El vuelo directo y sin escalas desde Atlanta a Dubái dura catorce horas y media. Pasamos con ojos de envidia (envidia de la mala, porque es mentira que exista de la buena) por los asientos-cama de la primera clase y nos encaminamos por el pasillo hasta la fila 48 donde estaban nuestros asientos.
–¿Me dejas la ventana? – preguntó Claire con
esa carita de niña pelirroja de 4 años que pone cuando quiere pedirte algo
realmente importante. Es una cara a la que ningún ser viviente, especialmente tratándose
de mí, podrá decirle jamás que no.
Ocupó Claire su asiento junto a la
ventanilla, a mí me tocó el abominable puesto del medio y a los pocos minutos
llegó una señora de anteojos de pasta, pelo corto, forrada de negro, metro
ochenta y 130 kilos de humanidad. Era la dueña del asiento del pasillo a la que
bautizamos velozmente como la Dra. Beluga Whale. La Dra. Beluga se pasó las
catorce horas de viaje practicando la mímica conmigo, asumió que sería incapaz
de entender su inglés superior y por lo tanto se dispuso a hacerme señas –como
quien intenta comunicarse con un chimpancé– para que le ayudara a prender y
apagar la luz del techo o abrir y cerrar el ducto del aire acondicionado de su
puesto.
Al aterrizar en Dubái fuimos recibidos al
final de la oruga por un joven elegantemente ataviado, extrañamente parecido a
Mowgli, el del Libro de la Selva, pero con un corte de cabello bastante
moderno. Mowgli llevaba un cartelito con nuestros nombres, nos pidió los
pasaportes y nos dejó esperando en una sala repleta de sofás de cuero y
bandejas con dulces árabes y dátiles. Regresó a los pocos minutos y nos dijo
que no teníamos que hacer el papeleo de inmigración, que ya todo estaba
arreglado. Será la falta de costumbre, pero la verdad nos pareció un poco
incómodo este tratamiento de eso que llaman VIP. Recogimos nuestras maletas,
franqueamos las puertas deslizantes del aeropuerto y salimos a enfrentar a la
noche dubaití. Y allí nos enteramos de que esa sensación térmica que te
abofetea cada vez que sales al estacionamiento del aeropuerto de Maiquetía es
un juego de niños comparado con lo que las noches veraniegas en el desierto te pueden
deparar. Aquello era como respirar dentro de un horno provisto con un
ventilador que te empuja el aire caliente directo a la cara.
Nos subimos a un taxi conducido por un
personaje idéntico a Kiko Mendive pero con turbante y en árabe. Mendive nos llevó por unas autopistas de
ensueño a más de 120 Kph –una cosa prodigiosa, impecable, sin una miserable
fisura, ni un bachecito, ni un solo faro sin luz– y allí recibimos la segunda y
afortunadísima bofetada de la noche: lo que significa ir descubriendo poco a
poco la silueta monumental del skyline de Dubái. No exagero si les digo que se
trata de la imagen del Manhattan del año 2030 pero en medio del desierto. Un
festival ostentoso de rascacielos, delirios arquitectónicos, luces que titilan
y a veces, como en una feria futurística, recorren los edificios de subida y
bajada desde la planta baja hasta la azotea. Todo un arsenal pirotécnico hecho
a fuerza de cristal, hormigón, acero y electricidad.
Hicimos el chequeo en el hotel y caímos
derrumbados en la cama, sumidos en una sensación de entre molidos y
encandilados. A las tres horas nos despertamos, eran las 2 de la madrugada,
teníamos hambre, pero no estábamos en lo absoluto claros si con ganas de
desayunar, cenar o merendar. Esas cosas del jet lag, el cuerpo hace el viaje
pero el cerebro –y quizá parte del alma– se nos queda flotando en alguna parte
que no necesariamente es el puerto de partida y seguro no es el de llegada.
Y así nos quedamos, escindidos y aturdidos, hasta el tercer día cuando volvimos a ser gente. Como amerita toda resurrección que se respete.
Y así nos quedamos, escindidos y aturdidos, hasta el tercer día cuando volvimos a ser gente. Como amerita toda resurrección que se respete.
Mientras mi colega Maité y yo atendíamos a
las jornadas del congreso al que habíamos sido invitados a Dubái, un asunto que
giraba en torno a los llamados Giftened
Kids (cómo identificar, educar y cultivar los potenciales de los niños
superdotados), Claire se encargaba de planificar las actividades turísticas,
gastronómicas, lúdicas, culturales y comerciales de cada tarde y cada noche.
