Ayer tuve el gusto de escuchar, durante la
sesión inaugural del simposio: El libro
electrónico en español, las palabras del escritor colombiano Héctor Abad
Faciolince. El colombiano, provisto de una modestia y una gracia que en lo
personal no me parecieron en lo absoluto impostadas, abrió la conferencia
confesando que estaba seguro de que se trataba de un error que lo hubieran
llamado a él, precisamente a él, para dar las palabras de apertura del evento.
A él que no tenía iPad ni Kindle ni cuenta en Facebook, él que era un hombre de
otro tiempo, un tipo que –orgullosamente– venía del mundo de libro impreso en
tinta sobre papel. Eso: un error o acaso un experimento (veamos cómo reacciona
un sujeto canoso del pasado en un evento dedicado a la lectura, la escritura y
la edición en los tiempos digitales).
Sin embargo, el colombiano sí que tenía algo
por decir, algunas ideas muy bien pensadas y mejor estructuradas que no
hablaban exactamente de las virtudes promisorias de los nuevos formatos tecnológicos
para la lectura y la escritura. Y como la percepción –ya lo sabemos– es
selectiva, yo me quedé con dos de esas ideas; un par de reflexiones fascinantes
y perturbadoras que me gustaría compartir.
La primera bien se podría resumir en la
siguiente premisa: Los libros electrónicos, hasta ahora, suelen padecer de un
complejo de mezquindad. Una mezquindad que juega a dos bandas. Imitan al libro
convencional pero desde un nuevo soporte tecnológico, se leen de una manera muy
similar a como leemos un libro de papel pero ahora en pantalla y deslizando
nuestros dedos sobre sus páginas para pasar de una a la otra. Y también, en
consecuencia, son mezquinos con las capacidades y potencialidades de los nuevos
adminículos electrónicos, pues esos libros digitales deberían ser mucho más que
libros tradicionales atrapados en un cuerpo signado por el nuevo formato
tecnológico.
La segunda reflexión, que se deriva de la
primera, abordaría esos casos en los que el libro electrónico decide entonces parecerse
más a una aplicación, a una herramienta interactiva donde no sólo se leen
palabras sino que también escuchamos música, vemos videos, saltamos de un
vínculo a otro –de muy diversas naturalezas–, nos salimos de la lectura y
caemos en un mundo-juego donde físicamente nos desplazamos (“ahora leo tanto
con las manos como con los ojos, necesito un ratón, o tocar o agitar el
dispositivo para que ocurra la lectura” en palabras de Héctor Abad Faciolince).
La pregunta es si a eso nuevo que se lee con las manos y haciendo uso de
acciones físicas le aplica el término libro, e independientemente del adjetivo
electrónico. Incluso, el escritor colombiano también cuestionaba que a esos
nuevos actos de interacción se les pudiera circunscribir dentro del concepto de
lectura; pues no sería ya una lectura como la que ofrece una gran novela en
tinta y papel, en la que nos adentramos para atrincherarnos, para fugarnos del
mundo, para viajar hacia el interior de eso que nos ofrece el libro mientras
nos refugiamos en nuestra propia intimidad. Esta nueva lectura nos exigiría
otro comportamiento como “lectores”, algo que se asemeja más a surfear por la
red o a transitar a flote por la nube. La de ahora sería una “lectura” fragmentada
y dispersa, como quien trabaja al mismo tiempo que redacta una entrada en su
blog, actualiza el perfil del Facebook, comprime una idea en un tuit de 140
caracteres, revisa sus correos electrónicos, pone a reproducir un video en Youtube
y cuelga o descarga una imagen en un portal.
¿Se le puede llamar a eso nuevo libro
electrónico? Probablemente no, afirma el colombiano. Quizás sea hora de buscar
un término más adecuado para esa otra cosa que se escribe distinto, se lee
distinto y amerita un nuevo nombre que no tenga que ver ni con el libro ni con
lo electrónico.
Tal vez, siguiendo las ideas de Héctor Abad
Faciolince, el libro del futuro se parezca más a un curioso experimento que
ahora mismo están llevando a cabo dos genetistas de la Universidad de Harvard, Massachusetts,
los doctores George Church y Sriram Kosuri, quienes se han dado a la tarea de
escribir un libro codificado en una molécula de ADN y a partir de la
permutación de sus componentes: A (Adenina), C (Citocina), G (Guanina) y T
(Timina). El ADN, vale la pena indicar, tiene una capacidad de almacenamiento de
información que se calcula en exabytes (trillones de bytes). Un solo gramo de
ADN puede empaquetar 455 exabytes, lo que significa que tiene una capacidad de
almacenamiento que supera en un millón
de veces a los discos duros actuales. El futuro de la informática –ya lo habían
advertido desde la ficción los cultores del cyberpunk– radica, pues, en la
biología. Y, por si fuera poco, el ADN no se corrompe, por eso podemos
sintetizarlo y reactivarlo a partir de un Mamut congelado. Lo que escribamos en
ADN será conservado en óptimas condiciones dentro de cientos de miles de años.
