martes, 5 de septiembre de 2017

Abandonar unos zapatos


A mí me gustan esos zapatos. Aunque pensándolo bien me gustan cada vez menos. O me gustan pero no tanto y con menor frecuencia. Son unos zapatos que me suelen dejar -literalmente- mal parado, pero al mismo tiempo me recuerdan enormemente a mi tío Catire. Resulta que con estos zapatos antes de ponérmelos tengo que mirar al cielo, asomarme por la ventana, revisar por todos los medios analógicos y digitales si llovió o si acaso lloverá. De esta exhaustiva investigación climática dependerá si me los calzo o si los dejo ahí arrumados al fondo de la zapatera, ahí mirándome, como cachorros tristes.

Es que resulta que esos zapatos resbalan, resbalan despiadadamente, resbalan sin avisar, resbalan a traición. Patino con esos zapatos como si de pronto el suelo si hiciera líquido o los escalones se vaporizaran al mínimo contacto con las suelas. Súbitamente donde estabas pisando ya no está, las partículas que se mantenían tan juntas conformando un sólido de pronto se sueltan de las manos y se evaporan. Y ahí quedo yo dando volteretas en el aire o haciendo maromas ridículas para mantenerme en pie.

Entonces, ahí en el medio de la calle, independientemente del resultado de si me caí de culo o logré (con la agilidad que ya no me sobra) mantenerme erguido, recuerdo a mi tío Catire y me quedo varios minutos pensando en él. Porque resulta que mi tío Catire tenía también unos zapatos queridos y hermosos que lo hicieron cierto día aterrizar de coxis en plena plaza de la Candelaria, mientras caminaba hacia su trabajo en tribunales, a la hora del almuerzo, espantando una nube de palomas, con toda esa gente ahí de espectadora sentada al sol. Y entonces mi tío Catire -lo escuché de su propia voz con mi boca abierta, abismado de tanta fascinación y susto- se quedó sentado ahí en el centro de la plaza, se quitó sus zapatos italianos de piel, hechos a mano, con cuero de testículos de no sé cuántos millones de canarios, y cuando se levantó llevaba los zapatos en la mano, se fue hasta la cesta de la basura y cogiendo todo el impulso del mundo, como si fuera un basquetbolista que la clava y se queda pendulando del aro, los arrojó ahí. Les mentó la madre en voz alta a los zapatos del coño, con el alma entera, haciendo revolotear una segunda nube de palomas y levantando una segunda ola de carcajadas, y se fue así, descalzo a los tribunales. 


Pues sí, yo cada vez que me pongo mis zapatos que me gustan tanto pero cada vez menos y a los que quiero con un toque de rencor de manera similar a la que alguna vez uno quiso a alguna exnovia malvada, acabo resbalándome y haciendo papelones en público, y me paso entonces las próximas cuadras recordando a mi tío Catire, con unas ganas infinitas de quitarme también los zapatos en el medio de la calle, abandonarlos en el primer contenedor de basura, irme en medias hasta la casa o hasta el salón de clase. Pero no me atrevo. Porque mi tragedia es que aún no tengo claro si es bueno o malo saber definitivamente que yo no estoy tan loco -no soy tan valiente- como el tío Catire. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Como lo he disfrutado,ya le hice promoción con los familiares del tio Catire. Brillante y bota esos zapatos por mucho que te gusten. Es la orden del C.C

Zhandra Zuleta dijo...

"...mis zapatos que me gustan tanto pero cada vez menos y a los que quiero con un poco de rencor". Y así es como, de repente, un relato tan tuyo se vuelve universal: porque todos tenemos un ex así. ¡Grande!

adriana bertorelli p. dijo...

Ese par de zapatos es imprescindible en cualquier closet. Todos hemos tenido zapatos queridos y dolorosos que nos hacen ampollas o que nos hacen resbalar (yo tenía unos preciosos con los que patiné horrorosamente por el Cubo Negro con 8 meses de embarazo y con los que fui a tener a los brazos de un guardia de seguridad). También está el vestido tan bonito que te hace ver 15 kilos más gorda o con los brazos corticos o el pantalón sensacional al que, por alguna razón inexplicable, se le baja el cierre solo si estás en un lugar en donde puedas pasar vergüenza.