miércoles, 27 de marzo de 2013

Vinotinto, el gozo del sufrimiento



Anoche, en uno de los juegos más agobiantes y desgastantes que tenga memoria, la Vinotinto venció a Colombia 1 a 0. Fue un juego crucial que nos deja con vida, atesorando todavía ese sueño de ir a un Mundial por primera vez. Era importante ganar en casa, pero sobre todo era crucial ganarle a Colombia, la selección que en este momento, me parece, es la que mejor juega al fútbol en estas eliminatorias sudamericanas. Es más, estoy convencido de que esta Colombia es la mejor selección colombiana que haya visto en la vida, mejor aún que aquella de Valderrama, Leonel Álvarez, Faustino Asprilla, Freddy Rincón, “El tren” Valencia y compañía. Porque estos colombianos de hoy tienen el mismo talento y la misma gracia para hacer del fútbol un arte; pero al mismo tiempo tienen algo que la hace aún más grande: algo que se me ocurre se parece un montón a la sobriedad, a la humildad, al respeto por el contrario sin necesidad de traicionar el propio estilo. Ganarle a esa Colombia de hoy día es toda una proeza, porque estamos hablando de una selección que perfectamente, y si despeinarse mucho, le puede dar un baile a las más grandes del mundo. Así que hay que aprender a asimilar la victoria con dignidad, con sabiduría y con grandísima humildad.

Sin embargo, a las cosas por su nombre, la victoria de ayer –a pesar de la euforia y a pesar del derecho irrenunciable al disfrute por los logros alcanzados– me deja un gusto extraño en la boca. Jugamos de manera muy irregular, con muchos altibajos, fuimos una vez más esa montaña rusa de ascensos insospechados y caídas vertiginosas que nos caracteriza. Pasamos en nanosegundos de lo sublime a lo patético y de lo bochornoso a lo mágico, de ida y vuelta mil veces. Quizás esa vorágine de sensaciones encontradas, esa bipolaridad que se alterna e incluso convive hasta el paroxismo en una misma jugada, sea típica del fútbol, pero cuando juega nuestra selección se siente aún más extrema; se padece intensamente en cada pico y cada valle, y al final –aunque se haya ganado– uno queda literalmente vapuleado como si hubiera jugado de verdad esos 90 minutos de locura concentrada.

Hay algunas características del juego de la Vinotinto que se me antojan extrapolables a varios ámbitos de la cotidianidad del venezolano.

Panita, dale pa’lante que ya luego vemos cómo lo resolvemos. La Vinotinto juega con desespero. Se encuentra maniatada contra las cuerdas, le están dando un paseo, o como comentaba ayer Leo Felipe Campos durante el partido en su cuenta Twitter: “Creo que nos están haciendo el amor por los costados”, una belleza que se traduce en criollo en un “Marico, nos están cogiendo cada vez que nos atacan por las laterales”; entonces, cuando las cosas se nos ponen así, no hacemos (no hacen los jugadores de la Vinotinto, pero es que cuando ellos juegan jugamos todos) otra cosa que desordenarnos, recuperar la pelota de las maneras menos ortodoxas y más estresantes que se conozcan en el fútbol: rechazarla con malos cabezazos hacia cualquier parte, con la barbilla, con la nuca, con el bajo vientre, con las nalgas, la parte posterior de los muslos, como sea. Y luego, cuando finalmente la tenemos en los pies, acudimos al impepinable balonazo hacia arriba, a donde salga, saltándose olímpicamente el medio campo, como apostando a un mal rechace de la defensa rival o condenando a los pobres delanteros, allá arriba –como náufragos en una isla cercana al área contraria; solitarios, huérfanos de toda compañía o apoyo– para que se las arreglen como mejor puedan. Allá ustedes, ya yo te la pasé. Y obviamente esa “estrategia” (que se parece tanto a la improvisación y a la antiestrategia) suele fracasar rotundamente porque el delantero la recibe de espaldas a la arquería, tiene que maniobrar sobre una baldosa para darse vuelta, llevarse a punta de amagues o a pura fuerza bruta a unos defensas que son como tigres bien amaestrados, unos prodigios que juegan en los mejores equipos del mundo y que están acostumbradísimos a desarmar a los mejores atacantes del planeta. Pero, he aquí la fortuna (dudo en decir “la tragedia”) que a veces, sólo a veces, el balonazo disparado desde la defensa hacia adelante corre con suerte. Porque esas cosas pasan cuando tienes a un mago como Arango que le lanza una pelota de 40 metros a un delantero como Salomón Rondón. Entonces irrumpe lo inesperado, ese 10% de posibilidades de éxito por fin se presenta, Rondón (un delantero único, un coloso de esos que sólo puede ser comparado con otro titán del fútbol moderno como es el marfileño Didier Drogba) se escapa y se echa encima a tres defensas que a punta de astucia y fuerza maciza va dejando regados por el terreno, se interna en el área y se saca un disparo insólito desde la más incómoda de las posiciones: golazo. El arquero no puede hacer nada, por la contundencia del disparo, pero también porque no se espera nunca que alguien le vaya a chutar directo a puerta y con esa precisión desde ese punto donde todas las convenciones del fútbol y las leyes de la física aconsejan no intentarlo.

