jueves, 14 de mayo de 2009

Matar a un tucán


A esa vecina la llamaban Tita. Preparaba unas empanadas de cazón que yo no podía parar de comer, me metía tantas como mis años de edad y hasta me pasaba por dos o tres. Yo me gastaba las tardes enteras pateando la pelota contra la pared que separaba nuestro jardín del de Tita y utilizando los rebotes como centros para meterle unos goles de lujo al guayabo, que era el arquero; se los metía de bolea, de taco, de chilena, pero de túnel no -porque el guayabo cerraba bien las piernas, igual que los cabezazos que me los paraba con sus ramas bien abiertas para taparme los ángulos-.

Y yo no sé cómo pero siempre, absolutamente siempre, en lo más emocionante de esos mundiales solitarios de fútbol que me montaba yo solito contra mí mismo y donde yo representaba a todos los países y a todos los jugadores (menos al de portero, que siempre era neutral y siempre era el guayabo), había un punto en el que me emocionaba más de la cuenta, le daba un patadón hermoso al balón para que se me devolviera en un centro prodigioso pero en vez de chocar contra la pared la pelota se me iba un metro por encima y le caía en el jardín a Tita.

Al principio, las primeras veinte veces, daba la vuelta respetuosamente por la vía oficial y le tocaba la puerta a la vecina: “Hola, Tita, perdone pero es que se me cayó la pelota en su jardín ¿puedo pasar a buscarla?”. Pero el día veintiuno Tita no estaba y yo tenía la pelota presa en su jardín y todas las demás pelotas estaban pinchadas y todavía quedaba sol como para dos horas de torneo y si me ponía a esperarla seguro que llegaba la noche y la final de Argentina contra Brasil quedaba inconclusa y eso no lo podíamos permitir ninguno de los presentes. Así que me subí a las ramas del guayabo, brinqué al cerro, me trepé a la reja que separaba nuestra casa de la de Tita, me subí a su mata de mangos, le caminé sobre el techo de zinc a su gallinero y con el corazón latiéndome en la sienes me lancé desde tres metros de altura –corrientazo en la planta de los pies de por medio- sobre mi pelota que parecía un huevo blanquinegro de avestruz sobre el césped crecido. De esa forma rescaté mi pelota y salvé la final del mundial.

Y lo mismo hice al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Y ya más nunca le pedí permiso a nadie para buscar mi pelota en los jardines del vecino. Mi mundial particular era autónomo y autosustentable. Hasta que un buen día cuando llegué al jardín de Tita tras mi balón pródigo, en plenas semifinales Alemania contra Italia (era prórroga y ganaba la azzurri 4 a 3), me encontré allí algo más fascinante que la pelota de fútbol. Bueno, casi más fascinante, que mejor que el fútbol no es nada, pero esto casi lo era: un tucán.

Un tucán, loco, en una jaula de madera, con el pico enorme y de colores y el cuerpo forrado de plumas de un negro azulado y los ojos como dos metras pardas. Y el tipo se movía nervioso, se ponía de perfil para verme, porque de frente no pueden, y yo lo miraba a él, y mientras reptaba para rescatar mi pelota no le quitaba el ojo de encima y pensaba: “cómo es que se llama este pájaro, dios mío, para contarle a las muchachas, que me suena guacamaya pero guacamaya no es”.

Y cuando volví les conté pero no me creyeron, o quizás sí pero no les interesó porque estaban viendo La novicia rebelde por cuadragésima vez y a mí esa película siempre me ha dado caspa hasta en las fosas nasales.

Al día siguiente, apenas me quité el uniforme del colegio, pateé durísimo la pelota con toda la intención del mundo de suspender la Copa Mundial, me subí al guayabo, brinqué al cerro, de allí a la reja, al gallinero y -una vez superado el corrientaza en la planta de los pies- me le acerqué al tucán para detallarlo pluma a pluma, centímetro a centímetro de aquel pico majestuoso, como con ganas de aprendérmelo de memoria.

Ritual que repetí a la tarde siguiente. Y la otra, y la de más allá, hasta que ni siquiera me hizo falta ya la excusa de la pelota. Me colaba en el jardín de Tita a ver el tucán y punto.

