miércoles, 30 de noviembre de 2011

Don Peter Gabriel

Creo que la primera vez que tuve noticia de Peter Gabriel fue una tarde en la que, siendo un niño de ocho años, mi primo José Agustín me pasó un libro de fotos de su banda favorita: Génesis en concierto. Y allí vi a un tipo, al cantante, vestido de cubo. También de zorro, de visitante del espacio, de León (con colmillos y todo encima de la frente); pero sobre todo de cubo.

A pesar de las fotos que sí, me parecieron un alucine, la música de Génesis no me gustó. Hay una etapa decisiva en la vida de todos en la que o asumimos como propia la música de nuestros padres, hermanos, primos, amigos u optamos por revelarnos contra ella hasta encontrar algo que de verdad nos haga mella. Pasé un buen rato escuchando la música de otros sin mayores pasiones hasta que cierta noche mi primo Eduardo me puso en el extinto VHS un cassette lleno de drops donde tenía grabados dos conciertos: uno de Kraftwerk y el otro de Depeche Mode. Y en ese momento yo sentí que la música del futuro había llegado, que esa sí que era mi música, que ojalá se hubieran disfrazado también estos locos de cubo, pero ya era pedir demasiado.

Algunos años más tarde, en esos tiempos rarísimos en los que en mala hora se me ocurrió que yo era bueno para estudiar ingeniería, mi grandísimo amigo y hermano de vida, Diego Melchert, me invitó a la Colonia Tovar a bordo de su escarabajo Volks Wagen gris, modelo 67. Celebraríamos que él había se había sacado un 16 en el primer parcial de Análisis Matemático I (mientras que yo me iba a comer la frustración con fresas con crema después del más redondo y escandaloso 02 de mi vida). Íbamos entonces en el escarabajo VW por aquella carretera mojada llena de curvas, bajadas, subidas, escuchando a todo vatio el disco en vivo de Peter Gabriel –ahora sin Génesis, gracias a Dios-, parecíamos dos náufragos a bordo de una barca de hojalata en medio de una tempestad oceánica, y yo venía pensando en ese momento que “San Jacinto” de Peter Gabriel era un excelente soundtrack para despedirse joven de este mundo cruel, cuando entonces Diego, con su calma característica, me dijo: “Me están fallando los frenos así que al final de esta bajada, cuando yo te diga, abre la puerta”. Y así lo hicimos, llegamos hasta la Colonia Tovar frenando con las puertas abiertas, en simultáneo, cada vez que Diego decía “ahora”.

Ese detalle evidenció dos cosas: la primera, que Diego realmente sería un ingeniero excepcional porque sabía perfectamente cómo contrarrestar las leyes de la aerodinámica, y la segunda, que yo, por mi parte, me estaba obligando a convertirme en el más nefasto de los ingenieros jamás, porque lo que quería realmente en mi vida era echar cuentos absurdos al estilo de cómo Peter Gabriel sirve de banda sonora para no morir a los 19 y así seguir lanzándose –aunque fuera sin frenos- por las rutas de este mundo un rato más.

Pero, sobre todo, lo que saqué en claro ese día era que Peter Gabriel había llegado para quedarse. Que pasarían los años y las décadas y ese señor seguiría formando parte del soundtrack de mi vida. Y que cada tanto yo volvería a escucharlo para así obligarme de buena gana a volver a ese momento, con el pavimento húmedo, casi sin frenos, abriendo las puertas del carro en las bajadas, en compañía de ese amigo que la vida me había puesto en el pupitre de al lado a los 4 años. Y que sea entonces la música la encargada de recordarme que llevamos 36 años de amistad inquebrantable.

Hace una semana justamente se presentó Peter Gabriel a pocas cuadras de la que hoy es mi casa. No tengo palabras para describir lo que vimos. La palabra concierto se queda corta para nombrar el espectáculo que Gabriel y la New Blood Orchestra han montado para esta gira sinfónica del Don Peter. Ciertamente hay música en vivo, pero combinada con un espectáculo operático y cinematográfico. Una puesta en escena que nos habla de un artista integral a quien le importa no sólo lo que vamos a escuchar sino también lo que quiere que veamos y sintamos cuando estamos ante su presencia. Peter Gabriel, ahora con los años, se ha convertido en una especie de monje sabio. Un abuelo entrañable cuya grandeza y profundidad se han agigantado con el añejamiento.