La (anti)estrategia del balonazo que culmina en gol es una analogía del popular dicho criollo: “en el camino se enderezan las cargas”. Como diciendo: “tú lánzate, invéntate una, ya a la hora de la chiquita se resolverá”. Y cuando estás celebrando el gol es inevitable pensar –aunque nunca se diga a viva voz– “Qué bolas, yo no sé cómo hicimos pero la vaina funcionó”.

Es que nosotros somos buenos, sobre todo, especulando. Llega entonces el gol de la ventaja y entonces sobreviene una de las máximas del fútbol: hay que saber jugar con el marcador en contra pero sobre todo hay que saber jugar cuando se está ganando. Y es justo aquí, cuando vamos arriba –y cuando con mayor propiedad nos deberíamos ver obligados a administrar con sabiduría, dignidad y buenas artes esa ventaja– cuando los venezolanos más solemos perder las perspectivas. Aquello que veníamos haciendo bien lo dejamos de hacer y nos empeñamos –muy en contra de nuestra voluntad, pero así sale– en hacer lo malo doblemente peor. Nos pasa algo idéntico a cuando nos asumimos en analistas políticos o como cuando ponemos a jugar al Sherlock Holmes que todos llevamos por dentro, eso mismo que ocurre cuando le damos rienda suelta al temible fabricador de teorías de la conspiración que nos habita: nos entregamos libérrimamente a la especulación. Comenzamos a especular con el resultado. Dejamos a un lado al estilo, abandonamos lo que sabemos hacer, nos olvidamos de armar jugadas para buscar el arco contrario, no hacemos tres pases seguidos, somos todo nerviosismo, volvemos a ser la Vinotinto de las goleadas escandalosas de los años 70 y 80. Como si de pronto todos esos futbolistas profesionales criollos que juegan de titulares en las mejores ligas del mundo se convirtieran en miembros de un equipo colegial de la Infantil B. Un desorden, un desmadre, una caimanera, un desnalgue. Vamos apenas por el minuto 20 y estamos locos porque piten el final del primer tiempo. Y una vez más: “ya se verá en el descanso cómo nos reacomodamos, qué vamos a hacer en la segunda parte, ahora mismo no tenemos idea y nos están dando un baile que no sabemos si lanzarnos a llorar o vomitar”. La suerte esta vez –vaya milagro afortunado, qué accidente sublime– decide ponerse de nuestro lado y nos permite llegar a los vestuarios a vomitar en privado. Como Dios y las normas de la dignidad mandan.

