El Clarinete (1911), Pablo Picasso
A esas horas ya poca gente viaja en el metro,
pero como soy un animal de costumbres y me gusta ser neciamente fiel a mis
propios rituales siempre me empeño en caminar hasta el fondo del andén para subirme al último
vagón que suele estar más despejado. Me pongo mis audífonos y les doy vatio,
viajar en metro con buena música me da la idea de estarme montando mi propio
cortometraje con soundtrack
particular. Viajo dos estaciones y en
San Antonio se sube el viejo del clarinete, se ancla con las dos piernas y
recuesta la espalda contra la puerta que nunca abre, hace gesto como de
sacerdote que se dispone a iniciar la homilía, se acerca el instrumento a los
labios y sopla. Toca el clarinete, o lo
cree tocar, mientras presiona las llaves plateadas con sus dedazos de albañil.
Sobre la muñeca izquierda luce un reloj cuyas manecillas doradas se han quedado
detenidas -quién sabe desde cuándo y para siempre- a las nueve y cuarto.
A partir de ese momento ocurre en el vagón
algo que denominaré una bifurcación rostral. Todas las caras de los viajantes,
incluyendo la mía, se debaten entre dos grandes expresiones; la primera (de
hastío): “¡Joder, otra vez el viejo del clarinete, a estas horas y uno con
estas ganas de llegar a casa!”, la segunda (tan similar a la del
estreñimiento): “¿Pero qué coño será lo que está tratando de tocar este viejo?”.
Yo me sumo a los del segundo bando. Me quito respetuosamente los audífonos y
acudo a mi ínfimo conocimiento de música popular (porque yo soy de los que no
me entero nunca de la canción hasta que llega el estribillo; allí, rara vez y con suerte, puede que la pegue). A veces
creo que toca el Cielito Lindo, a veces creo que es El rey, a veces he creído
adivinar a La bikina. Creo que el viejo también cree que está tocando eso;
pero hay algo en su clarinete -aporreado y anciano como quien lo sopla- que
también se ha quedado perdido para siempre entre las nueve y cuarto.
Pero es que hay un momento en la vida en que
todos los viejos son los de uno (con excepción, por favor, de José Vicente
Rangel), entonces sucumbes ante las ganas de que ese pobre hombre toque bien. Que
le salga bien, que logre pegar un par de acordes seguidos, por Dios. Como si se
tratara de la niña de uno que hoy da su primer recital de piano, la pobre que
tiene siete años, en ese auditorio lleno de copetes y laca, atestado de
sabihondos con permanente cara de estarse respirando una flatulencia. Y la niña
tiene que tocar el canon de Pachelbel -eso al menos es lo que dice la
partitura- pero lo que sale de ese piano miserable es Stockhausen puro. Ni
modo, uno no tiene más remedio que dejarse invadir por un ánimo idéntico al de
un futbolista, en el minuto 85 de juego, perdiendo 2 a 0 contra el Barça, que
se entera de que Guardiola ha metido al campo a Messi, Xavi e Iniesta. Nada,
flaco, perdimos. Esta vaina se jodió.
Una vez, hace meses, la primera que me
enfrenté al recital del viejo clarinetista del metro, me conmoví y acabé dándole
10 pesos. Y la gente del vagón me miró con mala cara. Una cara de odio bien
mezclado con desprecio: “¿En serio, pendejo, tú le vas a dar dinero al viejo
después de habernos condenado a esta tortura durante 5 estaciones?”.
El martes pasado el destino decidió someterme
de nuevo a otro viaje con clarinete de fondo. Pero el viejo lucía especialmente
cansado esa noche, apenas sopló sus notas indescifrables entre San Antonio y
Tacubaya, y allí, notablemente fatigado, se me sentó en el puesto vacío de al
lado. Se puso el clarinete sobre el regazo y lo abrazó con su mano de las nueve y cuarto. Luego se metió la mano
libre en el bolsillo de la camisa y sacó dos caramelos de esos con sabor a
mango pero cubiertos con chamoy. Se metió uno en la boca, como un diabético que
necesita subirse urgentemente los niveles de glucosa, el otro, con esos dedos
marcados por la vida dura, me lo ofreció sin mediar palabra. Mi primera reacción fue decirle que no,
gracias (la verdad es que aún no decido si me gustan los dulces con chamoy, son
como comerse un caramelo que se te ha caído en una salsa de limón con picante,
las papilas gustativas no entienden nada y el cerebro mucho menos); pero
entonces recordé -a toda velocidad- el sabio consejo que un amigo me dio una
vez: “pana, así no tomes café, así lo aborrezcas, cuando la abuelita de tu
novia te ofrezca un cafecito no le digas nunca que no; no seas pendejo y tómate
ese cafecito”; así que le acepté el caramelo al señor. Quise hablarle de algo,
de lo que fuera, cualquier cosa, pero no se me ocurrió nada feliz qué decir.
Además, sentía que el viejo no estaba para charlas. Nos quedamos en silencio
chupando los caramelos. Una estación antes de la mía el viejo me dio un
golpecito en la rodilla como diciendo “bueno, amigo, yo me bajo aquí”. Se puso
de pie con su clarinete a cuestas y se bajó en Auditorio.
Me quedé saboreando el caramelo, pensando en
las palabras desgarradoras de una querida amiga cuyo padre había sido un
notable, uno de los cerebros más lúcidos de la Venezuela del siglo XX, pero a
quien le había tocado una vejez atroz, de esas en las que uno acaba convertido
en otra persona, o más bien en un bebé incapaz de valerse por sí mismo: “Dios
no existe, que a papá le haya tocado una vejez así es la prueba”. Y yo traté de
consolarla, de decirle algo que le diera ánimos, pero también entonces me tuve
que quedar callado, sin nada afortunado para decir. Me quedé pensando en la
vejez, en la injusticia que padecen los que encaran una vejez poco digna, en
los caramelos con chile y en todas esas cosas que aún no sé decidir si me
gustan o no. Y también en la vida, el universo y todo lo demás (ese maravilloso
título de Douglas Adams que se me antoja el mejor jamás).
Se me acabó el caramelo, me bajé al andén
desierto, lo recorrí como un fantasma. Algún día tocaré el clarinete.
10 comentarios:
...y yo te acompañaré.
Diooooos que hermoso...
Hay gente que es gente y usted amigo, y me pones a pensar que con los accesorios que vine no esta el oido y no por eso, no te oire tocar, es que voy más adelantado en años...
Gracias, gracias por colgar esta historia tan bonita
Perdido para siempre a las nueve y cuarto :'(
La verdad, no es fácil aceptar la vejez, sobre todo si cambia a la persona. Pero esa es la vida y hay que afrontarla con mucho amor.
sabes en los videos de youtube, cuando son malísimos y la gente dice "he desperdiciado dos minutos de mi vida"?
bueno, yo he usado muy bien dos minutos de la mía leyendo tu historia.
Bróder, seguro ese señor es el aventajado alumno azteca de Don Byron.
Y ya sabe Ud. que de cierta latitud hacia abajo, lo raro es sinónimo de desgracia.
Así que a guapear para seguir viendo belleza en todas partes.
Que relato tan conmovedor, y que sentimientos tan nobles tiene mi escritor preferido,Sofía Giusti.
Hermoso texto. Solo un ser sensible es capaz de atrapar una historia así.
Viajo mucho por esas estaciones, gracias por darle color y poesia al vivir dia a dia
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