Antes de tocar “San Jacinto”, esa misma canción que tanto ha significado para mí a lo largo de los años, Peter Gabriel leyó -en un hermoso español y con fuerte acento británico que en nada opacó el sentimiento- la siguiente anécdota: “Hace muchos años conocí a un muchacho piel roja que trabajaba en unas caballerizas. Él acababa de superar su ritual iniciático. Me contó que hacía pocas semanas había ido de tarde a visitar al maestro hechicero de su tribu quien lo estaba esperando en un punto del desierto. El maestro tenía una serpiente de cascabel en su bolso, la sacó y dejó que la culebra mordiera el brazo del joven, inyectando su veneno. Le dijo que tenía que pasar la noche allí, con el veneno haciendo su efecto, solo, bajo las estrellas. Si al amanecer seguía con vida, entonces podría regresar pero convertido ahora en un hombre”.

Peter Gabriel había sido obsequiado con aquella anécdota por ese joven indio y en agradecimiento decidió convertir su regalo en obsequio musical para nosotros. Fue entonces cuando sentí que algo había hecho clic, que el círculo se había cerrado. Todo cobraba sentido por un instante. La música tiene esos gestos mágicos, nos gusta especialmente porque, aun sin saberlo, nos está hablando de algo fundamental para nosotros pero que podemos pasarnos la vida entera para lograr comprender.

No sé exactamente qué fue lo que vimos ese día con Peter Gabriel y su New Blood Orchestra, insisto en que el término concierto sería mezquino. Fue más parecido a un acto de magia, a un ritual, una ceremonia mística y multimedia. Dos horas de regalo y agradecimiento donde uno se debatía internamente –lo digo sin tapujos- entre las ganas de llorar, de cantar, aplaudir; pero, sobre todo, de levitar entre todas esas miles de cabezas hasta llegar a la tarima para abrazar a ese caballero y decirle: “Coño, viejito, gracias. Gracias por absolutamente todo”.

"San Jacinto" de Peter Gabriel

martes, 15 de noviembre de 2011

Todos con Cacareco


Las elecciones para la Alcaldía de Sao Paulo celebradas el 4 de octubre de 1958 las ganó un candidato que por razones de peso nunca pudo ocupar su despacho: se trataba de Cacareco, el rinoceronte del zoológico de Sao Paulo.

Cacareco recibió en las urnas el apoyo de 100 mil paulistas que decidieron de esa manera manifestar su voto protesta, un voto en contra de la corrupción, la incapacidad gubernamental y la poquísima confiabilidad que les inspiraba el sistema electoral brasileño. Con el tiempo ese voto protesta pasó a denominarse el Voto Cacareco. Y algunos años más tarde, en 1963, ese mismo espíritu detrás del voto al rinoceronte alimentó a un grupo de bromistas canadienses que fundaron el Parti Rhinoceros (Partido Rinoceronte), entre cuyas propuestas de gobierno se contaban banderas como: revestir las aceras de goma para que los borrachos no se golpearan tan duro al caer, anexarse a los Estados Unidos como un estado más del territorio canadiense para así aumentar en un grado centígrado la temperatura promedio de Canadá y declarar la guerra a Bélgica porque en uno de los cómics de Tintín se asesinaba a un rinoceronte (cese de las hostilidades que se garantizaba a cambio de una caja de cerveza belga, condición que fue aceptada por la Embajada de Bélgica que envió las birras de la paz a la sede del Partido Rinoceronte). Cosa curiosa, esta especie de proyecto gubernamental de los Monty Python durante 30 años estuvo ocupando los segundos y terceros lugares en múltiples elecciones canadienses.

Anoche muchos venezolanos estuvimos pendientes del debate sostenido por los precandidatos de la MUD llevado a cabo en el Aula Magna de la UCAB. El saldo del evento es variopinto: esperanzador para algunos (entre quienes me incluyo), decepcionante para otros, risible para los demás. En lo personal, viendo las reacciones que por las redes sociales detonó la jornada, puedo sacar dos conclusiones: la primera es que este tipo de debates son de una necesidad imperiosa para los venezolanos en los tiempos que corren, y la segunda es que me temo que muchos compatriotas no parecieran estar entendiendo (una vez más) la situación por la que realmente estamos atravesando.