Uno de los súperpoderes de Claire –que sí, tiene varios, pero éste es uno de
los más visibles a pepa de ojo para el resto de los mortales– es una capacidad
prodigiosa para planificar una cantidad insólita de actividades que normalmente
tomarían 72 horas para ser medianamente ejecutadas pero que bajo su tutela se logran
hacer en menos de 12: “Hoy vamos a tomar el metro, nos bajamos en la estación
de Deira, vamos al museo de Dubái, luego caminamos por esta calle de las
especias unas siete cuadras hasta llegar a la Ría de Dubái, allí vamos a tomar
un bote que cuesta 5 dírhams por persona y que nos va a dejar en la otra orilla
donde está el mercado del oro, yo voy a comprar allí una perla negra, luego vamos a cenar en una terracita al aire
libre, después vamos a tomar un taxi que nos deja en el hotel Burj Al Arab (el
que tiene forma de vela y queda en un islote y es el único de 7 estrellas y el
más caro del mundo) y allí vamos a tomar el turibús nocturno que nos deja aquí
mismito a dos calles de nuestro hotel justo la medianoche”. “Coño, mi Claire…
¿pero no es como mucho?, ¿tú crees que nos dé tiempo para hacer todas esas
vainas?”. “Claro que sí podemos, ¿cuándo vamos a volver a Dubái? Eso sí, tenemos
que salir YA”.
Y así lo hicimos, día a día y noche tras
noche. Conocimos en una semana lo que a un visitante promedio le tomaría cerca
de un mes. No sé qué hubiera sido de nuestras vidas si a mi mujer no se le
hubiera ocurrido sumarse al plan. Ella fue –una vez más y como siempre– un
motor de energía, de pasiones, de ideas lúcidas y de alegría que nos permitió
conocer el lugar de una manera que hubiera sido imposible de haber viajado sin
ella.
No encuentro una manera más adecuada para
describir lo que encaramos en ese trozo de los Emiratos Árabes Unidos que esa
expresión prosaica pero cargada de sentido(s) que encierra el venezolanismo
“cagante”. Dubái es cagante en esa acepción que la hace sinónimo de fascinante,
encantadora, impresionante, sobrecogedora (es en serio: ¿a quién se le habrá
ocurrido fundar una ciudad en este desierto y con este clima de 40 grados a las
sombra?); pero también lo es en la acepción de cagante que utilizamos para
adjetivar algo que nos produce miedo.
Dubái es, en muchos aspectos, una extraña reproducción muy sui generis
de esa sociedad que bien describía Aldous Huxley en Un mundo feliz.
Los oriundos de Dubái y del resto de los
Emiratos Árabes Unidos, apenas el 20% de la población que allí habita,
conformarían la casta de los Alfas. Son los ricos, los poderosos, los dueños
del patio; los grandes señores con sus mujeres de una hermosura sin parangón
(sí, lo son a pesar de todos los trapos que las cubren, al final esas telas
resultan en vano, no logran disimular su belleza ni disfrazar su feminidad
desbordada). El resto de los habitantes de Dubái, el 80% de quienes están allí,
son extranjeros provenientes de otros países árabes, aunque la mayoría viene de
la India y Pakistán, otros de China, Malasia, Filipinas, Bangladesh, Nepal y
hasta te consigues con algunos inmigrantes de América Latina. Dependiendo de
sus orígenes y de sus posibilidades económicas estos inmigrantes se van
distribuyendo en las otras castas del Dubái Feliz: la de los Betas (serás rico
y poderoso en Dubái pero jamás serás uno de los nuestros, eres simplemente un
buen burgués que no nos estorbas), los Gammas (una enorme clase media de
oficiantes casi todos chinos, malayos, indios o pakistaníes que se encargan de
atenderte en las recepciones de hoteles, son los meseros de los restaurantes,
los que atienden en los centros comerciales, los que te ofrecen y te llevan a
los tours por el desierto) y luego vendrían los Deltas y Épsilones que son la mano de obra más barata que pueda
existir, una especie postmoderna de siervos de la gleba a quienes se les otorga
permiso para vivir en Dubái pero a condición de que entreguen sus pasaportes, tienen
prohibido dejar el país a menos que cuenten con un permiso de muy difícil
trámite, ellos son los obreros que construyen los rascacielos a 50 grados bajo
el sol. Son también los taxistas que tienen jornadas de trabajo entre las 7 de
la mañana y las 11 de la noche con permiso para comer apenas durante media hora
y una sola vez al día. Los Deltas y
Épsilones de Dubái viven en viviendas ubicadas en el centro de la ciudad, a
veces hasta seis familias comparten espacio dentro de una misma
habitación.
