martes, 31 de octubre de 2006

Las nuevas tortugas


Me senté a leer sobre la arena de la playa de Barceloneta, la más sucia de toda la ciudad, en un invierno tímido con buen sol.

Al principio lo vi como un objeto oscuro flotando a unos diez metros de la orilla y lo pensé un pedazo de madera a la deriva. Pero cada vez se fue acercando más a la playa. Cerré el libro y me acerqué a mirar. Nadie más había reparado en esa figura con caparazón que nadaba con intenciones de desovar en plena Barceloneta.

Se habría perdido, pero el mandato del instinto le hizo buscar la primera playa para dejar sembrada su herencia.

Salió del mar y recorrió con lentos pasos la distancia entre el agua y mis pies. Y con gran convicción -yo diría que prehistórica- empezó a cavar profundo en la arena.

Apartaba enérgicamente en su propósito colillas de cigarrillos, jeringas usadas por los heroinómanos del alba, restos de heces, orines, vómitos de borrachines nórdicos, residuos de porro, botellas vacías de vino, acaso algún dedo mutilado.

Nada la detuvo, ante nada se amilanó.

Qué cosa tan hermosa como grotesca. Me pregunto qué tortugas mutantes irrumpirán desde esas cáscaras. Seguro que serán otras tortugas, condimentadas con la escoria de la urbe decadente. Serán tortugas, ciertamente, pero creo adivinar el nacimiento de una nueva especie de supervivientes.

Igualita a la nuestra.

sábado, 28 de octubre de 2006

Dictado


Salgo al jardín a fumarme un cigarrillo sin ganas. Hace semanas que no escribo ni una miserable línea, que todo lo que hago me parece una soberana idiotez. Tengo el cerebro seco, como si ya hubiera asumido que sólo sirve para ser esa máquina a mil sandeces por segundo que es lo único que sabe y puede ser. Y cuando eso pasa sólo se me ocurre fumar. Fumar aunque haya dejado de fumar. Aunque ni siquiera tenga ganas de volver a fumar.

Me recuesto en una silla con todo el sol en la cara y me dejo estar. Oigo a mis jóvenes vecinos en el patio de al lado. Forrados de negro, maquillaje blanco sobre el rostro, gruesos lagrimones hechos con delineador entristeciendo sus ojos. Alguna vez, hace un tiempo, les pregunté por qué vestían así. Me dijeron: “somos darkies, estamos de luto porque el mundo se ha muerto, ya nada tiene sentido. Sólo el duelo y la tristeza por todo lo que perdimos”. Sonreí. No dije nada, simplemente pensé: “Todo se repite. Es la misma respuesta que hubiera dado yo a la misma pregunta hace treinta años”.

Lanzo la colilla que echa chispas al chocar contra la pared. Me asomo sobre el breve muro que separa ambos patios. Los veo muy ocupados colocando sobre el césped unas telas enormes donde círculos y espirales de colores están pintados a mano. Toman medidas, acomodan los dibujos, aplanan las telas, miran al cielo, asienten con nerviosismo. Los saludo, pregunto qué hacen. Me responden: “Hemos recibido el mensaje de que en esta zona vive un escritor. Gracias a estas señales Ellos sabrán que es aquí. Vendrán desde el espacio a dictarle telepáticamente un libro maravilloso que lo cambiará todo. El mejor de los libros jamás. Él lo escribirá pensándolo suyo, sin sospechar que son Ellos sus verdaderos autores”.

Vuelvo a casa aún más fastidiado que antes y sin siquiera despedirme. Estos idiotas ni siquiera imaginan que yo escribo. Me siento frente a la máquina y espero que una voz prodigiosa desde el más allá comience el dictado. Pero nada. Se pasan los minutos y la página sigue en blanco. Me aburro mortalmente y para matar el fastidio empiezo a escribir un libro jugando a que alguien me lo está dictando desde el espacio exterior:

“Salgo al jardín a fumarme un cigarrillo sin ganas”.

jueves, 26 de octubre de 2006

El chamo Khonnor

Khonnor con su máscara de cachos hecha en casa.

Frank Zappa, quien era loco y genial hasta para responder a los periodistas, dijo alguna vez: “No creo en la crítica musical, escribir sobre música es como danzar de arquitectura”. Y a mí, en lo personal, la frase me hizo mella. Me cuido muchísimo de no sucumbir a la tentación de arruinar con palabras esa esencia intraducible que algún otro, con otro talento muy distinto, logró hacer sonar.

Sin embargo, este chamo llamado Khonnor lo merece. Así que con el permiso de Frank Zappa eventualmente yo me abro espacio para echar un pie sobre algunos edificios magníficos.

Conor Kirby-Long tiene hoy 18 años, cuando sacó su primer disco “Handwriting” tenía 17 y cuando comenzó a hacerlo tenía 15. Se pasó 2 años encerrado en su cuarto de adolescente de Vermont con una guitarra, una vieja computadora de finales de los 90, un micrófono desfasado, escribiendo con toda la sinceridad y la tristeza del mundo las trece canciones más desgarradoras que alguien haya producido en años.

“Handwriting” a lo mejor no fue escrito a mano, pero sin duda sí con las uñas, con los huesos y desde el estómago. Y cuando uno lo escucha se asusta por todo lo oscuro y denso que algunos jóvenes llegan a ser en silencio. Khonnor no es un virtuoso, es más bien sencillo, casi minimalista, algunos dicen que “ingenuo”; pero es meticuloso y perfeccionista en los detalles. Quiere que el pequeño ruido polvoriento suene tal cual como lo imagina en su cabeza. Así se le pasaron dos años en una habitación hasta que por fin abrió la puerta y salió el jovencito con un disco.

Escucho a Khonnor y siento tanta fascinación como vértigo. Creo que se debe a eso que llamo el “Complejo de Rimbaud”; me imagino que debe ser brutal llegar a los 17 con una obra tan sólida entre manos, con algo tan vivo y tan caliente que es como si te hubieras arrancado el corazón con los dedos en el proceso. Es como si desde muy joven te rindieras y dijeras: “nunca más podré hacer algo mejor que esto en la vida”. Pienso en Rimbaud y espero que el chamo Khonnor no decida el año que viene desaparecer “porque ya no tengo nada más qué decir al mundo”. Y sólo sepamos de él porque se dedicó al tráfico de armas, de órganos, o porque tomó en vez de su guitarra una escopeta y se fue a ajustarle cuentas a Megan (la misma rubia del colegio que le rompió el alma durante la grabación del Handwriting). Me da tristeza adelantarme al momento en que Khonnor decida no estar más.

Me da vértigo también imaginar la de Khonnors que nos estamos perdiendo justo en este instante, la de chamos geniales de quienes jamás nos enteraremos porque el mundo está demasiado ocupado escuchando la opinión experta y sublime de John Secada en un Latin American Idol.


Khonnor - Dusty

No es lo mejor de Khonnor pero es lo único que conseguí en video para compartir. Khonnor en un cementerio... curiosamente.

martes, 24 de octubre de 2006

Robertico, dale tú por mí


Autorretrato hecho por el mismo Robert Smith de The Cure

El amigo German Herrera, mejor conocido como El Sr. de los Monos, me ha propuesto una tarea que me ha puesto a sudar tinta. Tinta de varias densidades y colores. El juego consiste en responder un cuestionario utilizando solamente nombres de canciones de una misma banda. Tuve que echar mano a mis viejos discos de The Cure, tuve que verle la cara de nuevo a mi pana Robert Smith, quitarle decenas de kilos, metros de arrugas, varios centímetros cúbicos de papada, sonreír ante esos mismos cabellos de punta a los que en otra época tuve franca devoción. Sorprenderme con lo joven que era él y lo niño que fui yo. Y una vez más le tuve que dar gracias por encontrar las palabras justas para decir exactamente eso que sentíamos pero que yo no hallaba manera de decir.

Me toca notificar a otro amigo Roberto, éste de apellido Echeto, que le hago entrega del testigo; quizá porque desde ya me estoy relamiendo con sus respuestas, anticipando que algo de Rush, Judas Priest o Dio pueda asomarse por allí. Y también le entrego esta perla a mi querida Meditadora Ociosa, a ver si reaparece, que últimamente de tan silenciosa que anda pareciera estar más de ociosa que meditabunda.

Ahora sí, Robertico, hermanazo... libra tú por mí.

  1. ¿Eres hombre o mujer?
    Soy “The Drowning Man” (del disco Faith)
  2. Descríbete
    Especialista en “To Wish Impossible Things” (del Wish)
  3. ¿Qué sienten las personas cerca de ti?
    Me imagino que algo así como "A Short Term Effect" (del Pornography)
  4. ¿Cómo te sientes?
    "Out Of This World" (del Bloodflowers)
  5. ¿Cómo describirías tu anterior relación sentimental?
    "Disintegration" (del Disintegration)
  6. Describe tu actual relación amorosa
    Alguien que me haga la pata de gallina porque necesito hacer una raya en el techo: “Just Like Heaven”, por fin (del Kiss me Kiss me Kiss me)
  7. ¿Dónde quisieras estar ahora?
    en "Fascination Street" (del Disintegration)
  8. ¿Cómo eres respecto al amor?
    Entregadísimo como si estuviera “Where The Birds Always Sing” (del Bloodflowers)
  9. ¿Cómo es tu vida?
    ”A Forest” –pero uno bien tupido- (del Seventeen Seconds)
  10. ¿Qué pedirías si tuvieras sólo un deseo?
    Me preocupan los últimos deseos…
    “Why Can’t I Be You?” (del Kiss me Kiss me Kiss me)
  1. Escribe una cita o frase famosa
    Me perdonan la insistencia pero... “To Wish Impossible Things”
  2. Una despedida
    ”Maybe… Someday” (del Bloodflowers)

viernes, 20 de octubre de 2006

Y tú ¿qué tan atractivo?


A mí los indigentes siempre me dieron un poco de miedo. Me imagino que fue por aquello que me tocó ver un domingo, siendo niño, cuando regresábamos mis padres y yo de visitar la Librería Suma andando por el boulevard de Sabana Grande. Veníamos ya a la altura de Chacaíto, por el cine Broadway, cuando en eso vimos a un indigente salir enfurecido de un callejón a la derecha, y sin ton ni son, de sorpresa, le ha encajado un bofetón arranca cabezas a la señora que caminaba justo delante de nosotros. La señora se fue al suelo, papá ayudó a recogerla, mamá dijo: “un loquito”, yo vi al tipo alejarse todo silueta sucia siguiendo su camino, vista al frente, con paso tranquilo como si nada hubiera pasado.

Muchos años después descubrí que el homeless es uno de los temas recurrentes en las novelas de Paul Auster. Y me contagió esa fascinación que tiene por indagar qué exactamente puede haberle ocurrido a una persona para que rompa de manera tan radical con la vida que llevaba hasta ahora, con la sociedad, consigo mismo, hasta convertirse en sujeto callejero. Ese individuo que alguna vez fue el vecino de al lado, que se fue haciendo más y más huraño, que de pronto salió de su casa obsesionado por hallar una verdad y se fue quedando en la calle, habitando el contenedor de basura al fondo del callejón, comiendo aquello que los demás ya no han querido comer, armándose con retazos ajenos -y con capas de desechos encontrados por allí- una nueva identidad.