Ciertamente a muchos de nosotros nos gustaría, en un plano hipotético y de un romanticismo idealizado pero inviable, construirnos un candidato Frankenstein: que tenga un poco del discurso Martin Luther King, el corazón de Mahatma Gandhi, la pinta de Kennedy o de George Clooney, el carisma de Pelé, que toque los timbales como Tito Puente, que goce de la humildad genial de Messi junto con el carácter de un Winston Churchill y el cerebro de Jorge Luis Borges. Pero, por favor, seamos bienvenidos al mundo real: ese candidato no existe y no va a existir nunca.

Me perdonarán la metáfora futbolística pero si yo a usted le pregunto a quién le va en la final de la Copa América entre Uruguay y Paraguay, no me puede responder que a la Vinotinto. La Vinotinto no está, no juega, no llegó a la final. Tampoco se vale decir que su equipo ideal para ese partido culminante de la Copa América está conformado por Casillas en la arquería, Nesta y Cannavaro en la defensa, Xavi, Iniesta y Özil en el mediocampo, y la dupla Rooney-Ronaldo en la delantera. Lo siento, señores, esos panas no juegan, no están ni van a estar jamás en la Copa América. Es el momento de escoger entre Uruguay y Paraguay y si no le gusta ninguno de los dos pues no vea el partido pero tampoco lo sabotee.

Noto con preocupación un empeño proliferante en eso que los españoles llaman “querer cagar por encima del culo”. Una especie de hipersoberbia cool, una nueva moda entre los elegantes y los sabihondos en la que la máxima es “nada me convence, ninguno está a mi altura, antes de votar por alguno de estos bolsas preferiría que las cosas siguieran tal y como están”. En fin, el nuevo uniforme del inconformismo a ultranza que en tanto se parece (si no es acaso idéntico) al de la resignación. Como si no termináramos de una buena vez de darnos cuenta que llegó el momento de la verdad -hace rato- y que lo que está en juego es continuar con el modelo actual (casi tres lustros de gobierno nefasto que se pretende proyectar hasta el dosmilsiempre, de violencia y delincuencia desatadas, de incapacidad, injusticia, resentimiento y corrupción) contra otro modelo de gobierno con el que podemos tener las mil y una diferencia, las mil y una críticas, pero que asegura –al menos- la alternabilidad del poder. Porque sea quien sea que resulte el candidato de entre esos 5 que vimos anoche, ese caballero o esa señorita, saldrá del poder una vez que se acabe su período para garantizar así la continuación del juego democrático.

A lo mejor decidimos que no será ninguno de los 5 de anoche, que nuestro candidato para el 2012 será nuestro propio y personal Cacareco, que vamos a fundar el Partido Panthera y que el candidato será entonces el león del Pinar (que ojalá siga existiendo y no lo hayan sacrificado a estas horas para un ritual de esos que tristemente sabemos). Sea quien sea ese candidato que resulte electo para enfrentar a Chávez, tendremos que ponernos todos al lado de él, dejando la soberbia, los excesos de inteliJencia y los romanticismos inviables a un lado. Es la hora de cuadrarnos todos con nuestro león del Pinar y a votar por él masivamente. No nos queda otra, señores. La hora de las medias tintas se nos fue, no aplica.

Eso sí, al día siguiente de las elecciones, querido león (o leona, si es el caso), ten la seguridad que la mayoría de nosotros volveremos a las filas de la oposición (dignos militantes del POP: Partido de Oposición Permanente) y te vamos a estar vigilando de cerca, te vamos a estar criticando y presionando para que lo hagas bien y para garantizarnos que una vez se te acabe el quinquenio (sí, 5 nada más; porque 7 años es un exabrupto) tú vas a salir de Miraflores para volver a tu jaula del Pinar. Y si lo haces muy bien durante tu ejercicio, podrás entonces volver a candidatearte cuando al rinoceronte del parque de Caricuao se le haya acabado su período presidencial.


martes, 8 de noviembre de 2011

De Ron Mueck a La otra Tierra


Hace pocas semanas tuve el placer de ir con mi esposa y mi cuñada a ver la exposición –breve pero suculenta- del artista australiano Ron Mueck. Y hace dos días, en idéntica compañía, tuvimos el gusto de asomarnos en esa gema humilde del cine de ciencia ficción independiente llamada Another Earth de Mike Cahill.