Por otra parte, el tema del Congreso sobre
niños superdotados, inserto dentro de este contexto del Brave New World del
desierto, a veces cobraba matices de frialdad: “Tenemos que identificar quiénes
son los superdotados, tenemos que crear centros especiales para ellos, con las
mejores condiciones y con los mejores maestros del mundo, traerlos hasta aquí y
darles a ellos y a sus padres todos los papeles y facilidades para que se
integren a esta sociedad, los tenemos que preparar para que sean ellos los
líderes del mañana, los encargados de construir y llevar las riendas del futuro
en Asia”. Una suerte de Gattaca pero donde los elegidos no se juzgan por su ADN
impoluto sino por sus resultados en tests especializados que indican que tienen
un coeficiente intelectual superior a 130. Ellos serán la súper raza de los
Alfa Plus. Al resto de los mortales –los normales de inteligencia promedio– nos
tocará asumirnos como buenos Betas, Gammas, Deltas y Épsilones con permiso para
vivir en ese Mundo Feliz cuyo soma está a la vista a donde quiera que gires la
mirada: monumental, ostentoso, grandilocuente. “Aquí se está construyendo el
nuevo equilibrio del mundo, que les quede claro”.
Por cierto, durante los últimos años en Dubái
se han estado construyendo gigantescos desarrollos urbanísticos por medio de
islotes artificiales que le han ganado espacios de tierra al mar de Golfo: Las
Palmeras, El mundo (un mapamundi entero a 4 km de la costa donde el Reino
Unido, todo él, es ya propiedad del cantante Rod Stewart) y próximamente se
construirá también el más grande de todos bajo el ambicioso título de El
Universo. Todas estas obras son, junto a la Gran Muralla China, de las pocas
edificaciones hechas por el hombre que son visibles desde el espacio exterior.
Insisto, y me perdonarán lo soez, pero por
todo lo anteriormente expuesto la experiencia dubaití resultó cagante en toda
la vastedad del término.
Acabado el viaje nos subimos de nuevo al
avión que nos llevaría de vuelta a casa luego de casi 24 horas de travesía.
Claire esta vez me cedió la ventana –si llegaba a ponerme otra vez su carita de
niña pelirroja de cuatro años me podía haber quedado tieso en ese asiento del
medio de la fila 51–. Desde esa ventanilla pude ver la noche estrellada sobre
Dubái, más tarde vi la medianoche sobre Bagdad (una ciudad que sólo había visto
moverse en películas, noticieros y en aquellas imágenes infrarrojas y
devastadoras de la Guerra del Golfo), luego vino el amanecer sobre Copenhague,
digno de un cuento de Hans Cristian Andersen, el mediodía fue sobre Reikiavik y
ahí me dieron ganas de lanzarme en paracaídas para aterrizar de panza sobre un
géiser (y por supuesto recordé aquellas palmeras tropicales que se abrazan con
los fiordos islandeses en el mapa que pliega magistralmente el poema de Eugenio
Montejo). Nunca había visto un atardecer desde el cielo como el que se asomó
ese día sobre Groenlandia, una masa titánica de planicies heladas y montañas
cubiertas de nieve circundadas por un mar tan insoportablemente calmo que
asemejaba un gigantesco animal acuático dormido durante la hibernación.
Llegamos a Atlanta de madrugada y luego al D.F. mexicano (que es también una
versión de Blade Runner, como la de Dubái pero distinta) a pleno mediodía . Sí,
el mediodía del mismo día que habíamos dejado en Dubái la noche anterior.
Puedo jurar que fue demasiado para un mismo
hombre en un solo día.
8 comentarios:
Me encantó tu crónica. Tengo tiempo que no voy sino que paso por el aeropuerto, y la verdad es que de hace 10 años para acá el cambio que ha dado es impresionante.
Que agradable conocer Dubái, a través de tu narración.
Nos dejas con las ganas de visitarla , aunque sólo sea en sueños.
Toda tu crónica es una delicia de lectura, lo divertido, lo "cagante", la alusión al Mundo Feliz, el periplo completo.
Quedé hasta cansada.
Saludos.
Que rico ese viaje por Dubai! que experiencia! un fuerte abrazo mi chamo querido.
Como hiciste con las visas y documentacion de viajes...?
Tu blog va directo a mis favoritos
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Qué viaje tan espectacular José, lo narras muy bien y sin embargo parece inalcanzable; todo eso es tan ajeno a nuestra idiosincrasia. No cabe duda que de allí surgirán muchas historias.
Un abrazo.
Gracias por esta belleza de crónica.
Admiro el hecho tecnológico de una ciudad semejante en el medio del desierto, pero con Dubai (y otros) siempre me ha parecido que algo va mal, que tal parapeto requiere una cantidad enorme de energía para mantenerse, y no pareciera que nada es Sostenible en ese desarrollo. Las islas artificiales impresionantes pero arrogantes; me queda como un amarguito en la boca y pienso que ese no es el "futuro" que este planeta necesita, ni el que yo quiero.
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