En Chicago, en el 221 de la calle Dearborn, zona norte, queda un hotel cuyo nombre no logro recordar. Y al lado del hotel hay un callejón sin nombre donde vive Mark. La primera vez que se me acercó estaba yo esperando un taxi y conversando con Anthony, el portero del hotel -un negro americano típico que bien podría tener una banda de hip hop pero que optó por ponerse un traje de botones y aprender más del cine de Almodóvar y de Eliseo Subiela que cualquier crítico sesudo-. Veo con el rabillo del ojo que se acerca el indigente, con paso sereno, arrastrando capas y capas de ropa mugrienta, bebiendo una pepsi en lata que alguien más había sorbido previamente. Me pongo tenso, cierro el puño dentro del bolsillo y aprieto contra la palma un montón de monedas. Seguro que viene a pedir limosna, o a soltarme un golpe al que me pienso adelantar. Porque en esos instantes, a la hora de la chiquita, mandan los recuerdos infantiles sobre cualquier lectura amigable de Paul Auster.

-What’s up, Mark? – saluda Anthony.

Pero Mark no sabe, no contesta. Soy yo quien le interesa. Y entonces me dispara con todo su aliento matutino la gran pregunta:

-Hey, you… Do you feel attractive?

Yo me quedo congelado. No sé qué responder. No tengo una respuesta para eso. Me imagino que la respuesta obvia es no. Aunque no sé, imagino que esa pregunta amerita una respuesta igual de ocurrente, acaso igual de extraña.

- ¡Mira, papá, vente que llegó el gran taxi!- grita Richita ya con un pie adentro. Y una vez más Richard me salva de una de las que no sé cómo salir. Subo al taxi como con culpa, sintiendo los ojos del homeless clavados en la nuca.

A Mark lo volví a ver todos los días que duró el festival. Pero me encargué de evitarlo, de escabullirme. Mientras hacía entrevistas en el lobby del hotel lo veía a él del otro lado del cristal haciendo su propia entrevista. Me imaginaba que a todos abordaba con la misma pregunta: “Hey, you… Do you feel attractive?”. Algunos huían despavoridos, otros se reían, otros daban por respuesta puñados de monedas y billetes arrugados, los más valientes contestaban algo al viento y apuraban el paso.

Solamente vi a Richita conversar con Mark. La única persona con la que sostuvo una conversa tan larga como la longitud del Chesterfield que fumaban. No sé en qué idioma lo hacían, pero charlaban, estoy seguro. Y se reían. Que yo sepa Richard no hablaba inglés y dudo enormemente que Mark machucara el español. Estuve a punto de dejar hablando solo al fastidiosísimo Román Chalbaud que se vanagloriaba de su igualmente fastidiosísima “Pandemonium, la capital de infierno” para salir corriendo a enterarme de esa conversación al otro lado del vidrio que me interesaba muchísimo más. Pero nunca dejé a Chalbaud hablando solo y tampoco pregunté a Richard qué y cómo carajos hablaba con el indigente.

La última vez que me crucé con Mark fue de nuevo en la puerta del hotel. Esta vez el encuentro fue a solas. Se me acercó con una sonrisa confiada, como diciendo “hoy no te me escapas”. Y de nuevo disparó su frase del abordaje.

- Hey you… Do you feel attractive?
- Not really. Just for very special people (La verdad es que no. Sólo para gente muy especial)- Le respondí a manera de chiste. Sonreí, le hice un guiño de ojo.

Se rió con toda la amplitud de su boca, con toda la magnitud de los gruesos agujeros entre sus tres dientes aún en pie. Me despidió con la mano y se internó en su callejón donde aún retumbaban sus carcajadas.

A veces sueño despierto con que me encuentro de nuevo a Mark en un callejón de una ciudad cualquiera, y que me hace entrega de un diario tan sucio como entrañable. Su diario de notas personal. Adentro están escritas con su puño y letra todas las respuestas insólitas que obtuvo a lo largo de la vida con su particular encuesta callejera. Y en la última página seguro estará transcrita su increíble conversación con un tal Richard.

martes, 17 de octubre de 2006

Creerse ciertas mentiras

Escuché a los japoneses de Supercar por primera vez porque alguien me comentó que le componían música para películas al gran Takeshi Kitano. Luego descubrí que la información era errónea, nunca han hecho nada juntos; y poco me importó, pues esa mentira me dio la oportunidad de escribir un cuento –al que quiero mucho pero que nunca me he atrevido a mostrar a nadie- donde un tipo a distancia se encarga de poner a Kitano en contacto con Supercar y convencerlos de rodar juntos un inmenso videoclip argumental de dos horas. Kitano y Supercar aceptan pero con la sangrienta condición de que él sea el protagonista, y de que se inmole en un harakiri real en la escena final de la obra. Condiciones que el tipo acepta con todo gusto. Por franco amor al arte.

Hubo un tiempo en que fui adicto a Supercar. No oía otra cosa; me obsesionaba esa extraña combinación de manga con rock alternativo con música para videojuegos, cantada medio en inglés medio en japonés, en un limbo indescifrable entre lo ingenuo y lo sarcástico. Se me antojaba que era como una mamarrachada sublime.

Y justo en ese tiempo la vida quiso que me reencontrara con alguien. Alguien de quien me enamoré desde los primeros instantes a pesar de hallarme recontraconvencido, más que nunca, de aquella verdad como un templo: “el amor no existe, es un contrato para no quedarse solo, es puro cuento inventado por abuelitas”. Me diría Ella en una de las primeras citas: “los matrimonios son como submarinos, pueden flotar pero están hechos para hundirse”. Desde entonces la música de Supercar se me asemejó a una pareja que se ingenia un universo fantástico en la lucha por tripular un submarino y, sin saber mucho cómo, lo acaban logrando sin ahogarse en el intento.

Hoy vuelvo a Supercar. Alguien ya aceptó ser mi esposa a pesar del cuento del submarino. Hoy estoy fascinado con lo lejos que nos permite llegar eso de creerse tanto ciertas mentiras.


Supercar - Wonderword

jueves, 12 de octubre de 2006

Robando a The Books



Y mientras las estatuas siguen sangrando verde
otros andan diciendo cosas mucho mejores
que las que nosotros nunca podremos decir.

lunes, 9 de octubre de 2006

Final 3D

Comenzaré ofreciendo disculpas. Por hablar de política cuando tan podridos andamos de ella y cuando ella tan podrida está. Por atreverme a dar mi opinión sobre un tema al que suelo escurrirle el bulto. Me disculparé de antemano por la pasión. Por las metáforas. Por no ser ecuánime y razonable como aconseja la intelectualidad. Por no hablar con ese tono y esa sabiduría que blanden magistralmente aquellos elevados que –como dicen los españoles- saben cagar más arriba del culo.

Confesaré desde el estómago, y con toda la emotividad de la que algunos comedidos pretenderán hacerme sentir culpable, que siento a este país enfermo de cáncer. Venezuela es como un paciente con diagnóstico de tumor maligno y tenemos que intentar la vía quirúrgica. Sabemos, además, que operar no es sino el primer paso, que luego vendrá un durísimo proceso de quimioterapia con todos sus efectos colaterales, puede que se requiera algo de radioterapia, tendremos que estar atentos a las metástasis. El 3 de diciembre es la fecha de la cirugía. Nosotros decidimos si nos sometemos al bisturí para sacarnos a Chávez o si decidimos dejar que las cosas sigan su curso natural.

Esto es una final, amigo, como la final del Mundial. Francia contra Italia. No me puedes decir que tú en la final le vas a Argentina porque Argentina no juega. No me puedes decir que a ti te gustaría que ganara Brasil, porque a Brasil lo eliminaron en octavos. La vaina es Italia contra Francia, punto, se acabó. Y si no te gustan ni Italia ni Francia, pues entonces puedes dejar en paz a quienes les gusta el fútbol, a los fanáticos a los que les duele la vaina de verdad. No veas el partido, inventa una parrilla, cómprate los DVDs quemados con la temporada completa de Sex and the City y te quedas encerrado en tu cuarto viéndole la melena a Sarah Jessica Parker.

Si te digo que hay que votar para el Balón de Oro, como mejor jugador del torneo, entre Cannavaro y Zidane, no me puedes decir que a ti te hubiera gustado que lo ganara Figo, o peor aún, un tipo que tuviera la sonrisa de Ronaldinho, con el físico de Beckham, con la magia de Maradona pero que además fuera africano porque el equipo que a ti te cae más simpático es Ghana. No me jodas, panita. Ese carajo no existe, ese tipo no juega. Entonces yo puedo tener dos lecturas de ti: o tú eres un provocador que lo que quiere es hincharme los cojones, o tú eres un ignorante que no aceptas que lo que te corresponde en este instante es quedarte callado porque al abrir la boca lo único que haces es meter la pata para el bochorno propio y ajeno.

Si tenemos que decidir en una final entre Rosales y Chávez no me puedes decir que a ti te parece que lo ideal sería tener de candidato a Mahatma Gandhi, que habría que resucitarlo primero, aunque lamentas un poco que sea tan calvo –que le vendría bien un bisoñé o un injerto capilar-, que te sabe mal que en vez de esa batola blanca sucia no se le ocurra ponerse un flux Armani y que, la verdad, a ti te parece que es como demasiado pendejote, demasiado pacifista, demasiado conciliador, qué le faltan como bolas al flaco ese. Tu candidato súper Gandhi no está en las elecciones, hermanazo, lamento decirte, no tiene ninguna marcha organizada ni plan de gobierno, no lo encontrarás en el tarjetón, nadie lo inscribió en el CNE.

Nos queda votar por uno o por otro. Chávez contra Rosales. Esa es la final. O no votar porque ninguno de ellos te parece que esté a tu altura como elector. Si optas por esto último te recuerdo que en esta final sí que está jugando Venezuela. Esta es la única final del mundial en la que sí nos la estamos jugando, y donde tú defiendes o metes los goles.

Si votas por Chávez ya sabes de qué se trata. Ya sabes cómo son los colores, ya te sabes el discurso y las mañas, ya viste los logros que es capaz de alcanzar en 8 años de gestión, ya sabes para qué sirve el petróleo con sus precios de escándalo, ya sabes para lo que sirve la chequera del presidente cuyos depósitos nos pertenecen a todos los venezolanos. Ya sabes que será más de lo mismo, la misma mierda pero más abundante, a pesar de que él mismo se considere el candidato del bloque del cambio (¿el cambio con respecto a qué, más o menos, acaso este Señor no se ha dado cuenta de que el gobierno desde hace casi una década es el de él?).

Si votas por Rosales prepárate porque con la cirugía apenas comienza la terapia, apenas te sacaste el tumor, falta el tratamiento completo con sus picos y valles; pero acabas de dar el primer paso necesario para curarte. Quizás después de la quimioterapia, de la radioterapia, de las subsiguientes operaciones, quede un cuerpo sano capaz de aguantar decenas de años más. Y un espíritu fortificado capaz de caerse a coñazos dignamente contra lo que se venga.

Yo no creo que la solución para nuestro cáncer sea salir de Chávez y allí se acaba el mal. Pero sacar a Chávez es indispensable para prepararse a vencer la enfermedad. Creo que sacar a un milico violento, bruto y malandro a cambio de un civil que tiene una gestión respetable como gobernador del Zulia es una ganancia indiscutible. Sólo con eso a mí me basta, ya se me inclina la balanza a favor de uno.

Créanme que de ganar Rosales -cosa que yo, optimista e ingenuamente, considero factible si somos lo suficientemente aguerridos e inteligentes a la hora de defender nuestros votos y hacer que se respeten nuestros derechos-, al día siguiente de su proclamación pasaré a formar parte de la oposición. Seré tan fuerte criticando a Rosales y a su gobierno si lo hacen mal como lo hago con el nefasto Hugo y su abominable fascismo de pseudo-izquierda.

