Martes 17 de abril. Finalmente ha llegado el
día del concierto de Radiohead. Habíamos comprado las entradas hacía meses,
como desde octubre del año pasado. Un poco caras… no, mentira, escandalosamente
caras, mucho más caras de lo que uno pagaría a estas alturas de la vida por ver
un concierto en un campo de béisbol; pero bueno, es Radiohead, hay que hacer el
esfuerzo, Radiohead lo merece. Porque,
dime tú, cuándo se va a presentar una segunda oportunidad para irlos a ver. Sí,
mejor vamos.
Se acerca la hora del concierto y llueve.
Llueve con rayos y con truenos y las calles se inundan y no hay taxis (a los
taxis aquí también se les llama unidades:
“no contamos con unidad para prestarle el servicio, caballero” y gozan también del
curioso don de todos los taxis del mundo de
desaparecer justo cuando más los necesitas) “¿Será que no vamos?” “Pero
es que ya nos gastamos ese dineral y no lo vamos a perder y además es Radiohead”.
“No, tienes razón, claro que vamos”.
Nos vamos en metro, hay que tomar la línea
naranja, hacer la transferencia en Tacubaya y de allí recorrer como diez estaciones
por la línea marrón hasta Ciudad Deportiva, una vez te bajas en esa parada se
caminan unas diez cuadras y ya está, te están esperando Thom Yorke y compañía
en la tarima… Se ve tan facilito en la teoría, pero es la hora pico y afuera
llueve y Tacubaya es un hormiguero, llega un tren y no nos logramos subir, no
cabemos, no hay manera de embutirse en esos vagones atestados de miles de
personas que están tan cansadas que ni hablan. Esperemos mejor al próximo tren.
El andén se llena más y más, el metro nada que llega y los que están atrás
empiezan a empujar y uno, aunque no quiera, acaba traspasando la línea amarilla
y contorsionando vértebras y cervicales de manera que acaban contradiciendo
todas las leyes posibles de la física (y sobre todo las de la flexibilidad,
porque uno no tenía idea de que fuera capaz de asumir semejantes posturas). Por
largos minutos nos encontramos condenados a flotar en un océano de bigotes,
sobacos, moños de pelo, gomina, intercambios espontáneos de caspa y perlitas de
sudor. Llega finalmente el tren y el muy cabrón cumple una vez más con ese
extraño axioma donde las puertas jamás se abrirán justo enfrente de uno, sino exactamente
dos metros más allá y dos metros más acá. Nos abrimos paso a los codazos “agárrate
de mí que yo te arrastro” y entramos (nos entran) a presión de manguera de
bomberos en el vagón. “Ya está, tranquilos que tenemos toda una hora para
llegar”. Se suman las estaciones y en cada una de ellas se suben diez sin que
se baje ni un alma. Reproducimos las posturas de consagrados yoginis -idénticas
a las del andén de Tacubaya pero ahora mejoradas para poder ejecutarse dentro
de un vagón del metro-. Cuando ya la
claustrofobia es más grande que uno llegamos finalmente a Ciudad Deportiva, y aquí
cambiamos de disciplina, ahora nos convertimos en acarreadores de un equipo de fútbol
americano, hay que poner la cabeza como un misil apuntando hacia el frente,
subir los hombros, inclinar el cuerpo hacia adelante, empujar con todo el peso
del cuerpo, disponerse a derribar cualquier obstáculo que se interponga entre
nuestro camino y la puerta (estas puertas que no abren por más de diez segundos
y que se cierran como guillotinas). Salimos disparados, rasguñados y sudados hasta
que caemos como hombres-bala en medio del andén de Ciudad Deportiva. “Lo logramos, no sé cómo coño, casi no
vivimos para contarlo, pero aquí estamos”. “Eso sí, ya yo estoy agotado y con
ganas de irme a mi casa y todavía nos faltan como 4 horas aquí”.
Salimos entonces a la intemperie después de
horas en aquel inframundo del metro. Afuera el cielo está encapotado, la brisa
fría, empieza chispear una lluvia grisácea como de apocalipsis. “Boletos,
boletos, compro o vendo boletos” susurran centenares de revendedores que
parecieran estar vendiendo drogas sintéticas. Y unos pasos más adelante
alternan el cantadito con “boletos y capas, boletos y capas para el concierto”. ¿Capas? Sí, a los impermeables plásticos
desechables, hechos como con bolsa de basura, les llaman capas. Y es que se
viene la lluvia, si miras al cielo te dan ganas de llorar. “¿Será que compramos
un poncho de esos?”. “No, vale, ya hoy llovió, ni de vaina va a volver a llover”.
“Pues yo sí me voy a comprar uno: ¿señora me vende una capa?”.
