viernes, 6 de diciembre de 2013

Master Madiba.



Se fue ayer Nelson Mandela. A donde sea que se vaya la gente buena lo mandaron a llamar. Y somos un montón los que nos quedamos en esta Tierra con una sensación rara, como de orfandad, como si al gran abuelo que siempre había estado en la foto de familia de pronto le llega el día en que no está más. Este mundo sin Madiba amaneció siendo un lugar aún más extraño. Como si hubiéramos perdido a nuestro Yoda particular de este pedazo de la galaxia y por lo tanto hoy se siente un desbalance importante en la fuerza.

Sin embargo, Roland Barthes -en esa belleza de cien páginas titulada La cámara lúcida- insiste en que sólo con la muerte del sujeto la imagen fotográfica alcanza su verdadero sentido. Es decir, la memoria que tenemos hoy de Mandela, la imagen que queda registrada en sus fotos y en nuestras mentes, vale incluso más que ayer. Mandela se hizo aún más poderoso y significativo ahora con su ausencia física. La muerte lo inmortalizó.

La partida del gran Madiba es una oportunidad dorada para ponernos a pensar en el necesario replanteamiento de la figura del héroe. Porque es bastante probable que hayamos ayudado a edificar el mundo que tenemos precisamente por estar empeñados históricamente en catapultar al estrellato a los héroes equivocados. Ese héroe tradicional con todos sus muertos a cuesta, con su épica que no es más que el vacío hiperinflado por el séquito de aduladores, el héroe que no debió pasar de ser un pobre diablo o un payaso trágico pero que no hemos sabido ponerlo en su justo lugar (que casi siempre debió ser el ridículo o la cárcel, o a veces un par de líneas escuetas en los textos históricos, pero no más). Nos hemos llenado de estatuas y de próceres y de fantasmas pesadísimos cuyos méritos no aguantarían ni cinco minutos de revisión detenida. Así ha funcionado la historia.

Y, a pesar de todo, a veces irrumpe una flor extraña en medio del lodazal, un héroe que no se parece en nada a los otros. Son los diferentes, esos héroes que a veces no nos explicamos cómo se colaron allí. Hay uno que se llamó Gandhi, otro que se llamó Nelson Mandela. No son muchos. La verdad es que son poquísimos. Pero seguramente hay más, muchos más de los que sabemos. Lo que pasa es que son héroes ocultos, mínimos, de a pie. No están elevados a la bóveda celeste, tampoco tienen constelación propia; hasta que alguien los rescata del olvido y los pone en un buen sitio dentro del propio mapa personal. Es importantísimo irse construyendo a lo largo de la vida un panteón a escala de los héroes propios, un canon particular donde los grandes no tienen sables ni fusiles ni charreteras ni medallas, sino buenas obras, grandes discos, películas maravillosas, libros entrañables, actos de grandísima dignidad y valentía ante los atropellos del poder. Son los héroes que no han echado un tiro. Símbolos de un mundo alterno que no supimos reproducir en éste.

Desde que me enteré de la muerte de Mandela he estado pensando en que, vaya curiosidad, varios de los héroes de mi humilde bóveda celeste particular son sudafricanos. Algo muy profundo me conecta con esa nación y su gente. No sé, quizás sea esa metáfora de la belleza más rotunda que irrumpe en medio del horror. Porque resulta que cuando los sudafricanos son buenos, son demoledoramente buenos. Como si el lado luminoso de la fuerza necesitara lanzar a estos prodigios del bien para intentar neutralizar los excesos de la oscuridad y el miedo. Así pues, descubrí la música gracias a la sudafricana Miriam Makeba (su Pata Pata es mi himno personal, debe ser la canción que más he escuchado en la vida. Cada vez que oigo el Pata Pata me debato entre las ganas atroces de bailar sin vergüenza o lanzarme a llorar como un crío). Uno de los grandísimos culpables de que se me haya ocurrido intentar escribir es también sudafricano, J.M Coetzee, porque cuando leí su novela salpicada de autobiografía, “Juventud”, me invadieron unas ganas prodigiosas de echar mi propio cuento condimentado por mis propias exageraciones y caricaturizaciones. Sudafricano es también Neill Blomkamp, responsable de la mejor película de ciencia ficción que haya visto el mundo en varias décadas: “District 9”. Blomkamp, hablando del apartheid pero en un contexto de humanos que desprecian a extraterrestres, hizo esa película que cada tanto aparece en el panorama para hacernos retomar la confianza en un género maravilloso y de grandísimo poder simbólico pero que ha sido asquerosamente vapuleado por la carencia de ideas, los efectos especiales vacíos de todo contenido y el dineral a caudal roto al servicio de la nada más absoluta.  Sí, llegó Blomkamp y nos mostró su District 9 y nos quitamos el sombrero y nos dieron ganas de volver a creer en la ciencia ficción, la de verdad. Tuvo que venir un sudafricano a dar un golpe en la mesa y a poner orden (y seso) en este desmadre.

Me detengo un momento en District 9 porque necesito hablar de Christopher Johnson, ese extraterrestre con aspecto de langostino moreno que se convierte en protagonista de la película. Christopher Johnson (su nombre verdadero lo desconocemos, porque los humanos somos incapaces de pronunciarlo y, sobre todo, no estamos interesados en hacerlo; “así que te quedas Christopher Johnson y más te vale que lo aceptes y los pronuncies bien”) es un alienígena especialmente inteligente, especialmente sensible; sólo él y su hijo son capaces de reactivar y tripular la nave que ha traído a los extraterrestres hasta Johannesburgo. Los extraterrestres viven miserablemente en un gueto, son los nuevos negros discriminados por el apartheid, la historia se repite pero ahora no es el hombre blanco el que somete al de piel oscura, sino es la humanidad la que segrega a los no humanos. En ese contexto, la vida de un “langostino” vale menos que una bala. Pero entonces surge la alianza entre un humano y Christopher Johnson. El humano se está “langostinizando” mientras que Christopher Johnson evidencia en cada acción una calidad humana que los humanos hemos prácticamente olvidado. Al final, Christopher Johnson logra escapar en su nave junto con su pequeño, pero promete volver: “debo salvar a mi gente, no los puedo dejar así”.  Y a pesar de que cuenta con armas poderosísimas para fulminar a quienes han maltratado a su pueblo, un arsenal suficiente como para aplastar a los humanos como insectos, Christopher Johnson se niega a hacerlo; él no quiere más sangre ni más violencia, él lo que quiere es liberar a su gente, perdonar a quienes lo odiaron y respetar el compromiso adquirido con el único humano que ayudó a salvarles la vida.

No es difícil pensar que Christopher Johnson es una suerte de Mandela. Una metáfora del Madiba intergaláctico. Y sí, se ha ido, pero de alguna manera volverá. Es más, estará siempre.

Me gusta este día pensar recurrentemente en dos imágenes infantiles pero que hoy tienen todo sentido para mí. En la primera están Mandela y Miriam Makeba cantando y bailando el Pata Pata en uno de los comités de recepción más felices del universo. En la otra imagen está el gran Obi Wan Kenobi -con su pinta de monje franciscano de la orden de los capuchinos-, se está dirigiendo al Consejo de los Jedis y anuncia: “La sesión de hoy la presidirá, finalmente, el más sabio y poderoso de los caballeros Jedis jamás: recibamos a Master Madiba”.