Pero ahora, a lo primero -sin medianías, ponderaciones ni altísimas elucubraciones que en estos momentos de la chiquita tan poco aplican-: a operarse el tumor duela lo que duela antes de que sea demasiado tarde.

jueves, 5 de octubre de 2006

¡Tú e bel!


- Mira, papá… eh… ¿cómo se le dice aquí a un jeva que tiene los ojos bonitos? –me pregunta Richard justo en el momento en que la mesonera belga le pone en frente el octavo plato de pasta boloñesa que se come en este viaje.
- Bueno, panita… a ver… le puedes decir: “Vouz avez tres beaux yeaux”.
- ¡Velcia, apá… eso está muy pelúo! ¿No te sabes otra más fácil?
- Bueno, Richita, güevón, dile entonces más bien: “Tu es belle”, que significa “Eres bella” o “Tu es jolie”, que es como decirle “Eres bonita”.
- Ah bueno, esa sí va: “Tú é bel!” y “Tú e yolí”. Más nada, papá – dice Richard y practica una y otra vez en voz alta lo recién aprendido para el jolgorio de los comensales del restaurante.

Transcurrieron un par de semanas más en Bruselas, en las que honestamente nos pasó de todo. Casi se muere Emil, el camarógrafo, con una intoxicación por una sopa de salmón que lo hacía vomitar como Linda Blair en El Exorcista; pero en vez de verdes los chorros eran rosáceos y con tropezones de pescado. Y solamente la valentía de Richita, con el suéter arremangado más arriba de los antebrazos, provisto de un balde con agua caliente, jabón líquido, un cepillo, varias toallas, le echó piernas al asunto, haciendo un cuenco con las manos se metió de cabeza en aquella marea rosada de salmón y bilis y, mientras nosotros arqueábamos a un costado del camino, como torpes espectadores, Richita se hizo cargo. Limpió el carrito de alquiler mientras nos aguantaba la frente para que vomitáramos sin mancharnos la ropa y nos daba a beber sorbos de Coca Cola con limón.

Pero también por culpa de Richita casi nos mata el equipo completo de hockey sobre hielo de Bruselas porque la novia del centrodelantero –o como se llame el que mete los goles en hockey- era la que atendía en la venta de salchichas frente al hotel y Richita se le recostaba en el mostrador a declamarle a todo volumen todo aquello que se sabía en francés: “Tú e Bel, tú eres trés yolí, mamita”. Ella sonreía tímidamente. Y después de media hora de acoso nos dimos cuenta de que el novio de la chica estaba también en el local, oculto detrás de una nevera, llamando por celular a todos sus amigotes para que se vinieran con bates, cadenas, cabillas y pistolas de perdigones a dejar bien clarito quiénes eran los gallos del patio. Corrimos, sí, cobardemente; pero de no haber huido no habría quién les contara ésta.

Sin embargo Richard nos sacó del foso aquella noche en Amsterdam, luego de un encuentro del tercer tipo con una cosa que tomamos en el Kandisnky Coffee Shop. Una breve estadía en los infiernos en la que nos pasamos toda una madrugada perdidos en el laberinto kafkiano de una ciudad malandrísima que se encargó de escondernos el carro, de hacernos caer una y otra vez en el barrio de los yonquis y de mostrarnos su cara más espeluznante.

Pero ese es otro cuento, el cuento es que durante 15 días al soundtrack urbano de Bruselas, junto a las cornetas de los carros, a los gritos de los vendedores ambulantes, al techno que salía disparado a todo volumen y por igual de las tiendas de discos, de cómics o de ropa, se incorporó la voz de Richard que iba disparando a diestra y siniestra su “Tu e bel” y su “Tu es tres yolí”, paso a paso, por puentes, calles empedradas, en la mitad de la autopista, a flacas, gordas, chiquilinas, gigantonas, diosas multicolores, monstruos del averno y cuidado si también en medio de esa confusión a más de un andrógino de cabellos lacios y ademanes afectados.

El día en que nos íbamos ya de ese viaje -que realmente estuvo enmarcado en el género fantástico por miles de otras razones que ahora no vienen al caso- nos quedamos con dinero sólo para pagar el taxi y tomarnos un café per cápita en el aeropuerto. No teníamos dinero ni para pagar el exceso de equipaje, éramos 4 con 14 piezas: monitores, luces, cargadores de baterías, trípodes, cámaras, etc. Nos atiende en el mostrador de Lufthansa una rubia cuarentona, guapa, con los ojos de un azul metálico imposible, pero que se le veía a la legua que mínimo era hija de uno de los nazis más pesados de la SS. Una mujer de hierro de esas que uno teme que si se atreven a sonreír se les parte la cara en trozos o en vez de risa lo que les sale es un gruñido. La rubia inconmovible nos dice en un inglés huesudo con marcadas aristas germánicas que son 225 euros por exceso de equipaje y que si pensamos pagarr en cash o en tarrjeta crrédito. Nos ponemos a negociar con ella, le decimos la verdad, que nos hemos quedado sin un centavo, que somos unos sobrevivientes que casi nos morimos en este viaje, que por favor nos deje montarnos en ese avión y si quiere nos comprometemos a no volver nunca más. Pero la rubia disfruta su momento de poder, nos pide que nos apartemos, que retiremos las maletas, que no hay manera alguna en la que podamos abordar ese avión. Yo insisto, estoy a punto de sacar todas mis tarjetas de crédito a ver si con la sumatoria de todos sus bolivaritos llego por lo menos a los 200 euros. Y no me fijo que Richita ha abandonado su lugar junto a los equipos y como un gato nocturno se cuela tras mis espaldas y le suelta a la gendarme de la SS camuflada con el uniforme de azafata de Lufthansa: “Tú e bel!”. Y yo pensé en ese instante: “Nos jodimos, mi pana, no sólo nos dejaron en Bruselas en medio del invierno sino que además vamos presos”. Y la rubia atónita le dice a Richard: “Excuse me, sir?!”. A lo que Richard responde, señalándose sus propios ojos y luego con el dedo apuntando a los de ella: “Tus ojos… son trés yolís”.

Y, aunque Ud. no me crea, aunque yo mismo no me lo crea todavía, la mujer sonrió. No sólo sonrió, sino que se sonrojó. Se puso coloradita, le brillaron los ojos, le dio un ataque de timidez coqueta, regresó a los 15 años en un nanosegundo y le dijo a Richard con todo candor: “Merci beaucoup, monsieur”.

A lo que agregó en español castizo: “Daos prisa que vais con retardo”. Tomó pasaportes y maletas, no cobró un céntimo. Nos despidió con deseos de buen viaje y sonrisas. Especialmente para Richard.

- Coño, Richita, tú sí eres candela, mi pana. Qué maravilla, de la que nos salvaste –le comento ya en el interior de la oruga rumbo a abordar el avión.
- Claro, Jose… es que tú tienes que pedirla, papá, pedirla siempre. Porque tú no sabes cuándo te la van a dar.

martes, 3 de octubre de 2006

Aquí voy y vuelvo
bañado por la marea
con todo el sol del mediodía fundiéndose sobre la cara
mecido por las olas
de esta playa tan próxima
tan imposible

Lavado por el mar
solos, hechos una masa,
el sol, la playa, yo.
Como en un verano infinito.
Abandonado al capricho de las aguas
abandonado al juego de sus gotas
entregado al espectro de sus reflejos

Por siempre de cara al sol
Flotando sobre las aguas
rendido al borde de la orilla
acunado por la marea
mecido por las olas
que se negaron a soltarme
tan pero tan cerca de esta arena
a la que nunca llegué.




sábado, 30 de septiembre de 2006

SciFi Office


- ¿Qué tal el nuevo trabajo?
- Bien, mucho mejor que el anterior. Aunque a veces me arrepiento de haber renunciado a ese lugar.
- ¿Lo extrañas? Yo juraba que detestabas estar allí.
- Sí, es cierto. El trabajo era horrible, la gente abominable, el jefe un cretino, mis colegas unos muertos en vida, la oficina era idéntica a un campo de exterminio pero corporativo. Y sin embargo… me arrepiento.
- No entiendo, ¿te arrepientes de qué?
- De haberme ido de allí sin que antes se me ocurriera llevarme una cámara oculta, con una cinta de 120 minutos, grabar lo que fuera durante 2 horas ininterrumpidas, cualquier cosa que tuviera que ver con ese mundo y los especimenes que lo habitan. Loco, no hubiera hecho falta guión, ni cambiar un solo escenario, ni invertir un centavo, ni maquillar a un solo actor, ni siquiera un miserable efecto especial; simplemente tenía que hacer un documental de observación, dejar que la realidad fluyera con toda naturalidad frente a la cámara.
- ¿Y qué hubieras logrado con eso?
- Una película de ciencia ficción, viejo. La mejor película de ciencia ficción en la historia de este país. Ciencia ficción apocalíptica.

jueves, 28 de septiembre de 2006

A destiempo y sin saber


- Yo siempre llego tarde – fue su frase introductoria- Me refiero a las relaciones, no a ser impuntual. Yo siempre llego cuando ya el tipo está comprometido con otra o justo cuando ya no quiere saber nada de relaciones- Y apenas terminó de decir su humilde presentación ya se arrepintió. “Qué pésima manera de romper el hielo, con razón estás sola”.
- Ah, mira tú, yo en cambio soy ése que nunca entiende nada. No me entero de nada. Soy siempre el último en darse cuenta, y cuando por fin me doy cuenta, lo poco que entiendo lo entiendo mal –respondió Él tratando de ser solidario y gracioso, pero sintiendo que a medida que salían las palabras de su boca se iba convirtiendo en el tipo más torpe y patético del universo y sus alrededores.

Esa noche se fueron derrotados a sus respectivas casas. En paralelo reprodujeron el mismo performance de autoflagelación. “Qué cagada, qué torpeza, con razón todo acaba saliéndote mal, otra salida más que no te lleva a ningún lado, eres un desastre, qué manera de arruinarlo todo a las primeras de cambio”.

Sin embargo volvieron a quedar para el día siguiente; por no dejar, para jugarse el último cartucho, para sacarse aunque fuera las ganas de los huesos. Y esta vez se fueron juntos y estuvo bien. Igual que al día siguiente que fue mundial. Idéntico al otro día que fluyó aún mejor. Y al otro. Y al otro. Y así durante miles de otros días más.

Ella -en secreto, sin comentarle absolutamente nada jamás- se fue percatando de que la acumulación de tantos delays, esa sumatoria aglomerada durante años de desfases y retrasos, había jugado esta vez a su favor. De tanto llegar a destiempo había por fin logrado enredar al reloj. Por una vez en la vida había llegado justo a tiempo en el momento indicado para llegar.

Él, en cambio, se quedó una vez más sin entender. ¿Qué cosa extraña habría ocurrido en ella para que se fijara en él?

Menos mal que no entiende, ojala no llegue nunca a entender. De su ignorancia pende su buena suerte. En estas cosas, más que en ninguna otra, no hay absolutamente nada qué entender.

viernes, 22 de septiembre de 2006

Mañana es otro día












Escribió Quevedo:
Ya no es ayer; mañana no ha llegado;
Hoy pasa, y es y fue, con movimiento
Que me lleva a la muerte despeñado.

