lunes, 25 de abril de 2011

CardioCicatriz

Alejandra Molina con Joaquín Jordá, en su piso del Raval.

La voz de Joaquín Jordá sonó ronca, aún más cavernosa que nunca, por la bocina del intercomunicador de su edificio ubicado en la Carrer de la Cera en el Raval.

— Adelante…

Alejandra se apresuró en tomar la delantera con una convicción que nos dejó claro que ella sabía exactamente dónde quedaba la puerta del piso de ese oso polar encerrado en el cuerpo de un hombre que era el cineasta Joaquín Jordá. Subimos tres pisos por la escalera de madera cargando con la cámara, la maleta de las luces, el boom para el micrófono, el monitor, nuestros propios morrales, hasta que llegamos arriba resoplando y sudando. Alejandra se hincó sobre la punta de sus pequeños pies, ganó los centímetros que le hacían falta para llegar hasta la mirilla y se asomó por la parte exterior del ojo mágico incrustado en la puerta de madera.

— Aquí no es —sentenció. Giró como una pequeña bailarina sobre su propio eje y nos pasó por delante dejando su estelita rumbo a la escalera.

A cargar con todo otra vez, seguro que era en el piso 1 o en el 2.

Mientras maniobraba con los cinco bolsos que me tocaban por la estrecha curva del descanso de la escalera se me ocurre preguntar.

— ¿Cómo supiste que no era ahí, Alejandrita?

— Es que yo he estado antes en su casa… y no es tan oscuro.

No hicimos “plop” como Condorito porque en eso se abrió la puerta del piso 3, donde supuestamente no era la casa de Jordá (ni tampoco tan oscuro) y el oso bramó sobre nuestras cabezas: “Joder, dónde vais, es aquí”. Y de nuevo, giro sobre nuestro eje y con todo hacia arriba.

Jordá nos esperaba en la sala con una mesita donde tenía dispuestas empanadas de carne, queso y verduras, una botella de cava y un licor de serpiente (con la culebra, enorme como una boa tragavenados, enrollada dentro del frasco). Descorchó el vino espumante (en unos instantes llenos de pujidos y resoplidos que nos hizo temblar temiendo le diera un infarto), nos sirvió una copa a cada uno (la suya por la mitad, tenía prohibido beber por estricta orden médica) y acto seguido hizo el brindis más desconcertante en la historia de los brindis (tal vez sólo superado por aquel que hace el hijo en la fiesta aniversario de la boda de sus padres en esa puñalada hecha película llamada Festen de Thomas Vinterberg):

— Yo quiero brindar porque lleguemos al final de esta película.

— Claro que sí, Joaquín. Por supuesto que vamos a llegar — respondo con ingenuidad.

—No. Porque en el camino podemos abandonar o nos podemos aburrir. Nadie está obligado a terminar nada aquí.

Chocamos las copas en silencio. Comimos las empanadas. Jordá nos dijo que, aunque tenía claro que hoy era el inicio de rodaje, él no quería filmar nada. Que mejor conversáramos. Que habláramos de la vida, comiéramos y bebiéramos.

Se sentó en su sillón y nos hizo gesto para que ocupáramos el sofá. Alejandra rompió el hielo, quizás porque siempre fue más cercana a Joaquín que nosotros, había entre ellos esa magia inexplicable y diáfana que sólo se detona entre quienes se hacen amigos de verdad desde el principio.

—¿Hablamos de la vida? Vale, pues yo estoy tristísima hoy. Asuntos del corazón.

Y el oso blanco se puso las dos manos sobre la barriga y soltó esta perla.

—Pues qué bueno. Porque el corazón siempre se las ingenia para cicatrizar y además, cuando está curado, se da vuelta y ofrece una cara que nunca ha sido herida. Y entonces ya está listo para enamorarse otra vez, como si fuera la primera.

Bebimos el licor de serpiente y yo tuve una excusa perfecta para toser y que se me salieran las lágrimas.

Tuvo razón Joaquín, esa película no la terminamos. Él no pudo acabarla porque moriría un año más tarde. Yo porque soy un gallito de pelea, porque los Urriola lo único que tenemos es dignidad (como repetía el vegetal) y porque mi corazón ya cicatrizado había decidido por mí. En fin, porque el guión de mi película era el de otra película y estaba esperando para ser filmado en otra parte.

Alejandra sí que la terminó. Porque en ese cuerpo de metro y medio se encuentra una de las personas más fuertes y con más temple que haya parido este universo jamás. Se las ingenió para librar por ella, por Joaquín, por mí y por todos. Tuvo además el tino de escoger un título sublime que de seguro estará haciendo reír a Joaquín allá donde se encuentre: “No tiene sentido… estar haciendo así, todo el rato, sin sentido”. Ella hizo la película que yo no fui capaz de hacer y que, honestamente, tampoco seré capaz de ver. Aquí tengo el DVD a mi lado, lo miro y me mira (una mirada retadora, la suya) mientras escribo estas líneas. Tengo temor, de decidirme a verlo, que se me abra un vórtice entre la memoria y el presente y ya no sea capaz de volver. Además que ya no está Jordá para contarme cómo es el asunto con ese tipo de cicatriz.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bella memoria tienes de ese catalán Jorda,como buen "gallito de pelea", ármate de valor y ve esa película de Molina y luego nos la cuentas asi como tu sabes hacerlo, con esa magia que disfrutamos tanto.
El anónimo de ese clan de "la dignidad".

Olalla dijo...

Qué cuento tan bonito, Jose. Como todos tus cuentos, supongo... Aunque puede que éste un poco más.

No sé.

¿No verás la peli?
Vaya, me emocionó un montón.

Besos,

Anónimo dijo...

Que belleza! tienes que ver esa pelicula "porque el corazón siempre se las ingenia para cicatrizar".Un fuerte abrazo mi chamo querido.

noticias dijo...

guaaa!! me encanta el blog, siempre encuentro temas muy interesantes.