Estuve haciendo eso hasta que llegó el día del helado. Esa tarde me compré un sorbete que se llamaba Morocho porque tenía dos paletas unidas, eran como dos heladitos flacos pegados de costado, unos siameses con sabor a uva. Y me lo metí con envoltorio y todo entre los dientes, como cualquier cazador hace con su cuchillo, hice el itinerario del guayabo al cerro y a la mata de mango y al gallinero y al tucán, y me instalé en el jardín de Tita, como quien mira la tele, a comerme mi sorbete frente al pajarraco. Y entonces me dio lástima, yo comiéndome aquel helado que rendía para dos buenos amigos, y aquel tipo con esos ojazos poniéndose de lado para mirar bien cómo me lo comía, y abriendo el pico contra la reja como para que le dejara probar y le dije: “bueno está bien, cómete un poquito”. Metí el helado por entre los barrotes y el tucán comió un trocito. Y le encantó. Te juro que el tipo casi baila, se puso contentísimo, agitó las alas y me miró como quien suplica: “qué rico, dame más”.

Partí el morocho por la mitad, me quedé con la mía en la mano izquierda y con la derecha le metí, de ladito, de nuevo entre los barrotes, la suya al tucán. Y el tipo ha abierto su pico monumental y se ha comido de un solo picotazo el helado entero. Es decir, aquel tropical pájaro amazónico se había metido quince centímetros de sorbete de uva, cosa suficiente como para enfriarle el gaznate a un pingüino. Y, obviamente, apenas se tragó aquello (con paleta de madera incluida) el tipo comenzó a temblar. Se espelucó. Se le brotaron los ojos y un hormigueo antártico le puso de punta todas las plumas del cuerpo.

Y yo pensé: coño, cuando se enteren en esta casa y en la de los vecinos (es decir, la mía) que le maté de congelamiento al tucán a la doña.

Huí de la escena del crimen. “Lo lamento, hermano, pero sálvate tú que ahora necesito salvarme yo”. Corrí por mi vida. Salté gallineros, trepé matas de mango y rejas, me lancé sobre el guayabo fiel que me atrapó en el aire, una vez en tierra firme atravesé como un cohete el jardín de casa. Lancé por la poceta los vestigios del morocho que me incriminaba (todavía cargaba encima el papel y la otra paleta que no se tragó el tucán), guardé la pelota en mi cuarto y me senté, con la lengua afuera, a ver con mis hermanas La novicia rebelde.

Sólo el horror abominable de La novicia rebelde podía hacerme olvidar, al menos un poco, mi condición recién adquirida de asesino de tucanes.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Hasta de asesino eres bonito tú.
Gracias por esos cuentos que le hacen olvidar a uno un mal día.

Anónimo dijo...

Precioso cuento,¿no comprobaste si murió en realidad?. En una de esas escapadas, se desgajó una rama del guayabo y te arañaste el cuello,de milagro además del tucán, se mata el jugador y asaltante de jardines vecinos, ja,ja.

Anónimo dijo...

jajajajajajajaja no sabía que eras asaltante de jardines y asesino de tucanes jajajajajajaja que broma tan buena!!!!!!. Con razón dejaste el cuello en el guayabo jajajaja ahora entiendo por qué te trepabas en aquel árbol con tanta facilidad jajajajajaja que bueno mi chamo querido

María Antonieta Arnal Parada dijo...

Muy bueno el cuento. Me hizo recordar un tucán que había en casa de mis vecinos que no nos dejaba dormir con el ruido que hacía y un día me asomé por la ventana y grité: "callate tuqui". Después de eso lo regalaron.

Ophir Alviárez dijo...

Como siempre me hiciste soltar la carcajada y casi despierto al resto de los habitantes de mi casa. Ví al futbolista trepando la mata para ir tras la pelota y luego al tucan emparamado, como dirían en mi tierra.

Qué ingenio, José, oh sí.

Un abrazo!

OA

norell dijo...

Realmente se murió el tucán...?

Yo me comía esos mismos helados y no me paso nunca nada grave... sólo que me quedaba la lengua morada y mi mamá sabía que era mentira el cuento que le metía de que no había en la bodega el mandaooooo que me habia encomendado...

Yo 1 Mama 0