Intentaré con esta entrada construir una sonda espacial que conecte ambas obras, que intente trazar un vaso comunicante entre estos dos universos aparentemente tan distantes y disímiles pero que ahora mismo se me antojan tan vinculados.

Comencemos con Ron Mueck, un artista plástico proveniente del mundo de los efectos especiales cinematográficos a quien le debemos el imaginario fantástico de películas como The Dark Crystal (1982) y Laberinto (1986). La obra plástica de Mueck se inscribe dentro de la propuesta del hiperrealismo, una meticulosa representación de la realidad donde los objetos artísticos se nos hacen perturbadoramente similares a aquellos originales que han servido de modelos. Ron Mueck, a partir de silicona y otros polímeros que utiliza como materia prima, hace un calco tridimensional de figuras humanas y animales. El chiste no tendría gracia alguna (mejor sería irse directamente a un museo de cera) si los objetos de Mueck no estuvieran tocados por ese efecto de reflejo especular distorsionado. Sus figuras son exageradamente pequeñas o abrumadoramente grandes. Como si fueran evidencias de la existencia de un mundo paralelo idéntico al nuestro pero donde las personas y los animales son víctimas de otros juegos de la escala y la proporción. Son iguales a los que conocemos pero pequeñísimos o son idénticos pero gigantescos. Y eso produce una risa nerviosa que se parece un montón al vértigo o al susto.

Ron Mueck parte de la similitud exagerada para devolvernos, curiosamente, una mirada extrañada sobre la realidad.


Mueck tiene la valentía –no encuento otra palabra para describirlo- de construirse un autorretrato de su propia cabeza dormida pero en un tamaño que supera al metro de diámetro.


También lo podemos ver flotando sobre el eje vertical, en una cama inflable, como un muñeco veraniego a escala, perfecto en cada detalle, de apenas 1,20 metros.


En “Man on a Boat” nos ofrece un hombrecito desnudo que navega en medio de la sala de exposiciones a bordo de un bote de tamaño natural. Al hombrecito de Mueck, con esa cara de náufrago a la deriva, el bote le queda grande. Y cuando lo encaramos es inevitable pensar que a todos, alguna vez, el mundo nos ha quedado enorme también. (Bueno, habrá más de un soberbio que se negará a aceptarlo)


Hay un pollo desplumado, colgando del techo por las patas, que debe tener el tamaño de un caballo. Ese pollo asusta al tiempo que, hasta en el más carnívoro de los mortales, despierta un deseo prodigioso de convertirse en vegetariano.


La mujer en la cama de Ron Mueck es una cosa descomunal de más de 4 metros. Uno cabría acostado perfectamente entre su regazo y su frente, y los brazos no nos alcanzarían para abrazarle completamente la cabeza. Me imagino a la modelo de carne y hueso asistiendo a la exposición, viéndose a sí misma en versión gigante. Seguramente pediría a los guardias –y a todos los presentes- unos minutos para quedarse a solas consigo misma. Y seguramente se los concederían, pues son muy pocos en el mundo los dignos de ese favor tan incuestionablemente merecido. Entonces, ya a solas frente a esa imagen tan idéntica y tan perturbadoramente exagerada de sí misma, la mujer le susurraría en la orejota a la gigante: “Tú siempre serás más grande que yo y no envejecerás nunca… pero no me queda claro quién sale ganando entre las dos”.


Y, tal vez, esta imagen de la mujer hablándose a sí misma (o hablándole a esa que se le parece tantísimo al tiempo que le hace verse desde afuera con una extrañeza que nadie más lograría provocarle jamás) es lo que me permitiría conectar con Another Earth, la película de Mike Cahill.

No contaré el argumento del film para no arruinarles la experiencia que bien vale la pena. Lo vale y muchísimo, primero porque hacer una película de ciencia ficción tan sólida, tan conmovedora y con tan poco presupuesto no es otra cosa que un canto a la esperanza; y segundo: porque Another Earth (La otra Tierra) es una película que se vale de los pretextos y los argumentos de la ciencia ficción pero para hablarnos de la ntimidad más humana.