Dijo mi padre:
Mañana es otro día. Y así tituló su penúltima novela.
La mejor que escribió. Joya rara olvidada que hoy noche releo con fascinación.

Deseo yo:
Que acabe este hoy de vértigos. Alucinado, extraño, sombrío.
Que llegue, ahora ya, por favor, mañana.
Y que de verdad sea otro día.

martes, 19 de septiembre de 2006

Experimento y video (Episodio IV: The End, my friends)


Las últimas dos reglas del fulano Experimento decían:

9) El Estado se reserva los derechos de explotación y difusión de las imágenes, sean en vivo o diferidas, de manera parcial o total.

10) El consumo de la obra podrá ser decretado como obligatorio y deberá ser acompañado de una dosis de 600mg de Soma XS inhalable para garantizar su máximo disfrute. (Los precios del combo serán anunciados y modificados a juicio de la autoridad).

Y pasó entonces lo que tenía que pasar. Lo que siempre pasa en el cine y en la realidad, que el régimen cayó. Por justicia divina, por pura suerte, por rebeliones justificadas o absurdas. Cayó porque sí, porque la naturaleza de las dictaduras es caer. Lo lindo es cómo cayó ésta.

Es que te la cuento y te enamoras, me pides matrimonio, que te done esperma, que te monte cachos pero no te deje.

Porque al principio éramos los tres: Cacho, Rita y yo. Y éramos tres sin nada que hacer, fumando marihuana todo el santo día, haciendo de hackers con la computadora, viendo pornos. Bueno, las pornos las veíamos al principio Cacho y yo; pero luego él me dijo que me relajara, que Rita era pana y que se las tripeaba. A mí me dio igual. A mí todo me da igual. Igual, ver una porno, fumar maría y hackear son cosas que se hacen igualito: echado en un sofá y con ganas de dormirte para no despertarte nunca más. Hasta que un día me ladillé de andar tan ladillados -porque de pana que ya estaba ladilla-, y entonces dije: “¿Panitas… y si tumbamos al gobierno?”. Y ellos respondieron: “ah bueno, sí, vamos a darle”.

Armamos el plan, que fue sencillo. Compramos por Internet con unos bonos de la deuda pública nacional unas microbombas K que las venden en el mercado negro malayo. Te las traen por contrabando hasta Nueva Guaira y allí las recibe un Guardia Nacional que te las libera por medio kilo de perico -que no tiene que ser cocaína de la mejor, ése se conforma con una mediocre. Igual ya no tiene ni tabique ese desgraciado de todo lo que se ha esnifado en el puerto-.

Las microbombas K de 10 megatones traen en la caja las instrucciones para implantar. A veces no necesitas ni cirugía. Sólo tienes que abrirte la carne con un exacto o una hojilla allí donde quieres meterla. La dejas caer, ella solita saca las patas, se acomoda en la herida y se ancla debajo de la epidermis. Luego solamente se frotan y ¡pum! Detonan con fricción.

Cacho se metió la suya en el huequito del glande. Rita hizo lo propio en la vagina. Yo me encargué de intervenir la computadora central del Experimento para que los escogidos fueran ellos, es decir, para que el resultado de la ecuación siempre diera a Rita como hembra alfa y a Cacho como su macho. Lo más difícil fue que se acostumbraran a orinar muy despacio y a no acabar jamás; porque bastaba un roce violento para volarlo todo a la mierda en un radio de 5 Km.

El día inaugural del Experimento, en la transmisión inicial de la temporada, convocaron a la plana mayor del régimen a verlo en vivo. Fue hasta el presidente que lo sentaron en un trono de terciopelo rojo sangre. Y todo el país estaba pendiente de sus telepantallas porque había mucha expectativa y se hablaba de una gran sorpresa preparada por los protagonistas para todos.

Cacho y Rita se dieron durísimo. Loco, yo todavía me acuerdo y me emociono -se me paran los pelitos, mira-. Era tal cual como ver una porno en la tele pero con gente que uno conoce bien. Y cuando llegaron fue una cosa absoluta, el orgasmo fue explosivo. Fue un orgasmo real, total, contagioso, con fuegos pirotécnicos pero que no fueron artificiales. Volaron ellos. Volaron todos. No quedó ni rastro en varias manzanas a la redonda.

Y la gente entendió que la Rebelión tenía sentido ahora que tenía mártires. Que ese grito orgásmico era más bien un grito de guerra. La señal que todos esperaban para salir a la calle a repartir mordiscos, patadas, lanzar zapatazos, clavar uñas, arrojar agua y aceite hirviendo por las ventanas. O a sí mismos, de ser necesario.

El único registro en video que se tuvo de este final apoteósico –del Experimento, que también fue el de la tiranía- lo tenía yo. Único en grabar el episodio por saber exactamente lo que iba a pasar. Ahora soy dueño absoluto de un emporio que administra todos sus derechos de exhibición y distribución. Aunque, claro, el 30% de las ganancias van a parar a una obra benéfica que tuve el buen corazón de crear: La Fundación Cacho-Rita por La Paz La Libertad y el Desarme Mundial.

sábado, 16 de septiembre de 2006

Experimento y video (Episodio III)


4ª regla: Bajo ninguna circunstancia (incluida la muerte) se podrán separar durante el lapso del experimento.

Aquella noche en la que la hembra alfa vio por primera vez a su macho quedó fascinada con él. Al macho también le gustó Ella –es posible que más de la cuenta, acaso demasiado-. Ella dijo “ponte cómodo que ya yo vengo”, al tiempo que lo empujó con punta de dedos por los hombros y lo hizo caer sobre la cama.

Se encerró en el baño y tardó, tardó mucho, tanto que Él –“individuo altamente sensible y propenso a la ansiedad”, como rezaba el informe- se dedicó a iluminar con el punto exacto de penumbra la habitación, se desnudó, dobló la ropa en un montoncito sobre la mesa de noche, de motus propia buscó unas esposas ocultas en su bolso de mano, se las ingenió para esposarse al copete de la cama y para dejar la llavecita apretada entre sus dientes. Mientras seguía esperando por Ella calculó la frase justa con la que la recibiría: “Aquí me tienes, mamita, soy tuyo para que me hagas lo que quieras”. Sí, esa estaría genial.

Y por fin salió Ella. Fantástica. Llevando apenas una ligera dormilona que dejaba translucir sus curvas de fruta madura. Él, ante la idea de poder acostarse durante 3 años (sí, el detallito de 36 meses, la minucia de 1095 días) con aquella diosa prodigiosa, con aquella nena de colores, se quedó boquiabierto –mala cosa cuando se tiene una llave entre dientes-. La llave se le deslizó tráquea abajo, aún antes de que pudiera recitar su frase esplendorosa. Murió entre estertores que ella atónita atestiguó sin poder hacer nada desde el umbral. Y sin saber a ciencia cierta por qué ese hombre esposado al copete se atosigaba de tal manera.

Los tres años de experimento transcurrieron en un único plano secuencia. Una toma fija donde se encuadraba la descomposición del cadáver atado a la cama. Que se fue secando, marchitando, colapsando. Proceso directamente proporcional al de la mente -y sobre todo el espíritu- de Ella, quien llena de pánico y frustración permaneció durante todo ese tiempo a su lado. Sentadita en la otra mitad de la cama.

El video fue un fracaso en su transmisión masiva y obligatoria. Hoy día sólo se consigue en versión director’s cut; se ha convertido en una gema del cine de autor tan sólo comparable con piezas de igual extrañeza como “Empire” de Andy Warhol o “Blue” de Derek Jarman.

jueves, 14 de septiembre de 2006

Experimento y video (Episodio II)


La tercera inviolable e incuestionable ley del experimento rezaba:

Ambos estarán en la obligación de formar una pareja, seducirse, convivir de la mejor manera, tener sexo al menos una vez al día.

Cuando Ella lo vio le gustó, mucho. En cambio a él no. No le gustó la hembra alfa, para nada. De hecho, no le gustaban las hembras en general. Había participado en la audición porque era amante y estaba locamente enamorado del productor del experimento. Que casualmente era también Ministro de Justicia y también de Deportes y de la Juventud y Director Artístico del Teatro Nacional –esas cosas se habitúan en el régimen, como en otros-. Pero el poliministro-productor no le correspondía en el afecto; porque él de quien estaba realmente enamorado era del Fiscal, que a su vez estaba enamorado del Canciller-Ministro de la Defensa, que a su vez estaba enamorado del Viceministro de la Cultura y de la Mujer y de Hidrocarburos y del Espacio Exterior –carteras todas afines- y quien casualmente era también el camarógrafo de la cámara 3.

El experimento resultó un fiasco. Hembra y macho alfa acabaron por convertirse en mejores amigas, casi comadres, Ella le sirvió de paño de lágrimas en el despecho monumental que cargó Él durante casi la totalidad de los 3 años de encierro. Al final se pelearon, cosas de amigas que sólo ellas logran entender, aunque a veces ni siquiera eso. En un ataque de rabia quemaron las cintas, se negaron a editar un video donde saliera “la perra esa” –que era como ahora se llamaban mutuamente- así que no hubo video para transmitir.

Es que tres años ininterrumpidos de mal sexo le desgracian la vida a cualquiera.

El video que sí circula -entre los guerrilleros subterráneos que lideran la rebelión y entre las élites del régimen, claro- es el detrás de cámaras que desmenuza la cadena alimenticia de pasiones no correspondidas que involucran al camarógrafo de la cámara 3 y al resto de los excelsos dirigentes del gobierno.

Pero por decreto presidencial ese video no será televisado. No por ahora.

martes, 12 de septiembre de 2006

Experimento y video.


El Estado publicó Las reglas del experimento, tan sencillas como inviolables:

1) A partir de la hembra alfa (Ella) se escoge a un macho (Él) de la misma especie que sea de su agrado, de edad similar, sano, genéticamente compatible.
2) Deberán convivir durante 3 años de absoluto encierro en un espacio sin paredes de 50 m2 donde compartirán una sola cama, un baño, cocina y comedor.
3) Ambos estarán en la obligación de formar una pareja, seducirse, convivir de la mejor manera, tener sexo al menos una vez al día.
4) Bajo ninguna circunstancia (incluida la muerte) se podrán separar durante el lapso del experimento.
5) La experiencia será filmada a 3 cámaras durante los 36 meses de convivencia.
6) Al cumplirse los 3 años exactos de iniciado, el experimento culminará sin prórrogas ni apelaciones.
7) La totalidad de las cintas registradas será duplicada. A cada miembro de la pareja se le hará entrega de todo el material bruto para que hagan con él un montaje de la experiencia. La duración del video final es libre.
8) La pareja se reunirá por única y última vez para intercambiar los videos. Pueden acompañar sus películas con una breve nota explicativa.
9) El Estado se reserva los derechos de explotación y difusión de las imágenes, sean en vivo o diferidas, de manera parcial o total.
10) El consumo de la obra podrá ser decretado como obligatorio y deberá ser acompañado de una dosis de 600mg de Soma XS inhalable para garantizar su máximo disfrute. (Los precios del combo serán anunciados y modificados a juicio de la autoridad).