“Qué maravilla, yo nunca he tenido una capa”.
“Yo tampoco, es mi primera capa en la vida”.
“Yo tampoco, es mi primera capa en la vida”.
Caminamos hacia la entrada, la lluvia infesta
nos moja la cara, el trayecto es accidentado y resbaladizo. Hay que caminar por
un autódromo, pasar por el primer
control, mujeres a la izquierda, hombres a la derecha, nos reunimos de nuevo, pasamos
la recta principal, la primera curva, la segunda, las chicanas por donde se
suben a dos ruedas los autos de carrera, y otra recta, y otro control de
vigilancia “se les agradece tener boleto en mano”, y otra curva y más chicanas
y otras rectas y más controles de seguridad (“si puede por favor devolverse
porque mi máquina no lee los códigos de barra pero la de mi compañero que está
allá a dos kilómetros sí que se los va a leer”) y otras curvas y otras rectas y
más chicanas y coño de la madre dónde carajo se le entra a esta mierda.
Finalmente la entrada N aparece a mano
izquierda. Un último control, otro chequeo más, “Bienvenido, camine tantito
hasta el final y luego suba por las escaleras hasta llegar a su puesto”. Y llueve en serio. Llueve ahora
como llovió en la tarde, con truenos y relámpagos y eso que llaman una lata de
agua cayendo del cielo. Y los puestos quedan subiendo las escaleras y luego
otras y luego otras y luego en la fila 17 después de la cuarta escalera. El
escenario se ve allá al fondo a la derecha como una caja de fósforos arrojada en
medio de un campo de golf.
“Pero estos puestos son una mierda”.
“Sí… y si te digo lo que costaron me mandas a
la mierda tú a mí”.
Llueve y bate una brisa antártica y uno allí montado
en la fila 17 de la cuarta tribuna. Y el concierto era a las 8.30 pero ya son
las 9 pasadas y a las 9.45, presos de la desesperación y víctimas de la
hipotermia, mojados como pollos (incluyendo a quien lleva capa) decidimos bajar
todas las escaleras y refugiarnos en un descanso bajo techo. Pero el techo
tiene goteras, se acumula el agua por una canal, baja por las columnas a
cataratas, la gente se está mojando allí igualito o más que a la intemperie.
Los de la escalera de al lado, en la entrada M, hacen la ola y unos muchachos
que están a nuestro lado gritan: “Vámonos todos a la otra escalera que nos
mojamos igualito pero están más divertidos”. Y se van como 100 con ellos.
A las 10.15 se monta Radiohead. “El coño de
sus madres, estos artistas”. Llueve ya un poco menos, la gente escucha los primeros
acordes de la guitarra de Johnny Greenwood y corre hacia sus puestos llevándose
lo que sea por delante. Y nosotros con
ellos. Llegamos a la fila 17 de esa escalera que conduce al techo del mundo y a
nuestro lado, justo en el puesto de la derecha, vemos a una chica que llora.
Llora las primeras cuatro canciones, y no llora porque está emocionada, llora
porque se ha peleado con su novio y él se fue y se llevó las llaves de su auto
y ahora está sola, peleada, mojada y sin saber cómo se va a su casa que queda
en esta misma ciudad pero en otro planeta. A la quinta canción la chica baila,
baila sola y bebe y fuma y es feliz y sigue bailando. Sola. Escuchamos el
concierto (casi lo vemos) allá desde la cajita de fósforos que queda en el
cinturón de asteroides entre Júpiter y Saturno .
Se hacen las 11, nos tenemos que ir porque el
metro cierra a las 12 y el camino a casa es de más de una hora.
Abandonamos el concierto de Radiohead aún por
la mitad. Thom Yorke toca canciones nuevas de un disco que no ha salido y que
nadie conoce y que no tiene guitarras ni batería ni bajo, sino que lo hace todo
él solito con un tecladito atroz que en mala hora se ha comprado. Johnny
Greenwood hace la pantomima de que toca la guitarra y mueve mucho su largo
flequillo, pero no se lo cree ni él mismo. No está tocando nada. Él también
baila solo.
Bajamos del cielo, recorremos una vez más las
17 filas y las 4 escaleras, salimos por la puerta N que nos lleva de vuelta al
autódromo con sus rectas, curvas y chicanas que se reproducen al infinito en
generación espontánea. Con los últimos
arrestos finalmente nos asomamos a la boca del metro y está cerrada. “Es que a
estas horas sólo está abierta la puerta que queda 5 cuadras más allá” dice un
señor que vende cigarros Camel al detal.
