Ha muerto el pasado 5 de junio el gran
escritor/soñador estadounidense Ray Bradbury. Algunos sostienen que no es
cierta la noticia de su muerte, que simplemente el hombre dio por concluido su
experimento de 91 años en esta Tierra, se subió entonces a su nave espacial
particular y despegó rumbo a esos mundos que tanto soñó y con los que nos hizo
soñar. Seguirá, seguramente, escribiendo sus Crónicas marcianas pero ahora
desde otro tiempo y otros espacios.Para quienes nos gusta la ciencia ficción es
inevitable sentir con la partida de Bradbury una suerte peculiar de orfandad,
más aún cuando en marzo de este mismo año fuimos sacudidos por la desaparición
física de otro de nuestros grandes padres, el prodigioso ilustrador de cómics
Jean Giraud, mejor conocido como “Moebius”.
Quizá los escritores que nos apasionan se
puedan dividir en dos grandes especies: aquellos que nos dan ganas de leer y
aquellos que nos estimulan las ganas de escribir. Bradbury era de una raza aún
más especial y entrañable: la de los que nos producen, por igual, ganas de leer
y de sentarnos a escribir.
Ray Bradbury, el eterno niño de Waukegan -esa
pequeña población de Illinois de menos de cien mil habitantes que casi ni
aparece en los mapas- fue siempre un animal extraño entre los raros. Su
formación, más que en la escuela o en cualquier universidad, ocurriría en el
seno de una biblioteca pública donde se encerró durante una década para leerse
todo lo que allí se encontraba: clásicos, best sellers, revistas, folletines,
publicaciones científicas, cómics. Y allí en ese lugar, rodeado de libros y
siendo un joven bibliotecario, conocería también a quien fuera su compañera de
vida en este mundo. Curiosamente, a pesar de la extensa obra, los galardones y
las alabanzas, Bradbury nunca se consideró a sí mismo un autor de ciencia
ficción; para él sus obras eran “fantasía”, tal vez como un mecanismo de
defensa que supo desarrollar a partir de las críticas y desprecios por parte de
sus contemporáneos adeptos a la ciencia ficción dura, quienes consideraron a
Bradbury un representante por excelencia del subgénero de la ciencia ficción
“blanda”.
La ciencia ficción de Bradbury, esa que nos
ha legado en obras maravillosas como sus Crónicas marcianas, El hombre
ilustrado, Fahrenheit 451 (título que corresponde a la temperatura a la que
arde el papel), Las doradas manzanas del sol, El ruido del trueno y El verano
de la despedida, entre tantísimas otras producciones –Bradbury escribió
muchísimo, una obra heterogénea y prácticamente inabarcable donde también
incursionó en el ensayo como en el sublime Zen en el arte de escribir- distaba
en gran medida de las propuestas más duras de autores consagrados del género
como Isaac Asimov, Frank Herbert, Arthur C. Clarke o Brian W. Aldiss. Se
parecía más bien, con sus diferencias y particularidades, claro está, a esas
propuestas más filosóficas o esos ensayos literarios de naturaleza
antropológica de escritores como el polaco Stanislaw Lem. La ciencia ficción
para Ray Bradbury no era un fin, era más bien un accidente. Un accidente
sublime y afortunado (que también los hay). Por eso el sempiterno muchacho de
Illinois no se preocupaba mayor cosa en explicar cómo funcionaba exactamente la
nave que llevaba a los expedicionarios a Marte, a cuántos pársec por segundo
viajaba y cómo hacía para dar los saltos por el hiperespacio evitando caer en
agujeros negros o supernovas. Tampoco le quitaba el sueño (ni nos lo quitaba a
sus lectores) el estarse explayando en las descripciones tecnológicas o en las
bases científicas que supuestamente sirven para dar un piso sólido a las
especulaciones ficcionales típicas de la ciencia ficción. La nave volaba y
llegaba a Marte, y en Marte el paisaje se parecía al de la Tierra, punto. O era
tal la desemejanza entre lo dejado atrás y lo recién conocido que los terrícolas
no teníamos conceptos ni patrones de referencia ni palabras para poder
comprender ese mundo extraño en el que habíamos ido a parar. Éramos incapaces,
dada nuestra ceguera terrenal, incluso de verlo, mucho menos de aprehenderlo.
Al contrario de la inmensa mayoría de los escritores de ciencia ficción, no le
interesaba prever el futuro, se contentaba simplemente con sembrarnos la
advertencia (y ya le tocará cosecharla a cada quien).
Quizá la fascinante peculiaridad de Ray
Bradbury se deba a que hacía uso de ciertas convenciones características de la
ciencia ficción pero para darles un giro de tuerca que acababa proponiendo una
reflexión sobre las esencias más profundas de la humanidad. Por eso sus
bomberos de Fahrenheit 451 no apagaban fuegos sino que los provocaban, los
provocaban además para quemar libros (una historia inspirada en la anécdota
histórica de aquella gran quema de libros ordenada por Hitler en Berlín, hecho
que angustió terriblemente a Bradbury). Y por eso mismo, en El Picnic de un
millón de años, la última de sus Crónicas Marcianas, el padre se lleva a su
familia a ver finalmente a los marcianos, y los encuentran en su propio reflejo
sobre las aguas: ¿quiénes son los marcianos? Los marcianos somos nosotros.