Al principio del experimento -apenas se cerró la puerta del apartamento y se encendieron las cámaras- se gustaron pero no tanto. Sólo con el paso del tiempo sus risas se hicieron más francas y espontáneas, el sexo dejó de ser mecánico para dar paso al juego afectuoso y la ternura. Al año estaban perdidamente enamorados. Tanto que, en secreto, casi en un susurro imperceptible para los micrófonos de la cámara, Ella le dijo: “Si quieres nos podemos volver a ver fuera de aquí, cuando se acabe el experimento”. A lo cual él sólo respondió con una sonrisa nerviosa. Nada más. A los dos años se enfrascaban en peleas monumentales que acababan en apasionadas reconciliaciones. A los dos años y medio pasaban por largos momentos de silencio, acariciándose muy suave, a veces tomados de la mano o refugiados en un nudo el uno contra el otro, adelantándose a la despedida. Faltando tres meses su rutina se hizo tensa y nerviosa, discutían por asuntos a los que nunca antes dieron la mínima importancia. Empezaron a hacerse maldades, pequeñas provocaciones domésticas que sabían irritarían al otro. Se insultaban de buena gana como viejos amantes convertidos en rivales, clavándose colmillazos ponzoñosos justo allí donde sabían que harían el mayor daño.

Se despidieron el último día con una tristeza absoluta. Estrecharon manos y luego un abrazo prolongado y húmedo. Ella tomó su paquete de cintas primero y se despidió con un “me voy ya, y no pienso voltear”. Él le estuvo mirando la espalda hasta que desapareció por el hueco de la escalera, tomó entonces sus cintas y se marchó por otro camino.

El día pautado para intercambiar los videos se encontraron en el mismo lugar donde estuvieron por 3 años conviviendo. Él casi no podía hablar, la encontró aún más hermosa, con otro brillo en el pelo –sí, ahora más largo con reflejos más claros- y algo parecido a la tristeza irresistible en los ojos. Ella lo encontró más flaco, le pareció un poco más alto, le encantó reconocer el timbre exacto de su voz.

Él entregó su video acompañado de la siguiente nota: “Si yo pudiera retroceder el tiempo, si pudiera retroceder cada una de estas cintas, yo escogería sólo los mejores momentos, borraría los malos o los minimizaría. Uno es dueño de sus memorias y no importa tanto qué fue lo vivido, lo importante es cómo uno lo recuerde. Yo prefiero recordarte bonito”.

En el turno de Ella, entregó todas las cintas con el material en bruto, idénticas a como se las había llevado, sin haber editado un solo segundo: “Si retrocediéramos las cintas y si volviéramos el tiempo atrás yo repetiría todo exactamente igual. Lo intenté lo mejor que pude desde el principio. Yo cometería de nuevo los mismos errores en los mismos momentos”.

Se despidieron con una sonrisa sospechosa. Hubo un guiño cómplice. Y se desvanecieron. Nunca más, a pesar de haber sido buscados con saña en cada milímetro de la ciudad, se dio con el paradero de la hembra alfa y su macho ideal.

Eso sí, la transmisión masiva y obligatoria de los videos resultó un éxito.

El gobierno se niega a admitirlo, pero el rumor corre por las calles; la gente tiene la sospecha cierta de que en algún lugar incógnito, fuera de norma, en un espacio sin paredes -de 50 m2 compartidos, o acaso menos- esa pareja anda justo en este instante inmersa en su propio experimento. Uno del que sólo ellos serán testigos, sólo ellos sabrán de sus variables, picos, valles y resultados. Y esta vez sin video.

sábado, 9 de septiembre de 2006

Por un poco de sangre

Festivales de cine fantástico hay unos cuantos. Ninguno como Bruselas. Porque al de Bruselas la gente se va disfrazada al cine: de hombres lobo, de vampiros, de momias, de Godzilla, de Ultraman, de María -la robot de Metrópolis-. Porque la gente desde la butaca le grita a los protagonistas allá sobre la pantalla: “¡Cuidado, está detrás de ti!” o “Luke, imbécil, Darth Vader es tu padre!. Y cada vez que aparece una escena con la luna llena el teatro completo hace “Auuuuuuuuuuu” durante varios minutos. Es el único festival donde he visto lanzar zapatos a la pantalla cuando no gusta la película. Y donde se colean zapatos durante toda la función a algunos infelices que deben esperar al final de la sesión para irlos a buscar al fondo de las papeleras. Es como un espectáculo de teatro medieval, donde todos tienen derecho a interactuar con los del escenario. Todo comentario irrisorio es vociferado a todo gañote para que todos puedan reír. Y donde la gente entra y sale con cervezas de la sala, cuidando de dejar siempre la puerta abierta para que todo el mundo grite durante toda la función: “¡La puerta, cabrón!”. En pocas palabras, nadie va en Bruselas al cine a ver una película, la gente va a una fiesta donde todo eso se vale, a pasar dos horas en la oscuridad haciendo todo eso que se supone que no puedes o deberías hacer en un cine. Y cuando te acostumbras al desmadre acabas riéndote y hasta lanzando algún zapato que más tarde, a lo mejor, encontrarás ( y si no, pues te llevas otro que te calce).

Pero lo que más me llamó la atención del Festival de Cine Fantástico, Horror y Ciencia Ficción de Bruselas fue un curioso ritual que se repetía justo al principio de cada proyección. Alguien entre el público gritaba con todas su fuerzas algo en un idioma incomprensible (yo diría que flamenco, aunque pudiera ser en un francés impenetrable): “Uuulalalá, lalala la lá”. A lo que la sala entera respondía a coro con idéntica euforia e impenetrabilidad: “Lalala lala lalá”.

Me pasé dos semanas atónito escuchando ese ritual varias veces por día y siempre olvidaba preguntar qué demonios significaba. Quién gritaba, qué decía, qué le respondían, por qué lo hacían.

El último día de festival, ya despedidos los amigos que allí hicimos, ya a punto de subir al taxi que nos llevaría al aeropuerto, me devolví desde la puerta del hotel y corrí hasta la sala de periodistas donde apenas quedaba Thibaut Dopchie, un joven belga que hacía de jefe de prensa. Y entonces le pregunté casi sin aliento qué significaba el dichoso ritual. A lo que respondió:

- Pues hoy día ya casi nadie sabe por qué lo hacen. Casi nadie recuerda el origen. Yo lo sé, porque me lo contó mi padre que fue de los fundadores del festival hace 20 años –se acomodó los anteojos, puso cara de estar revisando el fondo de la gaveta de su memoria infantil -. La apertura del primer festival de Bruselas en 1983 estuvo a cargo de una película cuyo nombre nadie sabe ni recuerda. Era una mierda de película. Una mierda absoluta. Pero tenía una frase genial, hacia el final, y eso fue lo único que quedó grabado en la memoria del público. El protagonista, despedazado, a punto de morir, suspira: “Yo solamente quiero un poco de sangre… aunque sea la última vez”. Y eso, exactamente, es lo que repite el público. Alguien grita: “Yo solamente quiero un poco de sangre”, a lo que todos responden: “aunque sea la última vez”.

Di la gracias, un último apretón de manos, corrí a reunirme con mis colegas. Subí al taxi convencido de haber aprendido algo hermoso. Que a veces, muy de vez en cuando -para mí mismo, en silencio- repito al principio de ciertas funciones. Como si yo también con ese sortilegio condenara a la película a ser memorable.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Sigur Rós (Svefn-g-englar)

Será por lo evocativo que me resulta la traducción de Svefn-g-englar (“Ángeles sonámbulos” en islandés). Será porque en el proceso creativo de este video le entregaron sin condiciones la música al grupo de teatro Perlan, cuyos miembros son todos síndrome de down, y les dieron autonomía de vuelo para diseñar a su antojo guión, trajes y coreografías. Acaso porque me agrada de los islandeses esa sabiduría para estar siempre cerca pero no estar; participar de todo como testigos silentes mientras prefieren aparentar ausencia. Será tal vez porque las guitarras de Sigur Rós no son tocadas con uña sino con arco de chelo y eso las hace llorar y gemir, más que sonar como guitarras. Quizá sea por esa voz que no canta sino que maúlla como un cachorro triste en el medio de la noche invernal. Y que te dice todo sin que entiendas una sola palabra.

Quién sabe si será por agradecimiento, por ser el único grupo que casi nos mata de un infarto en un concierto. Y hubiera sido una muerte preciosa, una que al estarnos negada acabó por unirnos aún más, nos hizo amarnos aún más.

Será, seguramente, porque le escuché decir al cantante Jón Þór Birgisson –ciego de un ojo de nacimiento-: 'Nací así, nunca he podido ver con los dos. Pero me gusta. Creo que si pudiera ver en estéreo, me volvería loco'. Y entonces me di cuenta de lo evidente: que de alguna forma todos percibimos la vida en mono y asimilarla siempre en estéreo sería de una lucidez desquiciante.

Será, tal vez, porque estos tipos hacen la música que a mí me hubiera gustado ofrecer y ofrecerme a mí mismo, si mi talento no fuera tan obstinadamente en mono.

Será porque ni una sola de estas razones ni la sumatoria de todas ellas será jamás suficiente para explicar por qué me gusta tanto. Tanto de verdad.




lunes, 4 de septiembre de 2006

Respuestas Insólitas (Capítulo 4: Yo con mis pies)

Mamá, que es la persona más buena y noble que conozco (lo juro, no es porque sea madre mía), siempre se preocupó horrores por ese naturalísimo talento que tiene su hijo menor para que se le acerque gente extraña.

Debe ser que les parezco simpático, acaso inofensivo, puede que me vean como un tipo más bien buena nota; aunque más de una vez he llegado a pensar que lo que pasa es que reconocen cierta afinidad esencial entre ellas y yo.

Contaré esta historia que alguna vez juré (sobre todo a mí mismo) no repetir a nadie, mucho menos a Mamá porque se iba a preocupar muchísimo.

Estaba yo recién llegado a Barcelona, apenas mi primera semana, en el infernal verano del 2003. Hacían unos buenos 32 º a la sombra, y al sol los termómetros rayaban los 40º. Eso, combinado con la humedad típica de la ciudad, daba la sensación de estar permanentemente en una sauna finlandesa, o estar recién salido de la ducha y caer directamente en una cocina donde alguien dejó la puerta del horno abierta. Sudor y sopor omnipresentes, aunque estés sentado y a la sombra.

Me voy a pie hasta la playa, andando a pleno sol con mis audífonos a todo volumen, armándome un video clip personalísimo a cada paso, sacando mi balance particular entre lo ganado y lo perdido. Me siento en un banco de Barceloneta frente al Mediterráneo, azulísimo, con su tendencia al letargo, como un viejo jubilado cansado y gruñón; tan mar pero tan distinto al Caribe nuestro que es como un adolescente que quiere correr olas y aprender a surfear.

Estoy perdido en mi autorreflexión, debatiéndome entre el optimismo y la melancolía, cuando veo con el rabillo del ojo que tengo a un compañero de banco sentado al otro extremo. Parece un tipo normal y corriente, cercano a los 30, con tendencia a quedarse calvo, camisa a cuadros, jeans. A los dos minutos veo que el tipo se ha deslizado y lo tengo sentado apenas a un metro. Sigue la canción, me voy poniendo tenso, el tipo se desliza unos centímetros más hasta que me toca al hombro. Suavecito. Con dos dedos:

-Oye, perdona… ¿te puedo oler los pies?- Me dice, casi susurrado, a la oreja.
-Coño… ¿qué?- Respondo yo, quitándome los audífonos y diciéndome a mí mismo: “Tranquilo, pana, seguro que escuchaste mal. Tienes que haber escuchado mal”.
- Que si te puedo oler los pies, tío, pero cinco minutillos y ya. Anda, colega- Repite el del footfetish con toda naturalidad.