Caminamos a oscuras por una selva desierta de
concreto, aguas empozadas y orines rancios que alguien vació allí hace semanas
y que no hay lluvia ni manguera en este mundo que pueda con ellos. Atravesamos una avenida de 7 canales en las
que todo el mundo va a 120 kph y nadie jamás frena (incluso, si ven un peatón
aceleran). Encontramos la bendita entrada del metro casi tapiada bajo una nube
de vendedores ambulantes. Nos arrastramos hasta el andén y cuando por fin llega
el metro nos lanzamos como costales de papas viejas y húmedas sobre los
asientos verdes.
“Joder, qué desastre de concierto, qué
decepción. Y qué manera de perder la plata”.
“No, no la perdimos. Te equivocas. La invertimos
en nuestra contra”.
7 comentarios:
Decepcionarse de un concierto de una banda que tienes en un pedestal, es una de las cosas más peligrosas y tristes que hay. Es como uno de esos viajes iniciáticos en los que un protagonista muy joven pierde la inocencia luego de confrontarse con la dureza de la vida, o algo muy parecido.
A mí me pasó con el horrendo concierto de los Red Hot Chili Peppers, que hicieron en una cosa horrible que se llamaba "El Valle Del Pop", y que quedaba en algún punto entre Guarenas y Guatire. No sólo fue la roncha, sino el sonido y, como te pasó con Radiohead, que los pana vinieron a tocar todo el repertorio del nuevo disco que, por supuesto, no nos sabíamos los que allí estábamos para escuchar By The Way, Under The Bridge, Californication, etc. Afortunadamente, ya me reconcilié con ellos y hoy siguen en el pedestal, aunque en un escaño muy por debajo del que estaban.
Hay otra cosa, a medida que pasa el tiempo uno recuerda más la roncha que los conciertos en sí. Al menos a mí me pasa así, supongo que es parte de “la madurez”. La roncha conciertística es genial hasta que descubres que tus dioses son humanos, que desafinan, que se pelan, que algunos vienen a hacer conciertos de trámite, que dicen lo mismo en cada concierto, que hasta los chistes son iguales, que ese gesto con la bandera ya lo viste en Youtube cuando estuvieron en México, en Chile, en Argentina, en… Luego, te vuelves más discriminatorio con los conciertos, ya no vas a cualquiera sino sólo a aquellos que crees que merecen la roncha que pasarás. En fin, espero que tu afecto por Radiohead no se haya visto mermado por esto.
John, A pesar de que la experiencia fue un espanto (menos mal que nos estamos riendo ahora, eso sí) seguiré siendo fan de Radiohead y espero que el disco que viene en camino -a pesar de lo que asomó Thom Yorke ese día, que no pintaba nada bien- vuelva confirmarnos el grandísimo grupo que ha demostrado por años ser. Estoy seguro de seguir siendo devoto de la banda que tan buenos momentos me ha regalado, pero también estamos seguros en esta casa de que no volveremos a un concierto en ese lugar nunca más. Así como tú seguramente no volverás al Valle del Pop por más que regresen los Red Hot a Venezuela.
Gracias por leer y comentar, mi bro. Un fuerte abrazo.
pero la roncha sirvió para armar una buena crónica, no?
(vaso medio lleno)
Que bien narrado, tanto que me siento cansada , emparamada y con frio en esta larga y accidentada aventura, en busca de Radiohead.
Muy bueno y cómico el relato.
uhm...
primero totalmente de acuerdo con John Manuel, decepcionarte en un concierto que esperas que jode es algo que te puede matar por dentro, a mi me paso cuando una banda llamada Overkill vino a Maracay, el toque fue bueno, pero un peo personal casi lo manda todo al demonio...
y bueno estimado, la vida me ha enseñado que ir a conciertos se puede volver un verdadero desastre si uno no se rompe el coco y se hace una especie de logistica que lleve como ir, como regresar, que hacer en la espera, controlar los gastos mientras pasan las horas y bueno, disfrutar el toque de tal manera que cuando se acabe y se te baje el rush de adrenalina la realidad no te zampe una cachetada...
muy buen relato estimado, esperamos que en el proximo toque le vaya mejor...
saludos.
Hasta contando penurias me haces sonreír. Imaginé el "desmadre" por parecido, estuve en el Estadio Azteca para ver a Cerati en su gira de despedida y aunque no llovió, igual anduve en el cielo y por el jaleo de brazos y empujones, a pesar de que iba resguardada por varios amigos, perdí una pulsera de oro que tenía no sólo valor en kilates sino en sentimientos. Lo descubrí antes de que empezaran a cantar y casi que me devolvía en su búsqueda pero cualquier cosa que hubiera hecho habría sido tan inútil como dejar de bailar al oírlos...
Estaré en el DF pronto, ojalá pudiera saludarlos.
Un beso
Ophir
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