lunes, 1 de octubre de 2018

La constancia de no fumar


Como soy un animal de costumbres, suelo hacer la misma caminata por las mismas calles todos los días y a las mismas horas. Ya en el trayecto de vuelta me cruzo siempre con una pareja singular que trabaja en uno de esos edificios con helipuerto en la azotea y donde se dan reuniones importantes de gente importante que no toca tanto el suelo ni se enfrenta al tráfico cotidiano como el resto de nosotros, los mortales de a pie. Pero lo importante en esta historia es la pareja. Ella es alta y guapa y viste casi siempre de falda y medias y botas altas en riguroso y elegante negro. Y él es bajo y gordito. Es una especie de Jack Black pero con pantalones de pinza y cinturón con hebilla dorada. Y con una barba que no le termina de poblar bien la cara pero él insiste. Dirá que lo hace ver más delgado. Ella le lleva fácilmente una cabeza. Él la mira con las manos en los bolsillos, desde abajo, con el cuello inclinado en permanente contrapicado. Ella fuma. Él no. Él acompaña simplemente. Solidariamente. Uno podría pensar que es un exfumador, que está en esa etapa todavía en la que uno no sucumbe a la tentación de encender un cigarro o darle una calada, pero sí le gusta fumar por rebote, como en reflejos, que fume otro que uno se contenta respirándose el humo. Sin embargo, a fuerza de cruces y miradas de reconocimiento, me he dado cuenta de que no es por el cigarro que él baja todas las mañanas a esa esquina, es por ella. Es por la flacota que baja a no fumar el gordito. Seguro que ellos también me tienen un nombre a mí, quizás me llamarán el loco de los audífonos. O el despeinado, mejor. Hoy se me acabó la música justo cuando me acercaba a la esquina donde estaban ellos. Me detuve a buscar en el aparato algo nuevo para poner a sonar a todo vatio en los audífonos. De reojo miro que ella le da una última calada al cigarro, lo arroja el piso, lo aplasta con la bota de cuero. Él le dice: bueno, ¿subimos, no?. Y ella le responde: ¿Y hoy no me das ni un beso? A él le da pena, sabe que tienen testigo, que estoy cerca, que quizás he oído, que seguramente estoy espiando; pero ella se le acerca, se le planta enfrente, agacha la cabeza, le busca la boca. Me pongo los audífonos y paso junto a ellos mirando al piso y como quien no ha visto nada porque nada está pasando. A los pocos metros giro con discreción el cuello para ver si siguen allí, con ganas de hacerle un gesto cómplice al gordito, una sonrisa solidaria, un puño al aire como quien hincha por el mismo equipo que ha metido un golazo; pero ese gordito está en otra, tiene cosas mucho más importantes que hacer que estar pendiente de si alguien mira. Ahí sigue, efectivamente, enfrascado en su universo a escala, besado y feliz, recogiendo la cosecha después de tanta constancia en todos esos cigarros no fumados.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Disfruto mucho tus relatos de experiencias de viajes y caminatas. Tenias tiempo ,sin escribir por acá. Gracias, Augusto Herrera.

Anónimo dijo...

Volviste a escribir en Rostros de Viento. como disfruto tus experiencias de viajes y caminatas.

Maria D. Torres dijo...

Regresando al blog! Que bueno!

Anónimo dijo...

¡Qué buen relato! Tu narración me acerca mucho a esa peculiar pareja, que también he visto en otros lugares. Gracias.

Anónimo dijo...

Primera vez que visito este “lugar” después de tantos meses de leerle en cierta cantidad limitada de carácteres . Veo las fechas y siento algo de tristeza porque me ha encantado lo que encontré, no sé si usted siga actualizando aquí pero hay algo seguro : volveré a visitar este lugar esperanzado.