Y a veces nos acordamos del Barça. El partido se reinicia y todos –fuera y dentro de la cancha– estamos rezando para que las cosas no sigan como venían. Que el fantasma omnipresente del “esperole” nos dé un respiro y se vaya a rondar a otra parte. Entonces sobreviene la magia. La Vinotinto se acuerda de que a veces también somos un poco como el Barcelona del tiqui-taca, de la pausa, de la inteligencia que en el fútbol se traduce en generosidad, que la podemos tocar de primera, que sabemos hacer pases precisos al hombre mejor ubicado y libre de marca, que somos capaces de aplicar con los pies y las cabezas aquella teoría de Cassius Clay de “volar como mariposas y picar como avispas”. Sí, en esos momentos nos parecemos más a la Colombia que teníamos enfrente y la convertimos ahora a ella en la Infantil B. Se arma la orquesta, nuestro fútbol es por fin una sinfonía. Tocan Arango, Rincón, el “Maestrico” González, el otro González que se proyecta por las bandas y lanza unos centros de ensueño, la toca también Lucena, Cichero se acuerda de que cuando juega para crear más que para destruir o morder es uno de los mejores en su posición, la tocan ahora en las inmediaciones del área Rondón y Fedor y todo ese revoloteo de mariposas se traduce de pronto en aguijonazos mortales. Y uno se pregunta –me imagino que ellos también allí sobre el césped se lo cuestionan– por qué demonios no juegan así siempre. Por qué esa pésima costumbre de olvidarnos de nosotros mismos y acordarnos de lo que somos capaces sólo a veces, en destellos. Por qué tiene que ser que esporádicamente, como por relámpagos de lucidez, nos acordamos de todo lo sublimes que podemos llegar a ser.

Qué sé yo. A lo mejor precisamente es ese nuestro estilo. Algo que necesariamente tiene que atravesar por etapas de poca gracia y mucho antiestilo, necesitamos del autosaboteo para poder reencontrarnos. Porque cómo se goza ganando, claro, pero en la Vinotinto –enorme metáfora de lo que somos y de lo que podemos ser– el gozo está signado por el sufrimiento. Se sufre ganando y se gana sufriendo.

Creo que en mi cuenta personal la selección venezolana me debe unos 5 años de vida. Si la providencia me tenía programado que viviera hasta los 80 llegaré sólo a los 75. Qué belleza, al final me siento profundamente afortunado de haber contribuido con ese aporte para la causa que hoy me tiene tan contento. Con esta sonrisa de niño feliz bajo la que subyace un cariñoso “el coño de sus madres, pero gracias”.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

y...afortunados, nosotros tus lectores, con la euforia y el sufrimiento del escritor del juego: Vinotinto-Colombia

Deyanira Díaz dijo...

Deberías pensar seriamente convertirte en articulista deportivo José, que belleza de texto. Toda una obra de arte. Comparto infinitamente tus apreciaciones sobre nuestra "Vinotinto", también deseo que sigan creciendo, que lleguen a ser muy grandes. Ojalá ellos puedan leer estas acertadas apreciaciones sobre el juego.

Un abrazo.

Por cierto, a mi me parece que en el segundo tiempo caímos en una especie de limbo donde el juego se convirtió en una verdadera caimanera de balonazos que no iban hacia ningún lado o caían a

Unknown dijo...

Afortunados sí,gracias Señor escritor por colgar esta belleza de texto, que nos describe, gracias.
Saludos

Unknown dijo...

Afortunados sí, gracias por colgar esta belleza de texto que nos describe de forma inmejorable, gracias.
Saludos

Jesus Dugarte dijo...

Existieron muchas oportunidades de Gol pero que bien que haya ganado la Vinotinto. Saludos

Anónimo dijo...

Bueno... vaya reportaje nos has regalado... a ver, si además, me nombras al Barça de mis amores, que soy culé woman declarada, cuando ganó el otro día en la champions, en Inglaterra, al día siguiente, subí un post tremendo, de hincha loca, lo tuve 24 horas, porque es que no pega nada, con lo tengo o lo que escribo, así que nada, me alegra que la Vinotinto te hiciera al final feliz.

Un beso

La Braga Azul dijo...

Mi comentario a este texto ya lo había escrito en la siguiente dirección de mi blog LA BRAGA AZUL:

http://labragaazul.blogspot.com

en un artículo que se llama LA VINOTINTO.
Es una posible respuesta al "problema".

Aerolitoredondo dijo...

Me encanta Usted... Lo que escribe, luego.... Usted.... GRACIAS.

Aerolitoredondo dijo...

Tonssss??? Señor, no sale lo que le quiero decir, pero GRACIAS !

Jose Urriola dijo...

Aerolitoredondo: los comentarios han sido recibidos con orgullo, sonrisa y sonrojo. Mil gracias.