Resumo fugazmente la historia: un buen día aparece sobre la bóveda celeste un planeta azul que se aproxima a la Tierra. Y a medida en que ese otro planeta se aproxima progresivamente al nuestro, los humanos nos damos cuenta de que no se trata de otra cosa que un mundo gemelo, idéntico a este, un planeta espejo donde todos y cada uno de nosotros está siendo reflejado milímetro a milímetro y acto por acto. La protagonista (una hermosa rubia que en la vida real también resulta ser coguionista de la película) decide participar en un certamen para viajar a la Tierra 2 y así buscarse a sí misma en el otro mundo. Surge entonces una reflexión profunda y estremecedora: ¿Qué nos diríamos a nosotros mismos de encontrarnos un día cara a cara vistos desde afuera? ¿Qué tan igual sería a nosotros ese extraterrestre tan a nuestra imagen y semejanza que ha vivido exactamente lo mismo que nosotros segundo a segundo pero un mundo alterno?

Ni más ni menos, el juego del hiperrealismo puesto a funcionar dentro de la realidad para hacérnosla más extraña, perturbadora y extraordinaria que nunca. El mundo, en fin, acaba asumiéndose como el más extraño de los lugares. Y la gente es rarísima, especialmente cuando nos descubrimos a nosotros mismos pero vistos desde fuera.


Hace unos años conocí a alguien que había sido adicto a los ácidos. Me contó que los había dejado por propia voluntad, sin ayuda de ningún tipo. Ocurrió que en los últimos viajes que había tenido, justo cuando estaba por entrar a su casa después de una noche lisérgica en el inframundo (o el supramundo, quién sabe) se veía a sí mismo caminando por la acera y a punto de sacar las llaves del bolsillo para entrar a casa. Durante un tiempo –mientras aún se negaba a dejar los ácidos- decidió correr, apurarse como un poseso que necesita volver al hogar, no fuera cosa que el otro llegara antes y se lo encontrara durmiendo en su propia cama, hasta que un día optó por no meterse más ácidos y así garantizarse no ser alcanzado o superado por sí mismo. Nunca más volvió a verlo (verse). Aunque, una vez más… quién sabe.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Las vacunas del cómic y la ciencia ficción


Comparto esta entrevista que me hizo mi amigo, el escritor Roberto Echeto, para la sección Lectores y Libreros de la web de Santillana de Venezuela: http://www.prisaediciones.com/ve/

¿Por qué se escribe tan poca ciencia ficción en español? ¿Acaso la literatura sobre guerras civiles, dictadores, guerrilleros, narcotraficantes y maripositas amarillas, inhibe el florecimiento de otros temas y de otras ambiciones? ¿En esa inhibición no hay un complejo o un creer que «en español no se puede escribir nada más que sobre esos asuntos»?

Pienso que los hispanoparlantes en gran medida somos herederos de un legado —confío que cada vez más débil y menos vigente— que sugiere que la gente seria y la literatura seria no debería ocuparse de los temas de la ciencia ficción. Hay como una vergüenza (tan hermanada siempre con el complejo) que parece sugerirnos que la ciencia ficción es un nicho para niños, jóvenes y para adultos freaks negados a crecer. Lo mismo aplicaría a quienes hacen y gustan de los cómics. Creo que esa es también la razón que ha impulsado en nuestros países por tantísimo tiempo la idea de que el verdadero cine es aquel que está comprometido con la realidad social y con los cuadros costumbristas, y, a la luz de este panorama, quienes se empeñen en otras búsquedas estarían «traicionando» su esencia y su verdadera responsabilidad como artistas. Los autores de ciencia ficción, de cómics y aquellos artistas que se nutren de un imaginario fantástico estarían pues condenados a ser considerados menores, poco serios, material de relleno para los anaqueles relegados al último rincón, el de las cosas raras para gente rara. Sin embargo, los abanderados de esta tendencia realista dominante parecen olvidar que la verdadera misión de un artista debería ser la de ofrecer una mirada particular sobre el mundo, una perspectiva extrañada donde la realidad debería ser siempre pasada por el filtro de la ficción. La verdadera ciencia ficción, o al menos a la que yo soy devoto, consiste en eso: una mirada curiosa, ingeniosa, extraña, que logra extrapolar las angustias del presente y las coloca por medio de la ficción en un futuro posible dentro de los límites que determina el propio juego que plantea la obra.

