miércoles, 19 de febrero de 2014

Un aguacero de incertidumbres


Llevo años alejado del ejercicio del periodismo; sin embargo, fue en una escuela de Comunicación Social donde me formé, fue de periodista mi primer trabajo y también fue en esa carrera de Comunicación donde tuve la suerte de ejercer durante años como profesor. Insisto, no lo ejerzo pero de alguna manera me he mantenido siempre en contacto con el oficio.

El complejísimo y muy confuso panorama que azota a Venezuela en estas horas, acompañado de la censura feroz y de un bloqueo informativo descarado por parte del estado venezolano, ha hecho que las redes sociales y unos pocos portales cibernéticos se conviertan en el único medio masivo para compartir y difundir informaciones. Los periodistas, así como muchos ciudadanos comunes, se han visto obligados a emplear sus espacios virtuales para hacer escuchar voces y mostrar sus imágenes. Obviamente, a los periodistas consagrados que ya eran referencia, se han sumado otros nuevos con un discurso ágil y fresco. En la misma medida en que los medios internacionales han optado por acudir directamente a los periodistas que están en el sitio para obtener la información fresca y de forma inmediata. Apelar a los medios oficiales no tiene ningún sentido porque todos están alineados bajo un mismo discurso, nadie dará una versión de los hechos distinta a la que dictaminan desde el Ministerio de Comunicación y la Información (nombre que disfraza al orwelliano Ministerio de la Verdad de 1984 que es lo que realmente se gasta Venezuela en estos tiempos).

El momento, además de complejo y confuso, es avasallante. Centenares de noticias ocurren en simultáneo. La protesta toma las calles en prácticamente todos los rincones de Venezuela y es reprimida brutalmente por los cuerpos de seguridad del estado y por los grupos paramilitares adeptos al régimen. Crece exponencialmente el número de detenidos, torturados, muertos con balas disparadas a la cabeza (lo que evidencia que no son armas accionadas por cualquiera, se trata de pistoleros muy bien entrenados), otros han sido víctimas de arrollamientos, hay infinidad de heridos. El país arde, literalmente. Y como decía el presidente Guzmán Blanco hace ya más de un siglo: “Venezuela es como un cuero seco: la pisas por un lado y se levanta por otro”. La frase, ya lo vemos, no pierde su vigencia y se ha vuelto especialmente significativa en estos días.

Corren los tiempos de la inmediatez, una suerte de adicción por la novedad, el que se calla pierde, el que se lo piensa mucho también. No hay tiempo para la reflexión, para la discusión ni para la contemplación. La sed por la información expedita obliga a procesarlo todo sobre la marcha. No importa si mal digerido, mal pensado, mal analizado y pobremente investigado. Son millares los receptores que esperan la información como quien necesita una droga. Y además, los medios internacionales ejercen presión: dame más, dímelo todo a mí antes que a nadie, anda, date prisa, tiene que salir en nuestra edición web internacional esta misma noche. La información sale disparada en millones de vectores en una proporción directa con la confusión.

Los periodistas y analistas políticos están tratando de hacer su trabajo, pero también están forzados al análisis precoz. A sumergirse en el Maelstrom de informaciones encontradas o difusas, barajar ciertas teorías, combinarlas con algunas especulaciones, sentarse al teclado en pocos minutos o frente a la camarita de sus computadoras para vaciarlo todo allí antes que nadie. Y esto es sumamente riesgoso, porque se han convertido en referentes importantes, son –ahora más que nunca, convertidos por las circunstancias en especies de guerrilleros comunicacionales- los principales generadores de matrices de opinión. Son las grandes voces autorizadas para entender y explicar todo eso que nadie entiende ni se explica. Pero que, sobre todo, es aún muy prematuro para poder entender y explicar a rajatabla.

He leído y escuchado análisis realmente precipitados que sacan conclusiones tajantes de lo que ocurrió el pasado 18 de febrero. Allí se explica y se juzga lo ocurrido cuando Leopoldo López se entregó a las Guardia Nacional en medio de una concentración a la que había convocado. La jugada, por más amigos de la especulación y de la teoría del complot que pretendamos ser, fue realmente sorprendente. Como esos futbolistas que en una definición por penaltis cobran el último penal a lo Panenka. Una bombita para engañar al arquero; todavía no sabemos si ese penal acaba en gol, se queda corta o la tapa el portero. Se queda la pelota flotando en el aire, sólo el tiempo con el curso de los acontecimientos nos dirá el desenlace.