Me chorreé, me temblaron las manos. “Coño, Dios mío, pero por qué yo. Por qué me tienen que tocar a mí estos panas con sus fetiches chimbos. Imagina tú olerme los pies, y para rematar con esta sudadera del verano”.

Y entonces me armé de valor, intenté modular mi tono más neutro, el más digno, sobre todo el más aplomado. Y he dicho una de las frases más insólitas que se me ha ocurrido en la vida jamás:

-No, gracias… no estoy interesado – Así, tal cual. Como si me hubiera propuesto hacerme una encuesta o participar en una rifa.

Me puse de nuevo los audífonos, subí el volumen hasta el máximo con la esperanza de que con eso bastara para anular la cruda realidad circundante. Cuando volteé el tipo ya se había ido, a olerse otros pies.

Hoy la viejita escucha el cuento y se ríe. Ríe de buena gana. Afortunadamente yo voy aprendiendo a hacer lo mismo.

jueves, 31 de agosto de 2006

Hay cosas que perturban tanto, yo no sé.

Gummo


Yo a Harmony Korine le debo ésta, una de las 10 escenas más perturbadoras del cine en mi ranking personal. En esta "lucha libre contra la silla" de Gummo (1997) me debato entre la risotada y la franca angustia, no tanto por lo que vemos sino más bien por todo eso que no está en el cuadro pero que podemos intuir. Me perturba el relato oculto que podemos armar a partir del detalle en la superficie.

Siempre me ha quedado la duda de cómo filmó Korine esta escena. No sé si su virtud está en haberse hecho invisible con su cámara para poder penetrar en este ritual y hacerse testigo silencioso del episodio. O, tal vez, habrá sido todo lo contrario: fue justamente la presencia de Korine con su cámara el detonante que hizo estallar la realidad en todo su... ¿esplendor?.

lunes, 28 de agosto de 2006

Del Teatro Negro de Praga (y del oscuro presente de estos días).

Llegamos una hora antes y la cola para entrar al teatro ya cruza todo el patio, continúa por el estacionamiento y se pierde hacia la calle. Buhoneros venden juguetes plásticos, lucecillas de colores, linternitas, chucherías de toda calaña. La gente compra de todo. Como si ver en el Teresa Carreño al Teatro Negro de Praga fuera un acto participativo, una cosa donde uno desde el público con sus propias fluorescencias improvisadas estuviera allí para competir con los checos que hacen lo suyo allá sobre el escenario. O como ver a Floricienta en el Poliedro, igualito.

Tenemos que hacer la cola desde la calle, justo al lado del individuo que grita: “¡Se lo cuido bien cuidadito, mi pana! ¡Déjemelo por aquí misme! ¡Más cuidado que adentro, el mío!”. Y va dirigiendo el tránsito como un fiscal que anda en bermudas y gorra de béisbol. La familia de atrás compra maní estilo japonés, luces que al agitarse forman la bandera de Venezuela, binoculares de plástico amarillo. Luego se hartan de las luces y llaman a gritos a otro vendedor ambulante pues les gustaría más una lucecita que tenga rosado y no tanto el tricolor criollo.

Finalmente subimos a la sala. “Se les recuerda que no está permitido ingerir alimentos ni tomar fotografías por ningún medio”. Repiten robóticamente los empleados de suéter rojo. A lo que la gente hace caso omiso. Apenas se voltean y chaz toman fotos, raz, se meten el paquete entero de maní japonés, juaz le entran al chocolate Savoy.

“Se le recuerda al distinguido público mantener apagados sus teléfonos celulares durante toda la función”. Advierte con el engolado tono de costumbre el locutor del Teresa Carreño. Y la gente coloca en silencio el timbre del teléfono, pero lo apagamos dos o tres pendejos, no más.

Bajan las luces y comienza medio teatro a gritar, aullar, a vociferar, a hacer como hombres lobos. Resulta que estamos en la casa del terror que hacían en la escuela y no lo sabíamos (al menos nosotros dos no teníamos idea). Shhhh… mandan a callar algunos, se intensifican los gritos, hay carcajadas. Allá al frente hay unos checos sobre el escenario intentando comenzar la función pero son apabullados por una obra espontánea y estentórea que irrumpe con desparpajo desde el balcón.

Finalmente la gente se calla. Se acuerda cada quien de que ha pagado para ver al Teatro Negro de Praga y no para escuchar los alaridos del mononeural de al lado. Pero entonces irrumpen lucecitas que brillan tanto o más que los muñecos fosforescentes checos sobre la tarima. Resulta que hay 40 celulares en proceso de escribir y recibir mensajitos, un mar de destellos regado por el patio. Mi vecino de butaca a la derecha recibe un mensaje. Se lo lee a la novia a viva voz con el mismo desparpajo de quien comenta una película en DVD desde el sofá de su casa. “Luis Antonio que tiene una caja de birras, que si voy a estar en la casa para que le echemos bola. Yo le dije que esta mierda se acaba como a las 10.30 y que entonces me iba pa´llá”. Lo mando a callar de una manera más bien discreta.

Acaba el primer acto y el vecino comenta, lo suficientemente alto como para poder ser escuchado en una radio de 4 filas: “No joda, esa verga la hago yo con dos linternas… a ver si me aplauden a mí igualito”. Volteo y lo miro con ganas de que mi visión de rayos láser lo vuelva morcilla. Lógica y desafortunadamente fallo. En el intermedio él y su novia deciden intercambiar puestos. Los comentarios de ella resultan aún menos felices.

Se reanuda la función y de nuevo la gente se siente en la casa del terror de la feria del pueblo. “Auuuuuuuhhhhhh” gritan y se ríen y compiten en decibeles con el “Shhhhh” de la otra mitad del teatro. La masa enardecida aún nada que acaba así que los pobres checos tienen que esperar hasta que el público recuerde, una vez más, que pagó para verlos a ellos y no para escucharse a sí mismo.

Al final de la obra la gente aplaude pero ya de espaldas, corriendo hacia la puerta. “Es que la cola que se hace saliendo del estacionamiento es bestial, la pinga, corre”. Se hace un embudo brutal en la entrada de la única escalera mecánica que baja. La gente se apiña, se empuja. En esta ciudad no pasan las cosas graves que deberían pasar porque tenemos un ángel de la guarda arrechísimo. Milagrosamente, como un superhéroe de cómic, el tipo se las ingenia para que siempre nos salvemos de la tragedia por los pelos.

En el estacionamiento, prestos para la huída, cada quien inventa el canal y el sentido que mejor le venga en gana. Se forma un embrollo, un enjambre, una madeja de metal caliente, humo, perfumes dulces. Pasamos horas en el mismo punto. “Es que no dejan salir a nadie hasta que no salga el general y su familia. Sus escoltas tienen detenido el tráfico”.

Apenas logramos salir le pregunto a mi pareja: “¿Qué te pareció, mi flaca?”. Y su respuesta es una daga que destella en medio de la oscuridad y se me clava en la sien: “El teatro negro: sublime. Pero ésta sociedad está, sin duda, en uno de los momentos más grises de su historia”.

jueves, 24 de agosto de 2006

Del Jordi a Arab Strap.

Viviendo –a veces creo que sobreviviendo- en Barcelona me dediqué durante unos buenos meses a ganarme la vida traduciendo al inglés ciertas investigaciones de mercadeo asociadas con la industria farmacológica. En una oportunidad cayó en mis manos una entrevista hecha al director de un centro psiquiátrico de Manresa. El doctor resultó un gran narrador, tenía sentido del humor, así que, aunado a que si tenía las dos horas de entrevista traducidas para el día siguiente me embolsillaba 81 euros, acometí con gusto la tarea.

La entrevista giraba en torno a si el doctor estaría dispuesto a utilizar en su centro psiquiátrico cierto nuevo medicamento X recién introducido al mercado europeo, un poco más caro que los demás, monodosis, incoloro, insaboro, con mayor eficacia, gran seguridad, mínimos efectos secundarios, en presentación líquida, ya probado con éxito en Inglaterra y que se pensaba introducir muy pronto en España. El doctor responde con una negativa. No, ni de casualidad. Y ante la insistencia del entrevistador responde con el siguiente argumento.

“Mire, en el centro psiquiátrico de Manresa que yo dirijo, existe un paciente recluido que se llama el Jordi. Él está convencido de ser la última reencarnación de Jesucristo. El Jordi tiene una auténtica cruzada en contra de los doctores y los medicamentos, a quienes considera, por igual, obras de Satanás. Hace unos meses se nos ocurrió rescatar un estanque muy bonito que teníamos en el patio. Lo limpiamos, lo llenamos de agua y vaciamos en él 200 pecesillos de colores de estos llamados Goldfish. Los pacientes estaban felices y nosotros también: “mira el pecesillo, qué lindo que es, éste se llama Ronaldinho, aquel de más allá se llama Carles Puyol, éste tan simpático se llama Deco” y así, los iban bautizando a los 200 y nos quedábamos horas, ellos y nosotros, contemplando el estanque lleno de peces coloridos.

Hasta que cierto día se nos ocurrió introducir un nuevo medicamento de estos revolucionarios, novísimos, que sabe a agua, que huele a agua, que parece agua, pero que es la leche (lo máximo): para sedarlos pero no tanto, para hacerlos dormir pero no tanto, para que tengan apetito pero no tanto, para que estén despiertos pero no tanto, para que no estén tan agresivos pero tampoco tanto. Estuvimos prescribiendo la medicación durante algunas semanas. No hubo crisis en ese lapso, tampoco hubo grandes mejoras. Sin novedad. Excepto que comenzaron a morirse los peces del estanque.

Nos enteramos con el tiempo de que el Jordi había regado la voz entre todos los pacientes de no tomar de ese agua que venía en vasitos plásticos, que era la nueva forma en que venía presentado el diablo para meterse en sus cuerpos. Que la lanzaran al estanque. Así que los únicos que estuvieron medicados durante semanas con el producto maravilloso y carísimo –igualito al que Ud. me quiere volver a convencer de usar- fueron los goldfish del estanque. Y de los 200 no quedó ni uno”.


Descubro hoy este video de Arab Strap que nunca antes había visto. Vuelve fresca toda la historia de Jordi y los internos del psiquiátrico de Manresa a mi memoria. Llevo rato buscando en mis archivos la traducción al inglés y sueño (ingenuamente, absurdamente) que a lo mejor por una casualidad extrema –eso que llaman la teoría radical del azar- los escoceses de Arab Strap acaso ya la conocían. Incluso antes haber sido escrita.

Arab strap Cherubs

martes, 22 de agosto de 2006

Respuestas insólitas (Capítulo 3: con Richard en ascensor)




Estábamos cubriendo el Festival de Cine de Toronto, por allá por septiembre del 2000. Nos tocaba entrevistar en la suite 428 del Hotel Four Seasons al cineasta argentino Marcelo Piñeyro, quien presentaba su adaptación cinematográfica de la novela “Plata Quemada” de Ricardo Piglia.

Veníamos Emil Guevara (cámara), Richard Hernández (asistente de cámara) y yo (productor) enfrascados en una amena charla alimentada por la resaca causada por los excesos de cierto licor noruego impronunciable y casi imbebible al que nos habíamos sometido con toda responsabilidad la noche anterior. No nos dimos cuenta y nos bajamos en el piso equivocado y cuando quisimos entrar a la supuesta suite 428 nos percatamos de que estábamos tocando a una puerta 20 pisos más abajo de dónde nos esperaba Piñeyro.

Yo: Panas, nos pelamos. Estamos en la 228 y esta vaina es en la 428. Volvamos al ascensor.
Richard: Sí va, papá.