Pienso que precisamente en este extraño arte
de convertir zapatos en sombreros (una cosa que en teoría parece sencillísima
pero que en la práctica solo les queda bien a aquellos que cuentan con la
maestría del gran Ray) se encuentra el meollo del asunto de por qué es tan
importante que jóvenes y adultos se asomen a la obra de Bradbury. Hay que
leerlo. Bradbury es, sin duda alguna, un imprescindible, independientemente de
que nos guste mucho o poco la ciencia ficción. Porque es el gran maestro que
nos lanza al futuro, al pasado remoto o a los confines del espacio exterior
simplemente para que nos encontremos con nosotros mismos y nos demos cuenta de
que los seres humanos no somos otra cosa que unas criaturas temerosas, perdidas
en un mundo extraño (no hay que irse tan lejos, este planeta nos sigue siendo y
pareciendo extrañísimo), buscando siempre explicaciones y formas de control -ya
sean culturales, ideológicas, morales o literarias-, porque al final le tenemos
pánico al sinsentido, franco pavor al absurdo, a que las cosas no se parezcan
–o se parezcan en exceso- a las cuatro ideas que tenemos “claras” en la cabeza.
A lo largo de sus noventa años de vida –una
vida por demás feliz, en permanente estadio de enamoramiento por la simple
gracia de sentirse vivo, porque Bradbury tampoco fue jamás un autor atormentado
ni poeta maldito, alcohólico o drogadicto ni un escritor de los que responde al
estereotipo ya tan gastado del genio huraño “porque esta vida en este mundo
miserable es asquerosa y yo vengo aquí a echarles la verdad en cara”- fueron
muchos los fans de Ray que se le acercaron para agradecerle por todos los
avances tecnológicos vaticinados en sus libros, y que finalmente se
corporeizaron en la realidad. Le agradecían así por los walkman y los
auriculares, también por las tabletas electrónicas, por los libros digitales,
por los televisores de pantalla plana, por los circuitos cerrados de
vigilancia, e incluso por el muro del Facebook y por los cajeros automáticos. Y
a cada una de estas adjudicaciones Bradbury respondía: “yo no inventé el futuro,
yo simplemente estaba hablando del amor que siento por la vida”. Por lo visto
el viejo Ray no estaba haciendo otra cosa que filtrar sus propias memorias y
sus propias emociones (las angustiosas pero las más vibrantes y cálidas
también) por medio de la imaginación. La ficción y la escritura le habían
servido de don y de medio para hablar de sí mismo, de las cosas que le
preocupaban y también de aquellas que atesoraba y se negaba en redondo a dejar
perder. Será por eso que incluso en el más futurístico o intergaláctico de los
relatos de Bradbury hay siempre algo de nostalgia, un toque vintage, algo muy
analógico y muy humano que subyace, algo que nos remite al pasado al tiempo que
nos dispara hacia el futuro. Las artes contemporáneas –quizás sin saberlo, porque
Bradbury es una especie de pionero invisible, la referencia de la que somos
deudores pero que casi siempre termina alcanzándonos por medio de otros–
parecieran estarse nutriendo de esta hermosa paradoja bradburiana: la alta
tecnología necesita de un espíritu, de una piel caliente, un fantasma
entrañable que habite dentro de la máquina, algo intangible bajo el maquillaje
y el disfraz que nos conecte con la infancia y con tiempos felices; porque así
realmente es la única manera en la que somos capaces de abrazarla y nos logra
conmover. La ciencia ficción de Bradbury, como pocas, emocionan y conmueven.
Los relatos de Bradbury están llenos de
memorias de su propia infancia, de recuerdos de su juventud, de instantes
memorables grabados en su corteza cerebral y, sobre todo, en su generosa alma.
Hace un año escaso, durante una entrevista a razón de sus noventa vueltas
alrededor del sol, le preguntaban a Bradbury -con cierta ironía- qué planes
tenía para el futuro: “Estoy planificando mi obra para los próximos diez años y
espero que ustedes sigan aquí para acompañarme”. Qué belleza. Lástima que las
risas, las del nonagenario y la de todos, no hayan quedado registradas; pero
ciertamente las podemos imaginar y sentir.
El mundo soñado, experimentado y propuesto
por Bradbury, para bien y para mal, es un lugar extraño poblado por una gente
rarísima. “Bueno, comenzando por nosotros mismos, querido lector”, nos susurra
la voz del gran Ray desde otro planeta que curiosamente sabemos se halla
orbitando en lo más profundo de uno mismo.
Publicado originalmente en PezLinterna, revista especializada en la investigación y promoción de obras para jóvenes.
1 comentario:
Fué publicado en Revistas para jóvenes pero yo que estoy en la tercera edad , lo he disfrutado bárbaramente,ja,ja. Felicitaciones,muy buen trabajo como ya es costumbre en Urriola.
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