¿Por qué Leopoldo López se entregó voluntariamente a las autoridades? ¿Es cierto que llevaba días reuniéndose con Diosdado Cabello? ¿Por qué Nicolás Maduro y los medios oficiales aseguraron que lo estaban “protegiendo” al líder de la oposición porque sabían de planes de la “ultraderecha” para asesinarlo? ¿Por qué, según Telesur, la esposa de López confirmó esa teoría de la protección de su marido en manos del gobierno venezolano en una entrevista ante CNN en español? ¿Por qué Diosdado Cabello es el encargado de custodiar y ruletear personalmente a Leopoldo López llevándolo a destinos que no son los que dice Nicolás Maduro? ¿Cómo es eso de que alguien se entrega para que le protejan la vida pero inmediatamente es imputado con una decena de cargos gravísimos? Por más ambiciones políticas que tenga un líder, ¿cómo siendo padre de dos hijos pequeños se entrega a unas autoridades en las que no cree y en un contexto donde no existe ni lejanamente la justicia? ¿Cómo es posible no pensar que acabará en una situación tan lamentable o aún peor a la del pobre Iván Simonovis?

Un aguacero de dudas, acaso ninguna certeza.

Y obviamente la situación se presta para la especulación, para las mil y una hipótesis sin confirmación, para el huracán de las conjeturas. Cada venezolano y cada ciudadano del mundo interesado por la situación de Venezuela debe tener las suyas dándoles vueltas en la cabeza. Los periodistas y analistas políticos también, son personas, por supuesto, pero no es el juego que les corresponde. Su responsabilidad y su oficio les exigen cierta pausa en medio del maremágnum. Tienen que tomarse el tiempo –ese mismo que nadie tiene- para la reflexión, para sopesar ideas, para investigar, discutir, airear las hipótesis para que se vayan decantando; además de encontrar las palabras y el tono justos para aterrizar esas delicadísimas conclusiones.

Los periodistas y analistas políticos han exigido que la protesta sea organizada, que los líderes de la oposición diseñen y comuniquen estrategias claras y viables de acción, han hecho reiterados llamados a la sensatez. Muy bien, están en su derecho, es el nuestro pedirles a ellos exactamente lo mismo en medio de estas horas oscuras.


viernes, 14 de febrero de 2014

Alumnos.


He estado varios días dándole vueltas a este texto. Buscando la manera de escribirlo. Lo he iniciado y lo he borrado entero decenas de veces. Al final, he decidido que él salga solo, a su manera, yo trato de controlarlo pero al final él será lo que le dé la gana. Como quienes me lo inspiran y a quienes se los dedico: a mis alumnos. De mí, con suerte, quedará apenas un rastro, un intento de orientación.

Vengo de un hogar de profesores. Lo fueron mis padres, lo son mis dos hermanas. Yo era de los que quería ser astronauta, futbolista, ingeniero o artista… lo de ser maestro, la verdad, no estaba en mis planes. Menos mal que me equivoqué.

Comenzaré por decir que la primera vez que entré como profesor a un salón de clases, yo era apenas un chamo que le llevaba pocos años a mis estudiantes. Fue un día terrible, desde el mismo momento en que escribí sobre la pizarra mi nombre y el de la materia, se me nublaron las entendederas, se me secó la boca como papel de lija. Durante una hora estuve diciendo disparates –más que nunca-, se me hizo un corto circuito espantoso entre el cerebro, las manos y la lengua, y hubo un punto en el que no supe bien si vomitar sobre el escritorio o largarme a llorar de tanta incompetencia.

Para la segunda clase, además de una botella de agua, me apertreché con fotografías, cómics, música, videoclips. Que por lo menos eso, más la participación de los alumnos, me sirviera de balsa de salvamento en caso de otro corto circuito. Afortunadamente funcionó. Funcionó, sobre todo, porque a ellos les dio la gana de que funcionara.

Con el paso de los años fui estableciendo una relación con mis alumnos, con un número creciente de ellos, algunos se convirtieron en mis aliados, otros en mis amigos, otros en mis colegas. No sé si la relación que logramos construir con algunos alumnos sea una variante especial de la amistad; a veces –sobre todo para los que no tenemos la fortuna aún de ser padres- me temo que hay casos en los que se parece un montón al vínculo que se teje entre padres e hijos, o tíos y sobrinos, o hermanos mayores con menores. Es una cosa muy rara, difícil de definir. Es como descubrir que finalmente has encontrado interlocutores fuera de tu familia, amigos y colegas; de pronto te encuentras con una gente para la que toda esa gama infinita de pasiones y disparates que uno tiene para compartir también les hace sentido.