Regresamos al área de ascensores, tocamos el botón de subida y a los pocos segundos se abren las puertas. En el interior del ascensor está el actor Richard Gere con una mujer rubia de unos 50 años que imaginamos es su publicista. Nos quedamos atónitos viéndonos los unos a los otros (es de mal gusto en estos eventos que los periodistas se acerquen a los actores y directores sin tener pautada una entrevista, así que nuestra primera reacción fue no subir al ascensor para esperar al siguiente).

Richard Gere (haciendo señas desde el interior del ascensor): Oh, come on, guys! Don’t be shy! (¡Vengan, chicos, no sean tímidos!)

Nos subimos al ascensor y respetuosamente nos ubicamos al otro extremo de la cabina. Intercambiamos sonrisas de reconocimiento (bueno, nosotros reconocíamos y él sonreía al sentirse reconocido). Me le quedo viendo a Richard Gere, que se me antojó como un roedor gigantesco, como un gran acure plateado o un chigüire canoso, que desprendía una vibra afable, una energía buena-nota de tipo budista al que las cosas le han salido bien porque la naturaleza y la vida lo han consentido.

Y en eso… y aunque Ud. no lo crea… ha sobrevenido un apagón en Toronto. ¡Plaf!, se apagan las luces, se encienden las de emergencia y se para abruptamente el ascensor entre los pisos 32 y 33.

Estamos encerrados en un ascensor con Richard Gere y este cuento mis amigos –y sobre todo mis amigas- no se me lo van a creer jamás aunque les jure por mi papá y mi mamá que sí, coño, que ocurrió tal cual.

Yo (dirigiéndome a gritos a Richard -al de apellido Hernández, el panita de Guarenas-): ¡Richard, güevón, la alarma, toca la alarma!
Y me responde Richard (pero el que se apellida Gere, actor, el de Beverly Hills): Ah, sí, la alarma muchacho, oh, en español, clarro la alarm (y hace gesto tipo piloto con el dedo pulgar hacia arriba mientras con la otra mano toca el botón rojo de la alarma sobre el tablero).

Nos reímos. Mucho. Tanto que no pude encontrar la manera de explicarle a Richard Gere -mientras volvía la luz y el ascensor nos llevaba al piso 40- que yo no le estaba hablando a él, sino al otro Richard.

Me bajé del ascensor más muerto de la pena que de la risa. Richard Gere quedó atrás, se despidió con la mano y desapareció tras las puertas metálicas.

- ¡Qué bolas, papá, ese tipo es bulda e’ famoso! ¿Cómo es que se llama ése? –comenta Richard, el de Guarenas.

viernes, 18 de agosto de 2006

Rebelde tatú


La puerta de la casa de mi hermano, Héctor, está abierta de par en par. Atravieso el jardín y miro con desdén unas estatuas espantosas de piedra en las que nunca antes había reparado. Llamo desde la entrada, nadie contesta. Vuelvo a gritar desde el pie de la escalera, silencio de nuevo. Subo hasta su habitación. Lo encuentro de espaldas a la puerta, sentado sin camisa, con la mirada clavada en el monitor apagado de la computadora.

-Ya llegué, Héctor, ¿qué te pasa, hermano? – digo a manera de saludo.
- Se rebelaron, J. No se sabe cuándo ni por qué; pero la rebelión ya comenzó –responde sin dignarse a voltear.
-¿Se rebelaron quiénes?
-Los tatuajes. Se salieron de control. Se despertaron. Se cansaron de ser tinta bajo la piel y ahora se están convirtiendo en otra cosa.
-No sé de qué me hablas- y, cosa absurda, me reviso la piel en busca de los tatuajes que nunca he tenido.
-Claro, tú no los tienes. Por eso no has notado que ya no están, no has sentido lo que hacen cuando se rebelan- Y a Héctor se le llenan los ojos de lágrimas, sobre el reflejo oscuro de la pantalla al que ya empiezo a acostumbrarme.
-¿Y qué es lo que hacen?
-Eso depende del tatuaje. A Mariela, por ejemplo, la salamandra de la espalda se le deslizó hasta una oreja y luego se le escurrió por el agujero. Le empezaron unos dolores de cabeza terribles, la internaron y le hicieron una tomografía: la salamandra le está incubando los huevos en el oído interno. A Pablo, que tenía una corona de espinas tatuada en el antebrazo, se lo tuvieron que amputar, se le transformó en una de acero que le mordió la carne y no hubo manera de soltársela, sino cortándola con brazo y todo. A Viviana, aquella morena del culo espectacular con la que estuve saliendo (con su rosita tatuada sobre la nalga izquierda) le crecieron raíces hacia adentro, un rosal completo le nació bajo el intestino y hasta un tallo la atravesó de lado a lado; y ahora está en terapia intensiva, se le infectaron las heridas por las espinas. A Miguel, el vecino imbécil, físicoculturista, aquél que se tatuó un demonio de Tasmania para que se le vieran los abdominales perfectos, se le convirtió el animal en uno de carne y hueso y lo atacó a dentellada limpia allí abajo en el vientre… y no le dejó nada, J. Nada… Y a la flaca Marta, con su tatuaje de corazón tan bonito allí sobre el pecho izquierdo, se le hizo real el segundo y no aguantó la doble irrigación, reventó ayer de una hemorragia masiva.

Me le quedo viendo la nuca a Héctor. Su respiración nerviosa, atropellada, que va empañando el monitor apagado donde tiene la vista clavada. Y entonces reparo en el detalle: la espalda limpia, descamisada.

-Héctor… ¿y dónde está la Medusa enorme, tamaño natural, que te hiciste dibujar en la espalda y que ya no está?
-Precisamente, J… La estoy viendo en el reflejo en este momento. Se los llevó ya a todos, quedamos solamente nosotros. No vayas a voltear ahorita, está justo detrás de ti.

jueves, 17 de agosto de 2006

La Jetée (1962)

La Jetée


El trailer de la película de 28 minutos hecha por Chirs Marker. Una joya de la ciencia ficción (cosa que se empeñan en desmentir la mayoría de los sesudos intelectuales y críticos a quienes el término ciencia ficción les da aún piquiña) que luego serviría de inspiración a Terry Gilliam para hacer Twelve Monkeys.

Un hombre es enviado desde el futuro a descubrir cómo se exterminó la raza humana, varias veces viaja a través del tiempo a esos instantes que preceden al momento en que se desata la debacle. Él, más que hallar las causas de la catástrofe, encuentra a una mujer de la cual se enamora. Y ese es el único motivo real que lo hace viajar del futuro al pasado, del pasado al futuro, de un apocalipsis al otro. Una y otra vez.

Sí, tuvo, tiene y seguirá teniendo razón Chris Marker, a veces esas cosas pasan.

lunes, 14 de agosto de 2006

Respuestas insólitas (Capítulo 2: Katerina… en taxi)

Estábamos en una fiesta cerca del Arco del Triunfo, en Passeig Sant Joan. Una azotea alucinante de un edificio de la Barcelona modernista. Demasiado borrachos y felices como para reparar en la hora. Son pasadas las 12 de la noche, un martes, ya no hay metro y el autobús nocturno funciona a partir de las 2. Los dueños de casa, a pesar de ser unos anfitriones de primera, están disimulando los bostezos y comienzan a acurrucarse en el sofá. Es hora de irse.

Le pregunto a Katerina, la chica con quien he estado parloteando casi toda la noche en una charla que progresivamente se va haciendo más abstracta, más gutural, más incoherente.

Yo (intentando modular): ¿…y dónde vives tú?
Ella (redimensionando de un golpe toda las nociones espaciotemporales): A 5 euros de aquí… (y agrega como si con eso quedara todo clarísimo) …en taxi.

Me quedé en blanco, por un momento sentí que me emborraché el doble y en el segundo siguiente ya estaba absolutamente sobrio. Di la charla y la noche por concluidas. Me despedí con un gesto de manos.

Me fui a casa. 15 minutos… a pie.


viernes, 11 de agosto de 2006

Mejor por teléfono

Inspirado en "I Wait For You (by the telephone)" de Figurine

Primera llamada. Ella está sola en casa, como siempre. Repica el teléfono. Atiende. Número equivocado. Él no sabe a dónde llama. Ni a quién.

Día siguiente, misma hora, segunda llamada.

- Hola
- Hola
- Qué bueno escuchar tu voz de nuevo… te he extrañado.
- Y yo a ti
- ¿Me llamas de nuevo mañana?
- Por supuesto.
- Vale. Adiós.
- Adiós.

Repetirán el mismo parlamento, idéntico, a la misma hora, todos los días por el resto de sus vidas. Ni una palabra más, ni una menos. Sin atreverse jamás a cruzar la línea de seguridad. Sin asomar siquiera la idea de quedar, de conocerse.

No fuera cosa que se arruinara todo eso que se perdieron.

Tarea

Y entonces la maestra dijo, para el regocijo de la muchachada, "Bueno, está bien... al final pueden hacer un dibujo libre".

www.jacksonpollock.org
haz click sobre este enlace para que puedas hacer la tarea.

martes, 8 de agosto de 2006

Tan linda... a veces


You're so cute when you're frustrated, dear
Yeah, you're so cute when you're sedated, oh dear.

Interpol, "PDA"

jueves, 3 de agosto de 2006

Respuestas Insólitas (Capítulo I: David Lynch):

David Lynch durante Cannes 2001

Solía yo, hace unos años, cubrir festivales de cine y durante cinco minutos inolvidables me tocó sentarme en una silla frente a frente con uno de mis semidioses particulares: el gran David Lynch, quien presentaba en Cannes 2001 su Mulholland Drive. Detrás de Lynch había un sujeto -bermudas rosadas, cola de caballo, armado de un cronómetro, cara de nazi- que me indicaba con los dedos el tiempo restante de la entrevista. El tipo me hace señas de que queda un minuto y cortamos. Tiempo para la última pregunta.

Yo: Sr. Lynch… es mi última pregunta… le propongo un pequeño juego: supongamos que estamos en el año 2060…
Lynch (interrumpiéndome y con expresión cándida): Oh… estoy entonces muy muy viejo.
Yo (apenado): No… se supone que ya Ud. está muerto.
Lynch (suspirando): Oh, ahora estoy muy triste.

Nos reímos.
Cola de caballo indignado hace gesto de cortar inmediatamente ya. Que quedan menos de 10 segundos.

Yo (apresurado por acabar la pregunta): ¿Cómo le gustaría en ese futuro distante que la gente lo recordase?
Lynch (alisándose el copete enorme, cual vela de un buque escuela, mirando al infinito con solemnidad): Como el director de cine más apuesto de la historia.

Y nos reímos aún más.

lunes, 31 de julio de 2006

De grillos y fantasmas

Me acuesto a dormir aprovechando que el insomnio –cosa rara- se ha tomado unos días de asueto. Estoy a punto de conciliar el sueño, me voy acomodando en la arruga caliente que he logrado dibujar sobre la sábana fría. Suena la persiana. Un traqueteo de patas chocando contra el plástico. Enciendo la luz. Un grillo enorme camina por allá arriba sobre la lámina más lejana. El viejo decía que los grillos traían buena suerte. Pero este además de caminar por mi persiana canta. Canta durísimo. Está entregado al flirteo con una grillita buena moza que seguro le enseña las patas desde el jardín, al otro lado del cristal.