Escribir exclusivamente sobre nuestras guerras civiles, nuestros dictadores, nuestros próceres y nuestra cotidianidad nos obliga a permanecer atrapados permanentemente en el pasado y en el presente, al tiempo que nos difumina y nos aleja el futuro.

A una sociedad sin ciencia ficción el futuro le queda lejos y cuando por fin le llega —que le llega siempre tarde y magullado— no está curada ni vacunada para recibirlo.

¿Qué tan cercano es este mundo en que vivimos (lleno de bótox, tuiteros y exhibicionistas de facebook) al mundo que imaginaron H.G. Wells, Ray Bradbury, J.G. Ballard, Philip K. Dick, Douglas Adams, Stanislaw Lem y tantos otros maestros de la ciencia ficción?

El futuro que nos llegó se parece al que habían prefigurado los grandes maestros de la ciencia ficción pero al mismo tiempo es distintísimo. Es como si nos hubiera llegado el hermanito del que estábamos esperando y el tipo se parece, tiene un aire de familia, pero es bastante más patético, mucho más frívolo y con inteligencia limítrofe.

Pienso que la ciencia ficción de maestros del siglo XX como Bradbury, Aldiss, Philip K. Dick, Lem, Ballard, Huxley, Orwell o William Gibson (y por favor no olvidemos las gemas extrañas que nos dejó en nuestro propio idioma Bioy Casares) estaba profundamente signada por una angustia existencial: «por el camino que vamos me parece que vamos a acabar más o menos así». Estoy convencido de que fue gracias a ellos que se logró, en cierta medida, dar un golpe de timón al porvenir. Sus obras sirvieron como bálsamos y como vacunas para que esas distopías que nos amenazaban no llegaran a consumarse exactamente así como las vislumbraron.

Sin embargo, el destino nos ha ido alcanzando y algunos de sus temores se han confirmado: nos adentramos en el siglo XXI y continúan las guerras, el mundo sigue siendo azotado por las hambrunas, la insalubridad, las epidemias y las pandemias, existen aún los regímenes totalitarios (independientemente de sus matices hacia el rojo o hacia el negro), el Gran Hermano sí que nos vigila pero ahora por medio del Facebook, del Twitter y a través de los millones de ojos guardianes que tienen los organismos de «seguridad» y las grandes corporaciones que manejan la información de los ciudadanos del mundo.

¿Se pareció el mundo al de Orwell en 1984 o al de Huxley en Un mundo feliz? Sí, un poco, como se parece al poder paranoico del que tanto nos habló Philip K. Dick. Pero también se parece un montón al mundo de Idiocracy, esa película protagonizada por Luke Wilson donde el personaje despierta en un futuro donde el presidente de los Estados Unidos es un luchador de lucha libre, donde toda conversación se arma a punta de sinsentidos, groserías y frases hechas, y donde la gente se está muriendo de hambre porque los sembradíos son regados con Gatorade «porque es mejor que el agua al tener electrolitos». El imperio de la idiotez llevado a su extremo más patético y lamentable.

Se parece también este mundo que nos tocó a esa ciencia ficción tragicómica y desencantada de Douglas Adams, donde a humanos y a extraterrestres les da todo exactamente igual y el único que parece sentir angustia, depresión, amor, desamor e instintos suicidas es el robot. La máquina es la única capaz de sentir y transmitir los sentimientos humanos en un universo deshumanizado. Un poco lo que hacen Facebook y Twitter con las personas, lo mismo pero distinto.

Me temo que hubo una variable que los grandes maestros de la ciencia ficción no tomaron muy en cuenta al concebir sus obras: la profunda e inconmensurable estupidez humana. Este mundo, si sigue como vamos, será aniquilado por su propia estupidez. Y a nosotros nos tocará escribir sobre ella a ver si así logramos inmunizarlo antes de que sea demasiado tarde.

Desde el punto de vista de las artes, uno sabe que vive un momento interesante cuando encuentra correspondencias entre las artes visuales, la música y la literatura. ¿Desde cuándo no te topas con un momento así? En Venezuela, ¿viviste alguna vez uno de esos instantes fugaces y «perfectos» o te cansaste de esperarlos?

