jueves, 25 de septiembre de 2014

Enamoramientos musicales.


Dios sabrá qué es exactamente lo que ocurre en ese instante en el que escuchamos por primera vez una canción y, en la medida en que transcurre esa masa sónica a la que nos exponemos, nos va invadiendo la certeza de que se merece una repetición. Y otra. Y luego otra. Porque algo en lo más hondo nos dice, así a primeras escuchadas, que ese tema nos va acompañar por un tiempo y que el soundtrack personal de los días por venir estarán tocados íntimamente por ese paisaje sonoro que nos ha sido regalado. Ese descubrimiento musical se parece un montón al enamoramiento.

Hace unos días estuvo de visita una querida amiga que se pasó unos días en casa, en esta casa que por costumbre y por cercanía es ya la suya también. Nos comentaba durante la cena que estaba científicamente comprobado que el enamoramiento es un brote psicótico que dura siete meses. Luego de ese lapso se acaba, se transforma –para bien o para mal- en otra cosa. El enamoramiento, cosa ya dicha hasta el hartazgo por los poetas y ahora por los investigadores, es un tipo de locura. También, por sus impactos en la química del organismo, podría considerarse un estado de adicción: las feromonas se excitan, los hormonas entran en reacción, la enorme reacción de química orgánica que somos se desquicia. Y durante esos siete meses queremos más y más de esa droga que detona una peculiar versión de nosotros mismos que nos gusta tantísimo.

Hay gente que siempre está, como decía mi viejo, enamorada del amor. A esa gente le cuesta horrores querer de verdad y mucho más si la cosa es a largo plazo; porque se han hecho adictos a la sensación del enamoramiento y cuando la sentencia del séptimo mes entra en vigencia entonces deciden que ya no es lo mismo, que no quieren más, que se les pasó ese efecto sabrosísimo que les hacía mantenerse en estado de constante fascinación junto al objeto del deseo. La fantasía amorosa, de esa manera, comienza a ser sustituida –parcial o totalmente- por la pareja de carne y hueso, la persona real con sus bemoles, sus necedades, sus defectos, cargada con sus propios fantasmas. A veces, muy pocas veces, el enamoramiento que logra sobrevivir a la ineludible transformación que prosigue al brote psicótico se convierte en amor (el de verdad).

Pasa lo mismo con la música y con los enamoramientos musicales que ella trae. Hay canciones que nos enamoran, que destapan al obsesivo compulsivo que nos habita, y de pronto nos damos cuenta de que llevamos horas de horas escuchando en loop un mismo tema. Esa canción lo vale todo, aunque el resto del disco nos resulte perfectamente desechable, no importa, pues en ella se han concentrado un universo de historias, personajes, atmósferas, sensaciones y sentimientos. Una cosa muy íntima y prácticamente inverbalizable que nos pide a gritos: ponme a sonar otra vez, escríbeme, píntame, dame otra vida, compárteme, haz algo conmigo que me permita trascender hacia otras instancias. Y le hacemos caso, nos entregamos a la repetición hasta la obstinación. E incluso llegamos a condenar a quienes nos rodean a esa máquina acústica del perpetuo movimiento que para nosotros significa un mundo mientras que para ellos puede que poco o acaso nada.

Sin embargo, los enamoramientos musicales corren el riesgo de agotarse, de hastiarnos, porque en estos enamoramientos (como en los otros) lo que ocurre es que nos hartamos de nosotros mismos. Nos estamos repitiendo, nos estamos devorando como serpientes que se comen la propia cola, estamos cautivos en la autofagocitosis. Así que un buen día decidimos que ya no más, que qué fastidio, “es que te he escuchado tanto –me he escuchado tanto a mí mismo- que me cansé, necesito otra cosa”. Pero también ocurre, a veces, un acto de magia capaz de describirnos mejor que muchas palabras o acciones: algunas canciones muy selectas llegan para quedarse. Y pasarán los años, pasará la vida, cambiarás de casa, se irán amigos y vendrán otros nuevos, pero en el soundtrack personal de tu existencia seguirán habitando algunas músicas que te conforman en tu más profunda identidad. Y cada vez que te expongas a ellas te enfrentarás cara a cara contigo mismo, con la esencia más honda de la persona que fuiste y la que eres ahora.

Hoy descubrí durante mi caminata matutina una de esas canciones que aún no puedo saber si se trata de un simple enamoramiento o si acaso trascenderá a la categoría de amor musical.  Sólo el tiempo lo dirá. Pero lo que sí me quedó claro es que al escucharla fui invadido por un doble vértigo: el de la certeza de que pasaré como un loco obsesivo horas y horas oyendo ese tema en loop, junto con otra ansiedad quizás más prodigiosa, la de compartirlo urgentemente con mi esposa. Porque me doy cuenta de que todo, absolutamente todo, me remite a ella. El enamoramiento musical está condenado al fracaso si no soporta la delicada prueba del transvase al amor de mi vida.

La felicidad de los amores, su perfecta armonía, se reduce para mí a ese instante-burbuja en el que ella llega a casa, habla de mil cosas, fuma, se sienta, se para, bebe algo, deja siempre un fondito, y mientras tanto –sin que ella llegue a advertirlo- le pongo de fondo el tema musical que me tiene cautivado, y entonces de pronto ella hace una pausa, comienza a llevar el ritmo con los dedos o con la punta del pie… y en un momento glorioso me dice: ¿qué es eso tan bueno que suena, me lo grabas? 

4 comentarios:

Marie Claire Kushfe dijo...

Gracias mi cielo...qué cosa tan bonita...me sacaste un par de lágrimas, tal vez sea la distancia. Te amo.

Anónimo dijo...

Que amor ejemplar el de Uds, cerca y a la distancia ,con música compartida o sin élla. Les felicito.
Ojalá compartan parte de la música de Uds ,con nosotros los lectores.

Anónimo dijo...

Formidable todo lo que escribes, porque es así, sabio tu padre también y maravilloso ese amor que sienten con tu pareja, envidiable, son afortunados, felicidades.

Saludos

Jose Urriola dijo...

Mil gracias por leer y por comentar de una manera tan bonita. Muy honrado. Un abrazo grande.