visto en persona lo certifican. Un abrazo muy grande, mi pana.

Ainara: Qué placer tenerte por aquí. Sí, creo que hay un problema en la escala de la cartografía 1:1. Y definitivamente ese registro de la realidad al estilo Kosakovsky es algo que muchos pretenden pero que a muy pocos les sale bien.

German: Creo que precisamente ese es el modus operandi de la humanidad, darle duro a la máquina hasta fundirla o hacerla obsoleta y allí, cuando ya no sirve de nada, nos reinventamos otra vez.

Ana Laya: Que sepas que te reitero lo que ya te he dicho antes, eres de las personas más cómicas que haya conocido jamás.

Anónimo dijo...

recuerdo (esto lo he dicho antes y escrito un par de veces) escuchar a Adriano González León decir en una entrevista radial que anécdotas tienen los taxistas, que los escritores lo son porque manejan el lenguaje, la búsqueda estética y toda esa rumba de intensidades poéticas que hacen que los lectores tiremos sus libros artificiosos que no artísticos por la ventana... hurra por Centeno, Santaella y Echeto y me felicito por la generación de adolescentes que alguna vez, en algún país que hasta podría ser el nuestro, vayan a leerlos como asignatura en lugar de los ladrillos infumables con que son castigados ahora ellos como lo fuimos nosotros en esos retenes mal llamados escuelas...