Creo que una de las características que más definen a este mundo en el que vivimos es la confrontación de dos tendencias simultáneas que tiran con idéntica fuerza: por un lado esa sensación de vivir en la dichosa aldea global donde estamos todos conectados y enterados de todo como ciudadanos universales, pero por otro lado estamos cada vez más sometidos a la disgregación, la atomización, la tendencia a mirarnos el ombligo para que el mundo nos quede cada vez más lejos. En muchos casos vivimos en sociedades que, fieles a ese destino tarado que heredamos y nos empeñamos en cultivar, no ofrecieron posibilidades reales para apoyar a los autores de ciencia ficción, de cómics, de un cine distinto y digno ni a los artistas que estaban tras las búsquedas de un arte distinto al cobijado por las tendencias dominantes o por aquello que nuestros estados o entes de poder consideran «arte» (vaya usted a saber lo que sea eso que tienen en la cabeza los dueños del canon).

Difícilmente viviremos en nuestros países un proceso similar a lo que ocurrió y sigue ocurriendo en Berlín, en la Italia que acunó al neorrealismo italiano, a la Francia de la Nouvelle Vague o a eso que parece estar ocurriendo con las bandas y los cineastas canadienses ahora mismo. Esa confluencia de genialidades de diversa índole que son apoyadas por organismos públicos y privados para hacerlas más grandes, más fuertes, prolíferas y diversas. Sin embargo, hay un fenómeno que me reconforta y me llena de ilusión, la gente ha dejado de esperar que el Gran Hermano se apiade de ellos para tocarlos con su dedo todopoderoso y han salido al ruedo por medio de la autogestión. El que no tiene dinero para hacer la revista que siempre soñó ahora la hace en Internet. La gente se está agrupando por propia cuenta para hacer películas, festivales, colectivos creativos, propuestas artísticas que aprovechan los nuevos formatos y las nuevas posibilidades de distribución para concebir y difundir sus obras. Y eso es lo que veo ahora mismo en Venezuela, ese florecimiento producto del me cansé de esperar y tengo mucho qué ofrecer así que lo haré a mi modo y por mi cuenta y riesgo. Es un poco guerrillero, un poco la rebelión silenciosa pero pujante de los orilleros, un poco como los héroes (tan antihéroes) del cyberpunk. Y eso me parece, me perdonan el romanticismo, una verdadera belleza.

¿Qué les dirías a aquellos que ahora es que están reconociendo al cómic como una forma de arte mayor con el que se pueden contar las historias más poderosas y exponer las ideas más complejas?

Pues a quienes están descubriendo ahora mismo al prodigio que es el cómic les diría que están llegando tarde a la fiesta y sin embargo son bienvenidos. Qué bueno que llegaron, finalmente, aquí cabemos todos y de todo.

El cómic es un discurso maravilloso, absoluto, en mi opinión personal el más completo y complejo de todos los medios expresivos. Suele decirse que el cine es el arte que logra hacer confluir a todas las demás formas artísticas, pero creo que el cómic hace lo mismo con idéntica dignidad y con aún mayor creatividad. Precisamente porque el cómic lo logra a pesar de sus carencias. El cómic se mueve a pesar de que su soporte es estático, de la misma manera en que suena, habla, piensa, juega con los ritmos y los tiempos. Todo está simulado y sugerido y lo único que le pide al lector es «ponte a funcionar para que yo funcione». No creo que haya un medio expresivo que ponga a funcionar las competencias lectoras de su receptor como lo hace el cómic. El cómic es heredero de la literatura, del teatro, de la poesía, de la escultura, de la fotografía, la pintura, del diseño, del cine, de la arquitectura, de la música pero al mismo tiempo es el gran maestro de todas las artes de las que se nutre. Es el hijo extraño que le enseña a sus padres a crecer y a moverse hacia adelante para evitar el anquilosamiento y la comodidad infeliz. Y quien no se ha dado cuenta de eso es porque realmente no se ha asomado al universo del cómic, porque siempre habrá un cómic para cada quien, uno que de verdad te llega a la médula y te proporciona alimento para el pensamiento y para el espíritu.

Mucho nos quejamos hoy día de que la gente no lee, especialmente los niños, denle cómics y verán que la magia ocurre.

Roberto Echeto ®