Me voy a la cocina y busco un pote plástico de arroz chino con tapa y todo. Regreso al cuarto, abro la gaveta, tomo una media y la doblo hasta volverla un ovillo apretado. Apunto y lanzo. Sin mucha fuerza, la idea es derrumbarlo, no despedazar al pobre grillo. Cae el tipo tan sorprendido como yo de mi puntería y antes de que salte lo capturo dentro del pote de arroz.

Me voy hasta el patio trasero con mi antiguo roomate ahora en cautivero. Convencido de estar haciendo una buena acción casi le digo: “Vamos, grillito, a conquistarla en tu jardín” justo al momento de abrirle la tapa y dejarlo en libertad.

Regreso al cuarto, me reacomodo en la arruga que ya está menos que tibia. Caigo rendido.

Me despiertan unas patas que me cosquillean el pómulo a media madrugada. Lanzo un manotón que no hace otra cosa que enfurecer a quien sea que sea que me camina la cara. Pica primero cerca del ojo, más que una mordida parece una inyección urticante. El segundo manotón lo logra alcanzar, cae hacia un lado, pero el bicho va a dar justo sobre mi brazo derecho. Pica de nuevo, dos y hasta tres veces. Me defiendo a manotones, a oscuras. A tientas logro encender la lamparita de la mesa de noche. Tengo cuatro picadas enormes, una en la cara y tres en el bíceps derecho. Enciendo todas las luces y -cabeza perdida- me dispongo a buscar a mi agresor. Para aplastarlo por la mitad, para luego arrancarle las patas, para rociarlo despacito con insecticida y que vaya agonizando muy poco a poco, para lanzarlo en un vaso de agua y ver qué tanto aguanta nadando y luego cuántos segundos hundido hasta el fondo.

Pero no está. No hay nada. Busco y rebusco, recontrabusco. Levanto sábanas, me quito la ropa, reviso debajo de la cama, en el hueco de los zapatos, cada resquicio de madera y cal. Nada. He sido atacado por un bicho fantasma.

Me quedo un rato frente al espejo, viéndome la cara mordida, aquello que late como un corazón chiquitito debajo del ojo. Tengo el brazo caliente y adormecido por la reacción alérgica.

Tocan entonces despacito a la ventana. Un golpeteo sobre el cristal. Abro la persiana ya un poco asustado por las sorpresas de esa noche extraña. Y allí está, al otro lado, es mi amigo el grillo.

Puedo jurarles que el hijoputa, de alguna manera, se está riendo.

jueves, 27 de julio de 2006

Neutro

Según Chuck Palahniuk los alemanes tienen un dicho: "Die reinste Freudeist die Schadenfreude”. Nuestro placer más puro viene del dolor de la gente a la que envidiamos. Es decir, nuestro máximo goce parece provenir del sufrimiento de aquellos a quienes adivinamos felices. Lo que más nos mueve en la vida no es la procura del placer por nuestros logros, sino ver humillados a quienes escogemos por rivales.

Desde que leí la frase se me ha quedado como un trozo de hierro ardiente rebotando entre sien y sien. Sin darme cuenta he estado buscando una, igual de contundente pero al otro lado del espectro, que la neutralice. Una frase que me convenza de absolutamente lo contrario. Qué vértigo, se me pasan los días y nada que la encuentro.

lunes, 24 de julio de 2006

El nuevo Sísifo

El sueño de Sísifo

Los dioses del Olimpo condenaron a Sísifo, el más astuto de los mortales, al castigo más absurdo de todos: subir una pesada roca hasta la cima de una montaña para verla caer una vez lograra coronarla; Sísifo tendría que bajar la montaña, buscar de nuevo la roca y volverla a subir en una tarea cíclica que repetiría hasta el fin de sus días.

El mito de Sísifo fascinaría al existencialista Albert Camus quien fundamentó buena parte de su pensamiento filosófico sobre los hombros de este personaje. Sinónimo de inteligencia y viveza -incluso muy superiores a las de los Dioses- Sísifo se encargó de burlarse una y otra vez de los inmortales, los humilló y ridiculizó en reiteradas oportunidades e incluso, cuando decidieron darle muerte, se encargó de engañar a Hades, dios del Inframundo, para que lo dejara volver al mundo de los vivos, arreglar unos asuntitos y luego regresar. Pero no volvió. Ante su insolencia (la de un mortal que incluso burlaba a la muerte) los dioses decidieron castigarlo de manera ejemplar, lo capturaron y le encomendaron la más absurda y estéril de todas las tareas: le entregaron su roca y su montaña hasta el final de sus días.

Dice Camus que la tarea de Sísifo no es menos absurda que cualquier otra existencia. Y que la grandeza de Sísifo radica exactamente en no frustrarse cada vez que la roca se despeña por la ladera de la montaña, sino en disfrutar el recorrido hasta la cima, disfrutar de ese instante de clímax en el que la roca por fin llega al pico. Importa poco que sea para caer, importa poco que la roca no se quede arriba. Sísifo ve la roca caer y antes que sentir el peso de llevar una vida de frustración, absurda, estéril, siente que su existencia tiene sentido: habrá que bajar la montaña, reunir fuerzas de nuevo, asumir la roca y la montaña como proyectos de vida. Con su actitud Sísifo vuelve a burlarse de los dioses, les demuestra que es capaz de encontrar gozo y ánimo en donde debía haber sufrimiento y desesperanza.

Me gusta pensar en la idea del último recorrido de Sísifo, ya un poco más viejo y menos fuerte, que corona la cima con su roca y por millonésima vez la ve caer por la ladera. Respirará el aire del pico de la montaña. Verá con cariño a su roca y su montaña -que son la metáfora de su existencia- y se dispondrá a bajar. A unos cuantos metros de la cima, bajando por el camino que se sabe tan bien, o mejor, inventándose uno nuevo en cada descenso, se detendrá un rato a descansar. Sentirá que necesita tomar una breve siesta, recuperar el aliento. Se dormirá apaciblemente con una sonrisa satisfecha en los labios. Y ya no se despertará más…

…O sí, despertaría pero en otros hombres, para alimentar con su espíritu otros proyectos de vida. Despertaría en Camus, así como en muchos otros mortales. Su mito se haría inclusive más grande, tendría aún mayor sentido después de su muerte. El hombre que se enfrenta constantemente a su montaña, no para vencerla de una vez sino para transitarla por siempre.

Se me ocurre que el escalador José Antonio Delgado es nuestro Sísifo contemporáneo. Dedicó su vida a coronar montañas, a subir la roca de su existencia hasta las cimas más altas del mundo, para disfrutar el instante de la llegada, claro, pero para inmediatamente plantearse que no tiene sentido quedarse allí, que la vida sigue y que hay que volver a bajar, para subir de nuevo otra montaña, para continuar su proyecto de vida ascendiendo alturas que luego hay que bajar. Como la vida, pues, pero puesta en acción sobre la tierra.

Sísifo, de haber sido más parecido al resto de los hombres, se hubiera sentado a llorar sobre su roca, al pie de la montaña, autocompadeciéndose por su suerte. Los mitos no mueren al pie de la montaña, viven por siempre arriba, rondando la cima.

Hoy a todos los venezolanos nos duele de una manera especial pensar en el cuerpo de José Antonio Delgado que reposa en aquella montaña helada del Pakistán. Aunque imaginamos que su muerte quizá haya sido tan apacible y risueña como la del último Sísifo. E igual de mítica.

Se me antoja que hay un mito nacional en plena construcción que nos hace respirar aliviados, como Sísifos en aquellos instantes de coronación del pico. Justo nos cae desde las alturas un mito en estos momentos donde el país parecía haber suspendido su producción de héroes y se había desbordado, por el contrario, en una superproducción de malhechores mediocres y descerebrados que más que pasión disparan la frustración.

Pues sí, habremos perdido a un hombre; pero algo en el fondo me dice que ganamos un héroe. Por fin.

miércoles, 19 de julio de 2006

Siendo mis otros yo.


Los anglosajones, con esa capacidad insólita que tienen para acuñar conceptos que luego se incorporan a la lengua gracias a la solidaria necedad y pereza de todos los demás, han inventado el término “To google you” que significa: “rastrearte en la red”. Cuando tú colocas tu propio nombre en un motor de búsqueda –ya sea por vanidad, ya por curiosidad, ya por simple ocio- estás “googling yourself”. Bueno, eso fue lo que hice, me googlié. Para toparme no sólo conmigo mismo en la red, sino para descubrir todos los posibles José Urriola que pude haber llegado a ser.

Me resultó más bien indiferente encontrar que en Panamá pudiera haber sido José Urriola, director general de un periódico llamado La Estrella de Panamá. De ser panameño sería a lo mejor algo así como bisnieto del prócer de la independencia José Urriola, que si mal no recuerdo es la segunda firma que aparece en el acta independentista del Panamá. En una de las sopotocientas universidades de Texas hay un tal José Martín Urriola que es la promesa rutilante de la defensa del equipo de fútbol americano. Me gustó ése, me hubiera gustado en otra vida dedicarme al fútbol, aunque lo de americano se lo quitaría por miedo, no tanto a la embestida de un mastodonte embalado de 150 kilos, sino a morir del aburrimiento. En Chile, siguiendo el juego, hubiera sido quizá primo de la sublime poetisa chilena Malú Urriola, una mujer a quien comencé a leer por el tonto orgullo de compartir el apellido pero a quien ahora saludaría con una merecida reverencia si el destino me la cruza en la calle. Tengo, por lo visto, también un alterego en la Universidad de Wisconsin, un fulano José Urriola, estudiante de Literatura comparada, editor en jefe de la revista cultural de esa casa de estudios.

Pero el José Urriola que me dejó frío fue el otro venezolano, el de Anzoátegui. Me lo topé en

La sentencia (escrita por supuesto en el idioma de los abogados, en esa jerga que se esmera en demostrarnos que sólo ellos son capaces de manejar los elevados términos con los que se designan los destinos de los hombres -igual que ciertos médicos, algunos economistas, ciertos curas)- deja entrever que DANGER JOSE URRIOLA es declarado culpable en el delito de HOMICIDIO INTENCIONAL EN GRADO DE COOPERADOR INMEDIATO.

Danger José Urriola, el homicida, a quien su madre bautizara con ese nombre, seguro que porque el sonido de esa combinación de letras, así en inglés, le pareció bonito, heroico y rimbombante, acaso sin imaginar que ciertamente estaba condenando a su retoño a convertirse en un peligro para alguien más adelante.

Me imagino por un instante en la piel de Danger, en lo que probablemente yo hubiera hecho si fuera él. Veo a este país despeñarse hacia la miseria, escucho las cretinadas de sus líderes, la estupidez supina que como nunca se apodera de cada espacio de esta sociedad que tampoco fue especialmente lúcida; pienso que vamos entregados, una vez más, a lo que sea que haya dictaminado el Oráculo. Que ya no está en manos de nadie capaz el desenlace de este drama, nada podemos hacer excepto dejarlo fluir, hasta que el Deus est Machina se encargue de un plumazo en arreglarnos todo este entuerto en el que nos hemos metido y en el que algunos se regocijan en seguirnos metiendo.

Y por un momento me pregunto: ¿Y si me juego una a lo Danger José Urriola? Sería un homicida pero altruista, un asesino con sentido histórico. Así, como en el escondite: “Libro por mí, y por todos”.

Tristemente –quiero creer que afortunadamente-, en la cola eterna que me lleva al trabajo cada mañana, me voy quitando el traje de SuperDanger y vuelvo a ser el cobarde juicioso y pacifista que soy yo.