Varias opciones barajaron Church y Kosuri
para decidir cuál libro sería el primero en escribir en las bases de A, C, G y
T. Casi se decantan por Historia de dos
ciudades de Dickens, pero al final optaron por convertir al formato
literario-orgánico las 54.000 palabras que componen el boceto del libro Regénesis: “Cómo la bilogía sintética va a
reinventar la naturaleza y a nosotros mismos” cuya autoría corresponde al
mismo Dr. George Church. Para el momento en que se escriben estas líneas, ya
cuentan con el material orgánico debidamente sintetizado, ya está la obra
transcrita al código binario de ceros y unos que puede leer cualquier
computadora, ya está terminada también la codificación de la obra en el nuevo
lenguaje del ADN, ahora sólo falta ordenar las “letras”, armar debidamente las
ristras para que las palabras ocupen el orden que les corresponde en la cadena
del ADN, exactamente igual a como ocurre en cualquier texto pero esta vez
ensambladas armoniosamente en un cuerpo orgánico. La literatura convertida en
cuerpo, la letra que respira.
En el caso de que el experimento de los
científicos de Harvard sea exitoso –y además cuenten con el presupuesto para
continuar con la investigación, cosa que la crisis mundial pone en duda– no
sería descabellado aventurar que en el futuro habrá obras que literalmente se
muevan y hablen por sí mismas. Obras fugadas de la prisión (sea de papel o
electrónica) de los libros y físicamente corporeizadas en este mundo. El
Quijote cambiará a su amada Dulcinea por la más seductora Madame Bovary (y
volverá a perder la cabeza pero por otras razones, porque seguramente ella va a
estar buenísima y será objeto de deseo de otros libros y de otros lectores). Los
japoneses seguramente lanzarán a la calle a las criaturas de Kawabata y
Murakami, los italianos a las de Calvino y Baricco, lo rusos a las de Tolstoi, los
argentinos al bestiario entero de Borges, los mexicanos darán vida literalmente
los poemas de Octavio Paz. Claro, el mundo se superpoblará entonces de ellos y
nosotros, compartiremos el mismo espacio físico y ya no podremos –sería un
crimen ahora más que nunca– dejarlos guardados en bibliotecas o discos duros. Ni
siquiera en tubos de ensayo, matraces ni en cápsulas de Petri.
Wittgenstein aseguraba que no somos otra cosa
que monstruos de palabras (sí, utilizaba el término monstruos). Y también decía
que los seres humanos, al final, somos el relato que ha cristalizado en la
memoria (sí, con esa metáfora química de la cristalización). De alguna manera,
bajo esa luz, nada cambia realmente: la literatura orgánica escrita e inscrita
en el ADN tiene miles de años entre nosotros. Siempre ha estado allí. Somos todos
personajes de una novela orgánica que escribimos constantemente. Más allá de
que a veces nos dejemos narrar en tercera persona.
6 comentarios:
Santo batido genético-literario! Cuando lleven a ese formato el Frankenstein de Shelley, habrán rizado hasta el no va más de lo metadiscursivo, el rabito de cochino del ADN. Salud Jose, siempre un gustazo leerte.
¡Libros y ADN!,¡ Literatura y genética!, me vino a la mente tu propia descripción en este blog: "Acerca de mi", hijo de bióloga y escritor....
Muy interesante y densa tu reflexión.Augusto Herrera.
Atrapada en la lectura. Tenía rato que no me pasaba. Chapeau, Urriola.
Gracias, mis estimados Javier, Augusto y Anónimo. Gracias por leer y comentar. Un placer que lo hayan disfrutado. Un abrazo grande
¡Qué buen cuento!^^ Bueno... noticia-entrada..Vaya no puedo imaginar que no haya libros de papel, es muy loco de seguro hubo gente que no se imaginó libros de papel o libros como sean, me alegra que el mundo no sea pequeño y el tiempo tampoco aunque asuste.
Melisa,
Qué placer tenerte por aquí. Ciertamente el panorama es fascinante pero da vértigo. Como dice Javier: imagina si Frankenstein se sale del libro y lo vemos de este lado de la existencia. Al final el futuro siempre llega de una manera que ni habríamos sospechado, a veces es fugaz y otras llega para quedarse.
Un abrazo
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