Resulta inevitable sentir, ya uno entrado en la cuarentena, que de los mil millones de planes y proyectos personales que se tenían no habrá tiempo para culminarlos o llevarlos a buen puerto. Pero poco importa, porque están los alumnos, ellos recogerán el testigo, serán ellos los que al final libren por ti. Ellos lo harán, a su manera, y aún mejor que nosotros.

Mis alumnos no lo saben, jamás se los he dicho: yo tengo la fortuna de vivir gracias a ellos y por medio de ellos. Son mi orgullo. De no ser por esa gente yo sería con seguridad un tipo más triste, y me sentiría definitivamente más incompleto. Gracias a mis estudiantes he logrado armarme una vida que me gusta. Me mantienen al día, me obligan constantemente a estar buscando cosas e investigando en asuntos que jamás se me hubiera ocurrido indagar. Sí, es verdad, también me sacan de quicio, me vuelven loco, me dan ganas de estrangularlos. Todos los años sentencio que es el último, que se busquen a otro, que este curso ha sido el más complicado de todos jamás. No han sido pocas las veces que les he dicho: “me esperaba mucho más de ustedes. A ver si se ponen serios. Que sepan que tanto talento sin disciplina no sirve de absolutamente nada”. El hecho es que, entre las poquísimas convicciones que tengo a rajatabla en la vida, una es que daré clases y disfrutaré de mis alumnos hasta que el cuerpo aguante.

Por eso veo hoy a los estudiantes que protestan en Venezuela y se me anuda la garganta con el estómago y con el alma en el medio. Enfrentándose a inescrupulosos hombres armados que les disparan a la cara, que les responden los gritos con plomo, que los patean, los golpean con manoplas, los asfixian, los humillan, los torturan. Ya van varios muertos. Como dice mi amiga Violeta Rojo: “Sueltan algunos estudiantes y comienzo a escuchar de torturas, picana, electricidad, golpes. Todos los milicos estudian en la misma escuela de infamia”. Me imagino que uno de esos muchachos pudiera ser uno de mis alumnos y de nuevo me gana la náusea; recuerdo entonces en un loop infinito e indetenible sus caras, sus intervenciones, sus trabajos, sus inquietudes. Y recuerdo también que siempre fueron como un cuero seco: los tratabas de pisar por un lado y se te levantaban por otro. Indetenibles, con esa fuerza y ese espíritu indoblegable de los que a esa edad se creen inmortales. Y uno, desde las canas, los trata de atajar: “que no hagan eso, que es peligroso, que no se dan cuenta de que esos tipos están armados y llenos de odio, que son unos malandros con licencia para matar, cómo se te ocurre enfrentarte a eso”. Y los alumnos te responden: “Pero es que igual no tengo vida. Igual si me quedo quieto me van a matar. Yo me juego la vida en este país todos los días aunque me quede encerrado en mi cuarto. Por lo menos morir peleando que vivir de rodillas”.

Ojo, que no se diga que desde aquí los estoy enviando a la calle, que no se piense que quiero que esos muchachos den la cara por mí y se expongan a la tragedia… sólo digo que la experiencia de casi dos décadas me ha enseñado que, cuando se les mete una idea en la cabeza, son incontrolables. Que la rebeldía en la juventud es la única prueba que haga constar la existencia de la generación espontánea en la vida real. Y mientras más se les reprima, se les encierre y se les intente castigar, más serán los que encontrarán un sentido en la rebeldía. Mis alumnos han sido mis mejores maestros en esa materia.

A estas horas, mientras escribo estas líneas, sigue habiendo muchachos cuyo paradero se desconoce. Siguen filtrándose por las redes sociales las imágenes y testimonios de la tortura. Ronda en el ambiente una palabra horrible que los venezolanos pensábamos erradicada de nuestro léxico común: Desaparecidos.

Hago un llamado desde aquí a todos los que hemos tenido, por una razón u otra, alumnos en nuestras vidas: no podemos olvidar a esos muchachos que atraviesan el horror ahora mismo en manos de los infames. No podemos abandonarlos ni perderles la pista. Tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que regresen a sus casas y salones de clases, sanos y salvos, cuanto antes. Es, quizá, la razón de mayor peso que exista en estos instantes para actuar y protestar sin descanso.