jueves, 28 de febrero de 2013

Larga vida a la nueva carne.


Juego de niños (Charles Burns)

El videoclub que alguna vez estuvo ubicado en el centro comercial Los Pinos de La Boyera sigue siendo uno de los lugares más extraños y significativos de los que haya pisado en la vida. En apariencia era idéntico a una papelería, quizás a una farmacia, lo que pasa es que sus estantes rebosaban de otro tipo de “útiles” y definitivamente otro tipo de drogas.

Como papá y yo éramos adeptos a la ciencia ficción acostumbrábamos preguntarle al joven que allí atendía qué novedades tenía del género, y el tipo sin prejuicios ni censura de ningún tipo nos recomendaba cada cosa que nos dejaba el cerebro mirando hacia atrás. A veces el viejo miraba la película antes y tomaba la decisión de si yo estaba en edad para enfrentar semejante baño de inmersión en la locura; pero otras veces no le daba tiempo de someter a su filtro a la ciencia ficción y yo me hundía por propia cuenta en esas dos horas de extrañeza encerradas en una cinta de VHS.

Cierto día, tendría yo unos 14 años, la recomendación del peliculista –pedazo de loco adorable- fue Videodrome del gran David Cronenberg. Y tuve la suerte (¿la mala suerte? Aún no lo sé) de que papá estaba demasiado ocupado en unas reuniones en la universidad esa tarde, mamá había salido con las muchachas y  yo estaba solo en casa con el VHS a mi entera disposición. Metí el cassette de Videodrome en el reproductor, pulsé Play, me eché en el sofá.

Yo no sé si lo que vi me gustó. Les juro que hoy día todavía no lo sé. Lo que sé es que ese día me sometí a uno de los golpes de timón más brutales e involuntarios de mi vida. ¿Qué era aquello que estaba viendo/padeciendo?, ¿era eso ciencia ficción?,  la verdad no se parecía a ninguna película de ciencia ficción que hubiera visto jamás. Era una cosa extraña, perturbadora, fascinante, redomadamente loca. Cuando llegó mi viejo del trabajo yo ya había acabado de inmolarme con Videodrome y todavía estaba sudando y tratando de metabolizar lo que había presenciado. El viejo miró la cinta sobre la mesita de la sala y me preguntó si la había visto. “Comencé a verla pero no me gustó, es muy rara y no te va a gustar”. Le mentí –es decir, le dije la verdad-, lo hice para salvarme de un justo regaño. Lo hice sobre todo por solidaridad con el muchacho del videoclub, porque papá con ese carácter que tenía lo iba a ir a buscar para ahorcarlo.

Retratos de Charles Burns.

En fin, pasaron los años pero yo ya había tomado una decisión inamovible que no ha flaqueado hasta el sol de hoy: Cronenberg era y sería siempre de mis cineastas preferidos. Y cuando tuve la oportunidad de entrevistarlo en 1999 durante el festival de Berlín, donde presentaba su película Existenz, tuve ganas de abrazar a ese loco, de darle las gracias, de pedirle una foto para ponerla en mi mesa de noche. No me atreví. A nada. Por cobarde. Por pensarlo incorrecto de mi parte. Sobre todo por culpa de mi timidez crónica. Procedí simple y respetuosamente a sentarme frente a él con mis preguntas previamente escritas y enumeradas en mi libreta. Y me entregué a diez de los minutos más atesorados de mi existencia.

“Cuando mezclas carne, tecnología, cirugías, obsesiones y mutaciones… pues allí tienes una película de las mías”, dijo David Cronenberg en esa ocasión. Así con su pinta de lord inglés, su traje gris, su corbata negra, sus antejos cuadrados de montura metálica y su cabeza correctísimamente peinada en cada pelo platinado. ¿Cómo era posible que semejante caballero canadiense fuera el autor de esas puñaladas inclementes hechas película? Como si el autor no correspondiera ni remotamente con la naturaleza de su obra.
Fue también por aquellos tiempos que me obsesioné, por razones similares a las que me vinculaban con Cronenberg,  con un autor de cómics norteamericano: Charles Burns. Otro que, ahora desde el reducto de la narración gráfica, estaba metido en eso de indagar en los misterios de la carne. Porque las historias (historietas) de Burns son también un monumento a la belleza  horripilante, o quizá, mejor dicho, una horripilancia desbordante de hermosura. De nuevo el coctel de mutaciones, tecnología, intervenciones del cuerpo y obsesiones se materializaba y había otro remedio que dejarse seducir por los estados alterados (los de la obra en sí y los que se producían también desde este lado de la pantalla o el libro).

Familia del futuro (Charles Burns)


A veces es inevitable pensar que el futuro ya llegó hace rato, que llegó como no lo esperábamos, pero el futuro ya llegó (como decían Patricio Rey y sus Redonditos de Ricotta). Y la mayoría de las veces es aún más inevitable concluir que el futuro que nos tocó llegó de una vez en forma de distopía apocalíptica (sin pasar por apogeos ni era dorada de por medio) o que más bien se trata del arribo de un hermanito tarado del que pensábamos nos llegaría. Entonces el arte más que nunca, parafraseando a Ferreira Gullar, existe porque la vida no es suficiente.

Y uno vuelve a Cronenberg y a Burns buscando el entusiasmo perdido, uno se atrinchera en esa promesa de futuro tan terrible y tan entrañable a la vez. Porque Burns y Cronenberg siguen viajando a contrapelo, hacen exactamente lo contrario a lo que la vida parece empeñarse en entregarnos. Mientras el mundo compulsivamente se disfraza de belleza para maquillar su estupidez, su frivolidad, su crueldad, su horripilancia manirrota, Cronenberg y Burns utilizan lo horrible como una epidermis que recubre la hermosura intrínseca de sus obras. La belleza emana desde dentro y se cuela por las fisuras de la fachada.

Regreso una vez más, ahora en los cuarenta, a esta galería de Burns de monstruos, mutantes, la carne en su estado alterado, la reflexión sobre el cuerpo, el futuro que no fue, y entonces descubro de nuevo la fascinación, la salvación. El arte que ofrece lo que la vida no puede. La balsa continúa flotando en alta mar, esperando a que nos decidamos subirnos a ella. El niño de 14 años que acaba de ver Videodrome sonríe de nuevo dentro de mí. Sigue allí. Al final no he(mos) cambiado tanto. “Larga vida a la nueva carne” me escucho susurrar otra vez. 

Autorretrato del autor en su estudio (Charles Burns)

3 comentarios:

roger vilain dijo...

Buenos recuerdos. Excelentes obras. Saludos.

Anónimo dijo...

Soy ignorante total en estos temas, pero reconozco que Urriola es un especialista,por lo que agradezco estas clases magistrales en sus "Rostros de viento", C. Casano

Jose Urriola dijo...

Gracias mil Roger y C. Casano por leer y comentar. Honradísimo. Un abrazo.